Muerte en los suburbios: los asesinatos de la MS-13 en Long Island

Más de una docena de homicidios cometidos en los suburbios de Long Island han puesto bajo el reflector a la Mara Salvatrucha, la violenta pandilla centroamericana. Que el nuevo presidente de Estados Unidos haya volcado su interés en ella ha ocasionado que las posibles soluciones contra las pandillas, en especial las deportaciones, se extiendan a una comunidad latina. El sentimiento antiimigrante mezclado con la seguridad nacional. La política de deportaciones estadounidense se alimenta por la violencia de las pandillas en todo el país. Y esto solo empeorará. 

Este reportaje apareció en el número de junio de la revista VICE. Puede leer la versión original en inglés en este enlace. 

Foto FACTUM/Ike Edeani


A Kayla Cuevas la habían amenazado durante meses. Alguien le sacó un cuchillo en el pasillo de la secundaria Brentwood Ross. Otros se burlaban de ella en las calles de Brentwood, la ciudad de clase obrera en Long Island, Nueva York, donde vivía con su familia. Cuevas, una talentosa jugadora de básquetbol de una familia puertorriqueña, quería ser policía, pero las cosas para ella habían empezado a complicarse desde que en la escuela la suspendieron por pelear con miembros de la MS-13, una de las principales pandillas criminales de origen centroamericano que nacieron en Estados Unidos a finales del siglo pasado.

El perfil de Facebook de Cuevas muestra a una joven de 16 años atrapada entre la infancia y la madurez: una chica agachada junto a un árbol de Navidad con las manos en oración; en otra foto, las mismas manos lanzando señas de pandillas en medio de una nube de humo de marihuana.

El martes 13 de septiembre de 2016, Cuevas y su amiga Nisa Mickens caminaban en su vecindario cuando cuatro miembros de la MS-13 saltaron de un auto y empezaron a golpearlas con bates de béisbol y machetes. El cuerpo sin vida de Mickens fue encontrado esa noche en una calle junto a una escuela primaria. El de Cuevas fue recuperado al día siguiente detrás de una casa cercana.

Durante las seis semanas que siguieron, perros de la policía olfatearon los restos de otros tres adolescentes —Óscar Acosta, Miguel García Morán y José Peña Hernández, quienes habían desaparecido meses atrás— cerca de un hospital psiquiátrico en Brentwood. La policía culpó a la MS-13. Los asesinatos escaparon de la atención nacional en ese momento, pero poco después de la elección presidencial, Donald Trump interrumpió su entrevista con la revista TIME —con motivo de su nombramiento como “Persona del Año”— para tomar una copia de Newsday, un periódico de Long Island. En la portada había una historia sobre la “pandilla extremadamente violenta” que aterrorizaba el condado de Suffolk, Nueva York. “Vienen de Centroamérica, son más rudos que cualquier otra gente que haya conocido”, le dijo Trump a la revista. “Están matando y violando a todos, son ilegales y este es su fin”.

En los meses siguientes, la violencia de pandillas en ciudades obreras como Brentwood puso cara a los bad hombres de Trump. Los periódicos de Maryland, California y Texas describieron crímenes horrendos —tiroteos estilo ejecución, asesinatos con machete y cuerpos desmembrados— y una creciente histeria en los enclaves de inmigrantes donde ocurrieron. Las autoridades del condado de Suffolk sospechan de la participación de la MS-13 en 15 homicidios desde principios de 2016. En abril, cuando cuatro jóvenes latinos fueron asesinados con machetes en Central Islip, una ciudad cercana a Brentwood, el fiscal general, Jeff Sessions, hizo una visita oficial. Se reunió con los padres de Cuevas y Mickens y afirmó que la MS-13 estaba “pasando de contrabando a sus miembros por nuestra frontera como menores sin acompañante”. Sessions se comprometió a “ahogar” las líneas de suministro de la pandilla y a “devastar” sus redes. El 18 de abril, Trump tuiteó: “Las débiles políticas contra la inmigración ilegal del gobierno de Obama permitieron que se formaran nocivas pandillas MS-13 en las ciudades de todo Estados Unidos. Las estamos quitando con rapidez”.

El FBI ha vinculado el aumento de la actividad de pandillas al arribo de decenas de miles de jóvenes salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, que huyen de la violencia en Centroamérica, a partir de 2013. Según los investigadores, casi todas las grandes áreas metropolitanas con una gran población salvadoreña han visto un alza en la delincuencia debido a la MS-13 y a su pandilla rival, el Barrio 18. La teoría del gobierno: los recién llegados son presa de los miembros de las pandillas. Su solución: atrapar a los pandilleros, encerrarlos y deportarlos.

[Durante los últimos años, he estado reportando en El Salvador sobre el tipo de violencia de pandillas que ha llevado a casi el 10 por ciento de los salvadoreños, guatemaltecos y hondureños a huir de sus países. La violencia, tan severa que ha convertido a Centroamérica en una de las regiones más peligrosas del mundo, es ampliamente reconocida por sus raíces en las políticas de deportación estadounidenses de las décadas pasadas. Como muchas personas que estudian la región, he llegado a ver a las pandillas como una nueva versión de un antiguo ciclo. Me he familiarizado íntimamente con el origen de las historias de persecución y fuga. La primavera pasada, en medio de un feroz debate sobre el llamado de Trump a las deportaciones masivas, fui a Brentwood para ver cómo terminaban esas historias].

Evelyn Rodríguez, madre de Kayla Cuevas. Foto FACTUM/Ike Edeani.

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Long Island es el hogar de algunas de las propiedades de mayor valor del país: hay casas en The Hamptons que se venden regularmente por más de $10 millones. También es el hogar de la tercera comunidad más grande de salvadoreños en Estados Unidos, después de Los Ángeles y Washington, DC.

Los primeros inmigrantes latinos de la isla eran puertorriqueños. Llegaron en masa a los condados de Nassau y Suffolk en la década de 1950 para atender los jardines y lavar los platos de las familias blancas, que se marchaban de Nueva York en gran número. Muchos suburbios acomodados aprobaron normas de vivienda para mantener fuera a los negros y latinos. Como resultado, poblados cercanos como Brentwood se convirtieron en enclaves de inmigrantes. Con los años, hubo otro éxodo de gente blanca, la base imponible disminuyó, y estos suburbios más pobres se volvieron conocidos por sus deterioradas escuelas y sus altos índices de crimen.

Los salvadoreños comenzaron a llegar en la década de los ochenta, cuando la administración Reagan estaba enviando más de un millón de dólares al gobierno de El Salvador para erradicar a la guerrilla de izquierda alineadas con las revoluciones socialistas en Cuba y Nicaragua. La guerra civil de 12 años dejó 80,000 muertos y más de un millón de desplazados. En 1986, el condado de Suffolk se declaró un lugar de acogida para los refugiados centroamericanos, pero para 1993 esta designación había sido desechada en medio del creciente sentimiento antiinmigrante.

Entre otras acciones xenófobas, los gobiernos locales intentaron prohibir las reuniones de jornaleros, limitar el número de personas que comparten una casa alquilada y aprobar leyes de “inglés exclusivo” para las agencias gubernamentales. Algunos temen que esta legislación pueda regresar. Cuando el presidente Trump asumió el cargo el 20 de enero, la versión en español de WhiteHouse.gov desapareció. Sigue sin estar disponible.

Al mismo tiempo, se producía una reacción violenta en Los Ángeles, donde un grupo de adolescentes salvadoreños —en su mayoría consumidores de marihuana y fans del metal— había empezado a llamarse Mara Salvatrucha. La pandilla se endureció después de enfrentarse a blancos, negros y mexicanos en las calles y en las cárceles. A finales de la década de los noventa, la MS-13 había ganado fama por su salvajismo y había desencadenado la formación de otros grupos de imitadores en otras comunidades de inmigrantes, incluso en Long Island, donde fue declarada la pandilla más grande del condado de Nassau en 2001.

En su libro de 2009, Gangs in Garden City, la periodista Sarah Garland explica las condiciones que hacen que los jóvenes inmigrantes sean vulnerables a las pandillas: discriminación, marginación, barreras lingüísticas, padres que trabajan largas horas para enviar dinero a casa, la desorientadora sensación de cruzar dos mundos pero sin pertenecer a ninguno. En Long Island y en los suburbios de todo el país, Garland escribe que “el ascenso al poder de las pandillas no mostró lo que estas le ofrecían a una nueva generación de inmigrantes y sus hijos, sino lo que Estados Unidos le negaba”.

Sergio Argueta era uno de esos jóvenes inmigrantes. Su madre salió de su pueblo en El Salvador para escapar de la pobreza y la violencia en 1976 y se estableció en Hempstead, en Long Island, donde Argueta nació en 1978. Cuando era adolescente se juntaba con una pequeña pandilla salvadoreña llamada Redondel Pride. Después de que una excursión para comprar una escopeta terminara con un amigo accidentalmente asesinado y otro encerrado por homicidio, Argueta abandonó la pandilla y fundó STRONG (acrónimo en inglés de Luchando por Reunir a Nuestra Nueva Generación). STRONG empezó como un simple refugio para los jóvenes que huían de las calles, pero se convirtió en una ONG respetable con 14 miembros.

Argueta, que tiene la cabeza rapada, una barba de candado y un grueso acento neoyorquino, no podía creer que después de casi dos décadas de pedir a oídos sordos que se reconociera el problema de pandillas en Long Island, había encontrado a un oyente comprensivo: nada menos que Donald Trump. Pero la administración estaba equivocada —la MS-13 nació en Los Ángeles, no en Centroamérica— y las soluciones propuestas por el presidente —un muro fronterizo, una férrea vigilancia policial, deportaciones masivas— no podían estar más lejos de la táctica de “prevención e intervención” de Argueta. La prevención, según Argueta, implica el establecimiento de vínculos con los padres, las escuelas y la policía para crear una red de seguridad para los jóvenes en riesgo; la intervención involucra programas de rehabilitación, servicio comunitario y terapia psicológica.

Mientras que California gasta millones de dólares al año en la prevención de pandillas y los condados de Maryland y Virginia han invertido recursos para mejorar las relaciones entre la policía y los inmigrantes, los políticos de Nueva York han sido tacaños. Durante meses antes de los asesinatos de Cuevas y Mickens, la directora ejecutiva de STRONG, Rahsmia Zatar, presentó propuestas al condado de Suffolk para un programa de prevención de pandillas como el que ella dirige en el vecino condado de Nassau. Durante meses, Zatar había sido rechazada. Luego, dos adolescentes aparecieron muertos y, en un período de 72 horas, la oficina del poder ejecutivo del condado exigió un plan para que STRONG pudiera ayudar a Brentwood.

Brentwood se encuentra justo al lado de la autopista de Long Island, a medio camino entre Nueva York y The Hamptons. La ciudad de 60,000 habitantes tiene un 68 por ciento de población latina, con más de 17,000 residentes de El Salvador. Sus calles llenas de hojas y casas en mal estado se asemejan a cualquier suburbio de clase trabajadora, pero los letreros en español de los escaparates de sus negocios anuncian abogados de inmigración, servicios de remesas y el restaurante más famoso de pollo frito de Centroamérica: Pollo Campero.

Después de que ocurrieran los asesinatos en septiembre pasado, todos tenían una lista de problemas, pero las soluciones eran escasas. Los padres exigieron más cámaras de seguridad y detectores de metal en las escuelas; los funcionarios escolares prohibieron los colores y símbolos asociados con las pandillas; los políticos propusieron volver ilegales las ventas de machetes a menores de edad. La culpa recayó en un lugar habitual: los inmigrantes, en particular los 4,500 “menores que viajaban sin acompañante” de Centroamérica y que habían terminado en el condado de Suffolk. Una división comenzó a desarrollarse entre los que creen que el gobierno no ha estado haciendo lo suficiente para mantener a los jóvenes inmigrantes fuera de las pandillas y los que creen que el gobierno no ha estado haciendo lo suficiente para mantener fuera del país a los jóvenes inmigrantes.

Así que cuando el Condado de Suffolk le ofreció $500,000 a STRONG para comenzar un programa de prevención de pandillas en la Preparatoria Brentwood, Argueta dudó. “Todos esos jóvenes estuvieron desaparecidos durante meses, las escuelas no hicieron nada, la policía no hizo nada, el departamento de servicios sociales no hizo nada, ¿y se supone que hagamos las cosas mejor?”, preguntó. Zatar —quien tiene raíces dominicanas y palestinas, ojos verdes y una lengua aguda— lo corrigió: “Si no somos nosotros, Sergio, ¿quién más?”

Rahsmia Zatar, la directora ejecutiva de STRONG, en una demostración pacífica en Brentwood. Foto FACTUM/Ike Ideani

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Entre 1996 y 2002, las autoridades migratorias estadounidenses deportaron a 30,696 delincuentes convictos a Centroamérica. Muchos eran pandilleros. Más de 10,000 regresaron a El Salvador, un país del tamaño de Massachusetts, devastado por la guerra, con alrededor de 6.5 millones de habitantes. Una débil fuerza policial, veteranos desempleados y armas de fuego sobrantes crearon las condiciones para que las pandillas florecieran. Las deportaciones continuas —incluidas las más de 3 millones bajo la administración de Obama— proporcionaron un flujo constante de reclutas. A medida que la violencia estalló entre las bandas rivales y el gobierno aplicó mano dura, un número creciente de jóvenes comenzó a dirigirse hacia el norte otra vez. “Los expertos, los congresistas, aquel presidente [Clinton] no tenían ni idea de lo que era la migración circular”, escribe el periodista salvadoreño Óscar Martínez en Una historia de la violencia. “Escupieron directamente hacia el cielo.”

Argueta no discute la conexión entre la reciente ola de inmigrantes y el aumento de la violencia de pandillas. Pero quiere que la gente entienda las vidas que llevan estos chicos antes de que terminen en los suburbios. En El Salvador, en 2015, una de cada 1,000 personas fue asesinada por no pagar las cuotas de extorsión, por entrar en territorio prohibido, o incluso por marcar un gol contra un equipo de pandilleros. Huir a Estados Unidos es igualmente desagradable. El secretario de Seguridad de Trump, John Kelly, describió la migración a través de México como “una ruta al norte que rivaliza el viaje de Dante al infierno”. Narcos y bandidos asaltan a los migrantes. El 80 por ciento de las niñas son violadas. Una vez en Estados Unidos, los solicitantes de asilo pasan semanas en los helados centros de detención, se reúnen con los padres que no han visto desde pequeños y se inscriben en escuelas sobrepobladas. Muchos migrantes aprenden lo que una adolescente hondureña le dice a la escritora mexicana Valeria Luiselli en su libro Los niños perdidos: “Hempstead es un hoyo de mierda lleno de pandilleros, igual que Tegucigalpa”.

[Pasé el viernes antes de las vacaciones de primavera en la Preparatoria Brentwood, que, según datos federales, ha llegado a albergar a cerca de 750 estudiantes en los últimos seis años. Muchos recién llegados son inmigrantes que hablan poco inglés y solo tienen lo que el distrito llama una “educación formal interrumpida”, una frase que puede significar cualquier cosa: desde unos cuantos meses de retraso hasta no haber puesto un pie en un salón de clases].

Muchos migrantes aprenden lo que una adolescente hondureña le dice a la escritora mexicana Valeria Luiselli en su libro Los niños perdidos: “Hempstead es un hoyo de mierda lleno de pandilleros, igual que Tegucigalpa”.

En 2014, en el apogeo de la crisis de los menores que viajaban sin acompañantes, algunos distritos escolares de Long Island se negaron a admitir a jóvenes centroamericanos recién llegados, con el pretexto de falta de espacio y de papeleo. Ambas excusas son ilegales bajo la ley federal. El Distrito Escolar de Brentwood, el más grande en el estado fuera de la ciudad de Nueva York, no rechazó a los jóvenes, pero tuvo que batallar para acomodarlos. El distrito ya estaba afectado por los recortes presupuestarios tras la crisis económica de 2008, cuando despidieron maestros, se eliminaron los programas extracurriculares y se redujo la jornada escolar de nueve a ocho períodos. Hoy en día, la Preparatoria Brentwood solo cuenta con dos trabajadores sociales y dos psicólogos escolares para 4,533 estudiantes.

El 75 por ciento del presupuesto de la preparatoria proviene de la ayuda estatal y federal, y si bien han contratado maestros para responder al aumento de las inscripciones, el gobierno “sigue la misma fórmula”: presta poca atención a las necesidades únicas de los estudiantes inmigrantes, dijo Richard Loeschner. Alrededor de 30 estudiantes de 14 a 21 años asisten a las clases de Aprendiz del Idioma Inglés (ELL, por su siglas en inglés). Mientras que algunos tienen éxito —conocí a un joven que quiere postularse como presidente de El Salvador— otros se pasan años en el distrito sin aprender inglés; la tasa de graduación de los estudiantes ELL es del 56 por ciento. Loeschner reconoce que la escuela está perdiendo la batalla para estos jóvenes. “Están maduros para la cosecha”, dijo.

Cuando visité un salón de clases ELL, los estudiantes estaban hojeando carpetas que ellos mismos habían hecho, como un ejercicio para conocerse. Las carpetas contaban historias de pobreza, abandono, abuso, violación y asesinato. Estas historias estaban ocultas detrás de las cubiertas coloridas, escondidas entre las páginas sobre alimentos preferidos y malos hábitos. Cuando la campana sonó, los estudiantes se dirigieron hacia la puerta, conversando en español. El maestro le dio un suave codazo a un chico con rostro de niño que se había quedado dormido en su pupitre. “Trabaja el turno de noche”, me susurró el maestro.

Recogí una carpeta azul y cuando pasé la página de “Gente a la que admiro” —que incluía a Bob Marley y al poeta español Miguel Hernández— llegué a la sección “Autobiografía”. “Mi madre me dio a luz con tan solo 13 años”, comenzaba.

Claro, no fue culpa de ella, siempre he pensado que somos humanos y cometemos errores instantáneamente y pues de eso se aprende y no soy nadie para juzgarla a ella. Con el paso del tiempo, cuando tenía cuatro años, mi madre me abandonó para estar con un hombre que hoy en día es el padre original de mi hermana menor. Ella me dejó en la calle donde tuve una vida muy difícil, porque vivía, comía y pasaba todo mi tiempo en la calle. Un señor ya mayor como de aproximadamente 30 años abusó de mí y fue muy terrible pues yo no sabía nada de lo que pasaba, solo lloraba. Con el tiempo cumplí nueve años y me dio una enfermedad que me dejó en coma un mes. Mi madre llegó a reconocerme como su hijo y me pidió disculpas. Yo le dije que sí y que la quería mucho. A los seis meses ella viajó hacia este país, Estados Unidos, y me quedé solo otra vez. Al pueblo llegó un joven que supuestamente era mi hermano mayor. Él me recogió de la calle y vivía con él y estudiamos juntos hasta que un día pasó una tragedia y lo asesinaron enfrente de mí. Eso fue muy duro para mi vida, me quedé loco, estuve solo y me perdí por un tiempo. Un día que me querían matar le hablé a mi madre y ella me dijo está bien, pasado mañana te vienes a Estados Unidos.

Timothy Sini, el comisionado de policía del condado de Suffolk , habla durante una demostración de paz en Brentwood. A su espalda, usando gafas oscuras, se encuentra el fundador de STRONG, Sergio Argueta. Foto FACTUM/Ike Edeani

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Cuatro meses después del asesinato de Kayla Cuevas, su madre, Evelyn Rodríguez, visitó STRONG. Al principio se mostró escéptica sobre el enfoque de “prevención e intervención”. Lo que le sucedió a su hija, comentó, era evidencia de la decadencia social de Brentwood. “Me gradué en 1987 y había peleas, pero nada como esto”, dijo. La ola de “sudamericanos” había agotado los recursos de la ciudad e introducido un tipo de violencia que ella nunca antes había visto. El cuerpo de su hija estaba en tan mal estado por la golpiza que era irreconocible.

“Todo el mundo tiene derecho a vivir en Estados Unidos, a vivir ese sueño americano”, dijo. ¿Pero a qué costo? Argueta y Zatar escucharon con simpatía y luego le pidieron a Rodríguez que viera a los asesinos de su hija no como monstruos, sino como jóvenes con problemas quienes pudieron haber recibido ayuda oportuna.

Cuando conocí a Rodríguez en marzo, parecía atrapada entre el llamado de STRONG a apoyar a los jóvenes involucrados en pandillas y el llamado de Trump a deshacerse de la “escoria de la MS-13”. Hablamos en una sala oscura que había sido convertida en un altar para Cuevas: fotografías enmarcadas, flores de seda, trofeos de básquetbol, una estatua de porcelana de la Virgen María. El rostro de Rodríguez era ceniciento, su voz era plana, excepto cuando hablaba de Cuevas. “Kayla era un alma vieja”, dijo. En algún punto, su hijo de siete años se asomó por las escaleras del piso de arriba y pidió permiso para salir a andar en bicicleta con un amigo. “Absolutamente no”, respondió Rodríguez. Ella explicó que el parque cercano había sido cerrado desde que descubrieron que los funcionarios de la ciudad habían arrojado basura tóxica en el terreno en 2014, y los otros parques son conocidos puntos de reunión de pandilleros.

Estas flores plásticas fueron puestas cercanas al lugar donde fueron encontrados los cuerpos de Kayla y Nilsa. Foto FACTUM/Ike Edeani

Rodríguez aprecia la atención de Trump al problema de las pandillas de Long Island y apoya los planes del gobierno de endurecer la frontera y mantener fuera a los “terroristas y criminales”. Dijo que no tiene nada contra los inmigrantes: creció en Puerto Rico y tiene amigos salvadoreños “trabajadores” que quieren una vida mejor para sus hijos en Estados Unidos. “Apoyo esa causa”, dijo. “Pero esa agrupación en particular está causando mucho ruido, negatividad, asesinatos”.

Sin embargo, Rodríguez se ha unido a la lucha para llevar a STRONG a Brentwood. Ella ha pasado horas investigando en internet y viendo 60 Minutes para tratar de entender la violencia de la que huyen los jóvenes centroamericanos. “Algunos de ellos vienen de países donde sufrieron traumas, violaciones y abusos sexuales a manos de sus propios familiares”, dijo. Ella cree que las escuelas deberían hacer más para ayudar a los jóvenes inmigrantes a adaptarse y acercarse a los padres cuando sus hijos enfrentan algún problema. Rodríguez contrató a un abogado y está considerando demandar al Distrito Escolar de Brentwood por no haber mediado el conflicto entre su hija y otra estudiante. Ella afirma que su hija tuvo que esperar cinco meses para ver a un orientador académico. “No hay intervención, no hay prevención, no hay una conversación uno a uno”, dijo. “Todo lo que obtienes es un pedazo de papel que te dice que tu hijo será suspendido por ‘insubordinación’”.

Cuando STRONG organizó una reunión para los padres de Brentwood en una iglesia local, Rodríguez se sentó en la primera fila, vestida con pants y una gorra negra, y escuchó con atención. “Les decimos a las escuelas que nos traigan a los jóvenes que odian, a quienes dicen que son difíciles de integrar”, dijo Zatar, directora de STRONG. “Queremos a esos jóvenes, porque creemos que tienen un potencial que no ha sido explotado”. Rodríguez asintió. Más tarde, dijo que las escuelas a menudo etiquetan a los jóvenes como su hija como “problemáticos” por involucrarse en peleas después de que “han sufrido intimidaciones”. Según algunas versiones, Cuevas era amiga de miembros de Bloods, una pandilla negra y puertorriqueña que es rival de la MS-13. Según los testigos, no le gustaba que la intimidaran.

Le pregunté a Rodríguez si STRONG podría haber ayudado a su hija. Ella titubeó. “No”, dijo finalmente. “Kayla no era una pandillera”, le dije a Zatar y respondió sin vacilaciones: “Los chicos que mataron a Kayla tampoco empezaron como pandilleros, la sociedad los convirtió en pandilleros. Nosotros los hicimos pandilleros”.

Evelyn Rodríguez y Freddy Cuevas, los padres de Kayla, fotografiados el pasado 10 de abril. Acaban de regresar de una audiencia y el cementerio para visitar la tumba de su hija. Foto FACTUM/Ike Edeani

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El 2 de marzo, el fiscal Robert Capers anunció cargos contra 13 presuntos miembros de la MS-13 por siete asesinatos, incluidos los de Cuevas, Nisa Mickens y José Peña Hernández. Los reporteros en la conferencia de prensa cuestionaron repetidamente el estatus migratorio de los acusados: ¿Cuántos estaban ilegalmente en el país? ¿Eran menores que habían llegado solos? ¿Serían deportados? Capers dijo que diez de los acusados eran inmigrantes indocumentados, pero se negó a decir si alguno sería deportado. Más tarde, el comisionado de policía del condado de Suffolk, Timothy Sini, dijo que siete de ellos habían llegado a través del programa de menores sin acompañantes.

Los arrestos fueron una victoria para Sini, un exfiscal federal que heredó un departamento de policía plagado de escándalos y con una relación tensa con los latinos. En 2009, el Departamento de Policía del Condado de Suffolk se convirtió en el blanco de una demanda por discriminación federal después de que no investigaron a fondo varios crímenes de odio. En 2014 se produjo el arresto de un sargento de la policía del condado de Suffolk por robo a conductores latinos durante los altos en los semáforos. En 2015, el predecesor de Sini, James Burke, fue acusado de golpear a un adicto a la heroína esposado que intentó robarle pornografía y de encubrir la agresión.

Dos años antes, Burke se había retirado abruptamente de la Fuerza Especial contra Pandillas del FBI en Long Island, lo que debilitó aún más los lazos del departamento con la comunidad de inmigrantes. “Habíamos establecido vínculos con todas las células de la MS-13, fuimos proactivos porque obteníamos información sobre planes de asesinato y compra de armas”, dijo el detective retirado John Oliva a Newsday. “Aquí estamos, años más tarde, y no tienen esas fuentes”.

Cuando Sini asumió el poder en 2015, se reincorporó a la fuerza especial contra pandillas, pero ha batallado para convencer a los latinos de que la policía está de su lado. En octubre, cuando aparecieron los esqueletos de tres adolescentes latinos durante la investigación sobre los asesinatos de Cuevas y Mickens, algunos defensores de los inmigrantes acusaron a la policía de no investigar a fondo la desaparición de los muchachos meses antes. En diciembre, el alguacil del condado de Suffolk, Vincent DeMarco, invitó nuevamente a las autoridades federales de inmigración a las cárceles del condado, un hecho que revirtió una política de 2014 que prohibía tal colaboración. Recientes incursiones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) en todo el territorio han terminado en la detención de decenas de presuntos miembros de la MS-13, pero también se ha arrestado a padres y estudiantes cuyo único crimen fue cruzar la frontera.

Las familias cuyos hijos han sido citados en casos relacionados con pandillas han expresado temor de que la policía no los proteja de los pandilleros ni de las autoridades de inmigración.

Como respuesta a tales medidas, los inmigrantes están cortando los lazos con el gobierno y tratando de mantener un perfil bajo. Los departamentos de policía de Los Ángeles, Houston y Denver han anunciado un descenso en los reportes de agresión sexual de los latinos, mientras que las organizaciones de servicios sociales han visto que los inmigrantes en situación legal están retirando a sus hijos —incluidos los que son ciudadanos estadounidenses— de programas como Medicaid y los cupones de alimentos. La Oficina de Asuntos Inmigrantes de la Fiscalía del Condado de Nassau le dijo al New York Times en abril pasado que su línea telefónica de denuncias no había recibido llamadas desde diciembre. Make the Road New York, un grupo de defensa con una oficina en Brentwood, dijo que las familias cuyos hijos han sido citados en casos relacionados con pandillas han expresado temor de que la policía no los proteja de los pandilleros ni de las autoridades de inmigración.

Este miedo fue palpable cuando hablé con los padres de una adolescente que se ha involucrado con la MS-13. La joven, a quien llamaré Jenny, llegó a Estados Unidos después de que su tía y abuela la criaran en El Salvador. Ella cruzó México dos veces y fue deportada una vez antes de llegar a Estados Unidos. Después de años en Long Island, ella todavía habla un inglés descompuesto.

Cuando Jenny desapareció el año pasado, sus padres llamaron a la policía. Hasta donde ellos saben, los fiscales se negaron a presentar cargos contra los jóvenes que ellos consideran los secuestradores de su hija, incluso cuando Jenny regresó a casa drogada y con lágrimas y confesó que había estado en una relación sexual con un pandillero varios años mayor. Desde entonces fue arrestado por asesinato. Los padres de Jenny tienen miedo de regresar a la policía después de que circulen informes de que las autoridades locales están colaborando con las autoridades de inmigración.

Tales historias frustran a Sini. Ha subrayado que el departamento investiga todos los reportes de personas desaparecidas y nunca indagan sobre el estatus migratorio de las víctimas o testigos. Sini se ha ofrecido a hacer “cualquier cosa” a cambio de información sobre pandillas, incluida la reubicación de viviendas y los beneficios de inmigración.

Jenny, por su parte, parecía molesta por la angustia de sus padres. “Mi casa es como una prisión”, dijo, mientras ponía los ojos en blanco. Ella me mostró videos de rap amateur de miembros de la MS-13 en Long Island y confesó que confía más en los pandilleros que en los estudiantes y ciertamente más que en los consejeros escolares o los policías. “Si eres leal a la pandilla, no te traicionan”, dijo. Lamentó las recientes detenciones de miembros de la MS-13. “La escuela no es tan divertida sin ellos”.

La sala familiar de los Rodríguez se ha convertido en un santuario para Kayla: trofeo de baloncesto, tarjetas hechas a mano e imágnes de santos. Foto FACTUM/Ike Edeani

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En diciembre de 2015, de acuerdo con documentos judiciales obtenidos por el grupo de investigación Insight Crime, líderes la MS-13 de varios estados se reunieron en Virginia para diseñar un plan para la expansión de la pandilla en Estados Unidos. De vuelta en El Salvador, una tregua entre las pandillas y el gobierno se había desmoronado y la policía estaba librando una guerra contra estos grupos. La MS-13 necesitaba ayuda para comprar armas (a diferencia de los cárteles mexicanos, las pandillas centroamericanas subsisten sobre todo de la extorsión. No es un modelo de negocios lucrativo: la mayoría de los pandilleros ganan menos de 10 dólares a la semana).

La cumbre preocupó a las autoridades estadounidenses, que ya se estaban dando cuenta del nivel “sin precedentes” de actividad de la MS-13 en la Costa Este. Culparon al fracaso de la tregua con las pandillas, al aumento de la violencia en Centroamérica y al subsecuente pico de inmigración. Sin embargo, según el FBI, la MS-13 solo cuenta con unos 200 miembros hardcore en Long Island y entre 6,000 y 10,000 miembros en Estados Unidos, el mismo rango que en 2004, y una fracción de los 40,000 miembros estimados en El Salvador .

La pandilla todavía existe en suburbios como Brentwood porque cada vez que los policías detienen a un grupo violento, nuevos miembros toman su lugar. El sargento Mike Marino, jefe del equipo de investigación de pandillas del Condado de Nassau, cree que la “inmigración sin control” es parcialmente culpable, pero admite que la gran mayoría de los jóvenes indocumentados no son miembros de pandillas cuando entran al país. “Digamos que la cantidad de miembros de pandillas que llegan es del cinco por ciento, lo cual es todavía manejable para las autoridades”, dijo Marino. “Cuando empiezan a reclutar a jóvenes aquí se convierte en un problema”.

Un detective vestido de civil sentado a mi derecha señaló a varios presuntos miembros de pandillas acusados en los asesinatos de Cuevas y Mickens. “Después de un tiempo, empiezan a mezclarse”, dijo el detective.

Esta es una distinción importante, cuenta Victor Ríos, sociólogo y ex miembro de una pandilla de Los Ángeles. Su libro, Human Targets, sostiene que la policía y las escuelas a menudo empujan a los jóvenes a las pandillas en lugar de alejarlos de estas. “Si queremos que los delincuentes juveniles que venden heroína, realizan violaciones colectivas o roban vehículos se reformen y trabajen hacia el desarrollo de vidas productivas, entonces las instituciones —especialmente las escuelas y los cuerpos policiales— deben encontrar maneras de mejorar la calidad de sus interacciones con estos jóvenes”, agrega.

Uno de los problemas más grandes, dice Ríos, es la tendencia a agrupar a todos los miembros de las pandillas, cuando, en realidad, existen dos tipos distintos: un pequeño núcleo que comete actos violentos extremos y una periferia mucho más amplia que trata de encajar: jóvenes como Jenny. “La mayoría de los pandilleros eventualmente superan a la pandilla, pero cuando nuestro mensaje es simplemente ‘erradicar, encarcelar y deportar’ sin una estrategia doble que brinde apoyo al segundo grupo, se corre el riesgo de perderlos y crear una situación de crimen y violencia perpetuos”, dice.

Sergio Argueta es consciente de que esto sucede en Long Island. Él ha sido un trabajador social en la Preparatoria Uniondale desde 2014 y el otoño pasado dos de sus estudiantes murieron en tiroteos relacionados con pandillas. También conocía a los estudiantes que fueron arrestados por los asesinatos. Ninguno era miembro de una pandilla cuando los conoció hace unos años. Todos le dijeron que querían evitar ese estilo de vida.

“Su transición fue tan rápida; fue alucinante”, dijo Argueta. “Así que ahora estoy probando todos los enfoques: el amor duro, ser un consejero empático, ser el amigo buena onda. Estos son los enfoques que han trabajado para mí en el pasado, pero ya no están funcionando”.

Argueta espera construir una red de seguridad más resistente en Brentwood, donde se espera que el programa de la preparatoria creado por STRONG comience el próximo otoño (el condado de Suffolk aún tiene que finalizar el contrato, mientras que el estado de Nueva York prometió destinar $300,000 adicionales). Jenny me parece una candidata ideal. Su padre se preocupa de que no llegue tan lejos. “En este momento, estoy esperando a que la maten”, dijo. “Ellos saben por dónde camina y de qué autobús se baja. Le he dicho: ‘Hija, si te están amenazando, dame sus nombres y todos sus datos’. Pero ella no quiere decirme nada, es pasiva frente a todo lo que está pasando aquí”.

Empleados de STRONG y miembros de su programa durante evento por la paz. Foto FACTUM/Ike Edeani

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El 10 de abril, Evelyn Rodríguez se sentó en la primera fila de la corte federal donde los miembros de la MS-13 acusados de los asesinatos de Cuevas, Mickens y Peña Hernández estaban compareciendo ante un juez. Los 11 acusados llevaban uniformes de prisión naranja, verde y blanco, y se les dieron auriculares para que pudieran escuchar traducciones al español de los procedimientos. Algunos sonreían y bromeaban. Otros estaban al borde de las lágrimas. Un detective vestido de civil señaló a Selvin Chávez, a Enrique Portillo, a Jairo Sáenz y a Alexi Sáenz, quienes están acusados de los asesinatos de Cuevas y Mickens. “Después de un tiempo, empiezan a mezclarse”, dijo el detective. Su compañero sonrió. “Este es solo un lote”, comentó. “Es algo que ocurre por temporadas”.

Fuera de la corte —un impresionante edificio blanco que se eleva sobre el bosque circundante—, Argueta, Zatar y unas cuantas decenas de padres llevaron a cabo una manifestación en favor de la paz. Llevaban carteles con mensajes de esperanza: “Conviértete en lo que necesitabas cuando estabas creciendo, no más violencia, #BrentwoodSTRONG”. Argueta tomó el micrófono e hizo un llamado a apoyar a los pandilleros jóvenes: “Habrá personas sentadas a ambos lados de la sala de la corte y el hecho es que hay muchas similitudes entre ambas familias”, dijo. “Necesitamos impedir que el siguiente individuo termine en un agujero de dos metros de profundidad o en una celda de dos metros de ancho.”

Después de la comparecencia, Rodríguez compró flores y se dirigió a la tumba de Cuevas. Argueta fue a casa a pasar la tarde con sus hijas. La temperatura subió a 21 centígrados y, por primera vez desde los asesinatos, las aceras de Brentwood se llenaron de jóvenes que andaban en bicicletas y patinetas.

Dos días más tarde, encontraron otros cuatro cuerpos.

Sarah Esther Maslin es una periodista freelance con sede en San Salvador. Puedes seguir su trabajo aquí.

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