“Nace una estrella”: La música como lienzo en el cine

“En los buenos tiempos me he hallado a mí misma
Ansiando un cambio
Y en los malos tiempos me temo a mí misma…”
–Lady Gaga como Ally en “A star is born”

[Spoiler Alert: la siguiente reseña revela detalles de la película “A star is born”]


La música ha sido, incluso desde la época del cine mudo, parte del lienzo. En los días de Chaplin, un pianista –incluso orquestas de cámara– acompañaba las proyecciones de imágenes en movimiento en la pantalla grande. Desde mediados del siglo pasado, melodías, ritmos y canciones se convirtieron en parte sustancial del lenguaje. Y a veces, como en “Nace una estrella”, toda la experiencia narrativa de una película puede reducirse a su esencia musical.

Dirigida por Bradley Cooper, uno de los actores más cotizados de la década en Estados Unidos, “A star is born” es el cuarto remake en cine de un guion que cuenta en paralelo el ascenso de una estrella del espectáculo que nace a las sombras de un artista que cae, con estrépito, desde la cúspide. 

Desde la obra original hasta esta versión, la esencia del cuento no cambia y esa es la alienación de la humanidad del artista a las exigencias del show para, en el peor de los casos, fabricar un producto de consumo y, en el mejor, sacrificar todo en nombre del arte, en este caso de la música y del cancionero propio.

La versión de Cooper, coescrita con Will Roth –guionista de clásicos del cine gringo reciente, como “Forrest Gump” y “The Insider”–, es sólida, en esencia porque centra la narración entera y el tono emotivo en la música misma, más que en el camino de los protagonistas a la cúspide de la fama o al averno de la irrelevancia.

Mucho ayuda Lady Gaga, la cantautora neoyorquina cuya mejor versión suele aparecer cuando se despoja de sus densas capas de maquillaje para dejar paso limpio a la potencia de su voz. Gaga es, aquí, la estrella que asciende, y Cooper, que coprotagoniza, es la lumbrera que se apaga.

Él es un actor de registro correcto, incluso extraordinario en sus mejores momentos, como en “Silver Linings Playbook”, la película de 2012 que le valió una nominación al Óscar como mejor actor el año siguiente. Y para rematar aquí, Cooper canta con corrección.

Ella es, bueno, Lady Gaga. Si empezamos por lo menos obvio, incluso sorprendente, es que en esta película aparece como una actriz correcta, que no debe esforzarse demasiado para ser su personaje con naturalidad, aun con intensidad verosímil en los momentos más dramáticos. Son, de hecho, los pases interpretativos que parecen menos importantes donde la Gaga es menos actriz. Vamos ahora a lo obvio: su voz; la voz de Lady Gaga, pero sobre todo su profundidad en el escenario, son lo mejor de este filme.

A Gaga la escuchamos por primera vez en un bar queer, donde sus amigas travestidas la han invitado a cantar. La calidad estética de esta escena puede, muy bien, resumir la factura de la película entera: el canto de Gaga, que es también su performance dramático, resume las emociones etéreas que se rinden ante el lienzo que ella pinta con su música. La cámara no tiene que detenerse en demasiadas virguerías para hacer que la intérprete –que es en realidad la voz de la actriz versionando La vie en rose de Edith Piaf– se despliegue.

Es, esta, la escena del contacto primero entre Ally, el personaje que interpreta Gaga, la aprendiz de artista y cantautora por talento propio, y Jackson Maine, el cantante de country-rock en la cúspide de su carrera al que interpreta Cooper.

En la escena del bar, la mirada de Maine-Cooper es también la nuestra; sus oídos son los nuestros. Como a él, a nosotros, del otro lado de la cámara, no nos resultará en absoluto difícil enamorarnos de la voz de ella. Y será esa atracción a la que nos marcará mientras dure la película.

Uno de los primeros diálogos no cantados entre el cantante veterano y la novata resulta esencial para la construcción posterior del drama y para amarrar el subtexto en el que descansa la película, que es la dolorosa búsqueda de la autenticidad en un mundo plagado por la dictadura de las apariencias. La frase la dice Maine-Cooper.:

«Tu voz puede ser maravillosa, pero si no tenés nada que decir, no valés una mierda» 

Lo que sigue, en el corazón de la película, es la vieja narración de la obra original; el ascenso de ella, que implicará concesiones a una industria que vive de explotar la belleza femenina desde la más absoluta vulgaridad; y el descenso de él, marcado por el dolor que le provoca su intrascendencia ante el talento enorme de ella.

A lo largo de la narración, lo mejor de este drama llega, como escribí, con la música de Lady Gaga. La clave de esta película es que esa música sirve de lienzo para todos los registros dramáticos de la historia. Es cuando ella canta cuando mejor entendemos su dolor, sus ansias, sus alegrías y lo que esos sentimientos provocan en quienes la rodean.

No es extraño, entonces, que las mejores escenas sean esas en que la cámara y el lenguaje del cine están al servicio completo del arte de la cantante. Dicen las notas de producción que casi todas las escenas de conciertos, en formato de teatro, de estadio o más íntimos, fueron grabadas como directos. Se nota por lo intensas que son.

Dos de esas escenas resumen lo que escribo. La del concierto en que Ally-Gaga sube a una tarima para cantar por primera vez una de sus canciones ante las multitudes. Canta “Shallow”, escrita por ella y arreglada por él, una canción que habla de eso que es aquí esencial, la autenticidad del arte, su honestidad. La interpretación que Lady Gaga hace de esa rola bien vale un Óscar. 

Y hay otra igual, donde el sentimiento no es la excitación de la primera vez, sino la tristeza de la pérdida. Si en el primer concierto vemos a Ally-Gaga sin maquillaje, en jeans, vestida solo con su voz, en el otro la vemos convertida en diva, escondiéndose tras el reflejo que de ella han creado managers e industria. En ambas, sin embargo, el argumento esencial es la voz. Como lo es para esta película.

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