La magia del tiempo en un ministerio

“El Ministerio del Tiempo” es una bomba, una de las series televisivas más caras producidas por Televisión Española. Cuenta las aventuras de unos burócratas que trabajan viajando por puertas que los conducen a otras épocas para salvaguardar la historia del reino –o la breve de la república– y, en el afán, contarnos lo difícil que es salvar a los hombres de su propia estupidez. Pueden encontrar esta serie en Netflix y en septiembre se estrenará en la televisión local salvadoreña.

[Alerta spoiler: la siguiente reseña describe momentos específicos de la serie de televisión “El Ministerio del Tiempo”]

Fotos FACTUM/Tomadas de Netflix


Miguel de Cervantes, el prodigioso manco de Lepanto, y Lope de Vega, el fénix de los ingenios, los dos más grandes de las letras castellanas, muertos de la envidia que sienten por el otro, deciden fajarse a duelo con dos candelabros como únicas armas mientras se acribillan a insultos que, como están dichos, suenan a frases de folletín.

Una mujer joven entra sin avisar al cuarto en que los titanes se baten para increparlos por pelear. «Parecéis dos niños malcriados… Sois dos grandes de España… Lo que daría una mujer por tener la oportunidad de escribir como vosotros podéis hacerlo», les dice la dama, que se llama Amelia Folch.

Las palabras de Amelia, leída la historia del siglo XVI, el de Cervantes y Lope, parecen poco probables: no eran aquellos tiempos en los que una mujer pudiese largar así sus pensamientos y reclamos. Pero aquí, en esta fantasía, esto y muchas otras cosas son posibles.

La señorita Folch es un personaje ficticio; una joven catalana nacida en las postrimerías del XIX, una de las primeras mujeres de su país que cursó estudios universitarios, amante de las letras y precursora de los derechos de género. Es, también, funcionaria y jefa de una patrulla del Ministerio del Tiempo, una secretaria del Estado español cuyos empleados viajan por el tiempo para corregir detalles que pueden descarrilar la historia de España tal como está registrada. El talento de Aura Garrido, la actriz que interpreta a Amelia Folch, es enorme.

Los funcionarios viajan por puertas que llevan de unas épocas a otras, siempre en territorio español, que dependiendo del siglo incluyen, además de la península, a la América continental, Filipinas o Cuba.

La premisa de la serie, que es la combinación en un solo espacio dramático de usos, costumbres y giros lingüísticos diferentes que hacen parte del todo histórico que es el mundo hispanohablante, da muchos juegos. Y los tonos que sus creadores han escogido para jugarlos descansan en la narrativa dramática, pero también pasan a menudo por inteligentes registros humorísticos.

Inteligente es, sin duda, el regaño de Amelia Folch a don Miguel de Cervantes y a Lope de Vega. O, a lo largo de toda la serie, los giros constantes de personajes que intentan, a veces sin demasiada suerte, maniobrar con un teléfono móvil cuando su siglo original de residencia es el XVI.

Alonso de Entrerríos, un espadachín que como el Diego Alatriste de Pérez-Reverte se batió por dios y rey en los tercios de Flandes, es compañero de patrulla de Amelia Folch. Y su subalterno. Durante toda la primera temporada el juego entre el soldado acostumbrado a la vida puta de las barracas, católico devoto, lo pasa muy mal cuando se entera de que debe recibir órdenes de… una mujer.

También está Irene, burócrata lesbiana que lleva las riendas logísticas del ministerio mientras pasea de época en época en busca de aventuras románticas. En su época original, 1961, durante la dictadura franquista, Irene era una ama de casa sumisa, reprimida. Hay muchas narrativas actuales en esta serie, y la de la reivindicación de género es, con mucho, de las más privilegiadas.

Cada capítulo tiene, como debe de ser en las buenas series televisivas, vida propia, pero cada temporada está ligada por subtramas dramáticas que, en general, tienen que ver con las intimidades de los protagonistas y los estragos que en ellos va causando conocer, de primera mano, las mezquindades de los poderosos que suelen escribir las líneas finales en los libros de historia.

El humor, decía, es esencial en esta serie, llena de guiños que parecen destinados a burlarse un poco de esos pecadillos y pecadotes del ser español que tan bien han codificado autores como Arturo Pérez-Reverte. Hay homenajes –y no pocos– al creador de Alatriste y al personaje mismo. Una de las principales vetas es la burla que los personajes hacen de sí mismos y de la cultura burocrática cuando se quejan por vacaciones que no les dan, por sus sueldos o por el costo de los vestuarios que tienen que usar para estar a tono con los tiempos.

Buena parte del humor viene también de guiños que pasan rápido pero quedan grabados, como cuando el jefe de todos, el ministro del tiempo, cuenta que una misión importante fue convencer a Pau Gasol de que no estudiara medicina y se dedicara al baloncesto.

Hay, además, capítulos de gran factura técnica, como el primero de la última temporada, en la que los viajeros en el tiempo tienen que asegurarse de que espías rusos no atenten contra Alfred Hitchcock, el maestre del cine de suspense, durante el estreno de su película “Vértigo” en el festival de San Sebastián en 1958. El capítulo está rodado con infinidad de guiños al maestro: planos cenitales, banda sonora intensa, humor negro.

Pero la trama central que subyace en las tres temporadas que duró la serie –las dos primeras a cargo de TVE, la tercera con participación de Netflix– es la pregunta eterna por la caducidad propia, por el papel de uno, el individuo, en el tinglado inefable de los encuentros y desencuentros que han construido las historias de la Historia con mayúscula. Todos los protagonistas, al saberse capaces de viajar en el tiempo, terminan atribulados por la posibilidad de cambiar lo malo del pasado, el suicidio de un padre, la muerte de una esposa, los giros que llevaron a la soledad. Y al final, el gran mérito de esta serie es que aborda estos asuntos con una liviandad asombrosa, que no es irrespetuosa ni facilista, sino más bien humilde: el hombre es, al final, uno, capaz de influir en su entorno, en sus felicidades y miserias y poco más.

Mucho solemos quejarnos –yo el primero– de la falta de originalidad en la industria audiovisual actual. Pues bien, en el mundo actual de Netflix y cadenas productoras similares, joyitas como el Ministerio del Tiempo son cada vez más comunes.


*Ojo: “El Ministerio” es desde el inicio un producto de Televisión Española, pero sus costos y la dictadura de los ratings hicieron inviable que la cadena pública continuara sola. Netflix llegó al rescate, al menos para la producción de la temporada final.

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