Zombis

«Conozco el lugar donde vive un muchacho que llaman “El Loco”. Se pasa los días soñando y mirando partidos de fútbol. Y dicen que ‘anda de viaje’, que vive aislado del mundo. Sus compañeros también son extraños, así como él…»

Adaptar la canción de Alux Nahual es un ejercicio barato e incompleto. Se acerca, pero no retrata a la perfección la lepra que infesta al ejército de zombis que integramos cada cuatro años. El fútbol, práctica mundial maníaco-compulsiva de apropiarnos de glorias ajenas, festejos que creemos merecernos como justo premio a la obsesión que ofrendamos: el amor por un juego que comenzó con la inocencia y la fraternidad del orgullo de arrabal y que sigue vivo ahí en la inocencia de un mascón callejero, en un “gol/saca/gol”, en un duelo fraticida con chimbomba plástica ‘de a peseta’; un gozo callejero que ha sido raptado por mezquinos buitres, rapaces del gozo, siempre hambrientos, siempre en las sombras, avaros por más varo.

Me recuerda al caso de un amigo al que conocí en la adolescencia, el mismo al que toda la colonia juzgaba sin piedad. Su novia, cuerpo inquieto y repartido a la garduña del antojo, le ponía “los cuernos” siempre y cada vez que se le antojaba. Prorrateaba caricias, más no amor. Pero la pareja siempre volvía. Se aferraban mutuamente a desafiar “la moral y las buenas costumbres”. Él, gustoso y feliz, aceptaba una dinámica incomprensible por el orgullo testosterónico, las normas del barrio. Ahora me animo a llamarle “cuernos” porque sé que jugaban a no darse cuenta, aunque esa fuera la única cláusula que incumplieran: mirar para otra parte, pero con el corazón a las brasas. Machistas de caverna, hombres y mujeres decadentes ‘buleábamos’ a mi amigo. Jamás reparábamos en que el primero en enterarse de cada infidelidad era él. «Dando y tomando, no cabe engaño», pensábamos, incautos, pero la dinámica de aquella pareja era bizarra. A él no se le antojaba andar de picaflor ni tampoco ser un gendarme de los actos de su amada: quererla y que ella lo quisiera era más importante que construirle una prisión al apetito; a ella, en cambio, le ganaba la urgencia por vivir de prisa. Ella era quien mejor entendía el pacto implícito. Sabía, sobre todas las cosas, que su existencia era la droga favorita del partner in crime. Y sabía, con la sabiduría que solo entienden las felinas fatales, que en toda relación siempre hay alguien que expone más al corazón… Y no sería ella.

Duraron algunos años, creo. La verdad es que les perdí la pista. No sé en qué habrá terminado algo que estaba destinado a palmar, como siempre palman las cosas que van a contracorriente. Éramos jóvenes y comenzábamos a entender que todo aburre en la vida. Lo cierto es que, desde que los conocí, y aunque jamás les vi interés alguno en el fútbol, siempre los recuerdo con la llegada de un nuevo mundial. Su pacto implícito es muy parecido al que los zombis tenemos con el juego más popular del planeta.

Sabemos que el fútbol nos engaña, bien, bonito y sin disimulo; pero volvemos. Hemos visto a Blatter, Wagner, Platini, Rajo y Carrillo convertirse en superhéroes de ‘La Liga de la Injusticia’. Hemos soportado que los que juraron representarnos con dignidad prefirieran ser congruentes con la miseria de la subsistencia –nuestro máximo  leitmotive– y que lo vendieran todo, desvalijando la casa, amañando.

Hay quienes se empeñan en defender que la tecnología no es necesaria en un juego perfectamente corruptible. Hay otros que incluso celebran que Neymar gane $43,200 dólares por cada noche que se va a la cama, pero se las ven a palitos para llegar a fin de mes, cuando aprieta la tripa y no alcanza ni para la Maruchán. También sabemos que hay un precio en vidas humanas que sufraga la construcción de los estadios en Qatar, en sedes pautadas con sobornos asquerosos. Y preferimos mirar hacia otra parte, pero con el corazón a las brasas.

Despotricamos ante la infamia, cascarrabiamos, hacemos pataletas inútiles en Facebook. Nos revolcamos en el lodazal esparcido por todo lo ancho del  Planeta de los Cerdos. Vamos luego y nos quejamos con cada escándalo de arbitraje. Pero cada cuatro años volvemos a creer…

Cada cuatro años volvemos a gastar lo que no tenemos en estampitas de Panini; volvemos a hacer quinielas y profecías de qué ocurrirá con 32 naciones que no tienen interés alguno en representarnos; soportamos narraciones lacerantes infligidas por presentadores televisivos que de recién nacidos, sin duda, se resbalaron de los brazos de sus parteras; nos encandilamos con el aleteo y el remo de unos vikingos islandeses que en tribuna nos recuerdan que en El Valhalla también juegan al fútbol; nos entregamos al placer del glorioso triunfo que representa el infaltable fracaso mexicano en el cuarto partido; repasamos las viejas glorias del ayer y hablamos con la propiedad de un erudito acerca de jugadores que, en realidad, nunca vimos y que ni siquiera Youtube ha podido rescatar. Nos apartamos del resto del mundo, ahí donde viven los que perdieron su alma apostando a la ruleta rusa de la seriedad.

Resolvemos que, por un mes, nos toca ser los más felices y vivir ebrios de nostalgia.

Los adultos nos volvemos a sentir niños. Y los niños sueñan con la gloria que alcanzarán al volverse adultos.

Pero a diferencia de mi amigo, el de la adolescencia, nuestro pacto con el fútbol no está destinado a palmar. Hay zombis a los que nunca nos va a llegar la madurez. Con cada escándalo de arbitraje o corrupción nos cortan la cabeza. «Así se mata a un zombi», dicen. Pero olvidan que este Alzheimer de la ingratitud nunca palma. Somos ajolotes de Xochimilco. Cada junio bisiesto nos regeneramos. Por eso somos zombis.