Ya no somos pandilleros

Está ocurriendo en las calles, en las comunidades todavía controladas por las pandillas y en las cárceles segregadas, un fenómeno que, pese a la incredulidad inicial, ha sido reconocido por las propias autoridades penitenciarias: cientos de pandilleros están abandonando sus estructuras, renegando de ellas, tras abrazar la fe dentro de las iglesias evangélicas pentecostales. En el penal de Gotera, cerca de 500 miembros del Barrio 18 se han retirado y dicen ya no tener relación alguna con esa pandilla. En algunas comunidades de San Salvador, exmiembros de la MS-13 predican en territorios rivales sin esconderse. ¿Está preparado El Salvador para este fenómeno sin precedentes? 

Foto principal de FACTUM/Pandilleros retirados al interior del penal de Gotera (Cortesía)


El Señor J es un temerario. Esta tarde tiene un micrófono en la mano y está gritando. Sus gritos se estrellan contra las paredes marcadas con grafitis y hacen zumbar los oídos de su audiencia, se cuelan por los callejones y los techos de lata de esta comunidad inhóspita. Grita. Llama a  los pandilleros “cobardes y mentirosos”. Dice que la pandilla es una farsa. Y habla con propiedad: durante once años fue un homeboy del Barrio 18 y llevó las riendas de una comunidad como en la que está parado ahora. Desde aquí intenta, ayudado por cuatro parlantes enormes, arrancarle piezas a la que fue su pandilla.

El señor J es un temerario. Pero no es el único.

–¡Amén, hermanos! ¡Este día traemos un mensaje transformador, hermanos! Nosotros que en otro tiempo fuimos pandilleros… ¡El diablo nos pagó mal! Por eso yo le digo al joven que me escucha: ¡El pandillero no es tu amigo! ¡Cristo puede cambiar al pandillero!

La audiencia asiente con la cabeza. Medio centenar de mujeres y hombres apiñados en un callejón tan estrecho por el que no pasaría ni un carro le aplauden y cierran sus ojos, aprietan los puños, levantan los brazos, se mueven en sus asientos y le rebotan sus palabras con otras igual de jubilosas: ¡Aleluya!

El culto avanza y el señor J se mofa agriamente de los códigos pandilleros.

–“¡Ya vas a ver mi perro!”, le dice uno a otro, “aquí nos vamos a morir los dos juntos”, se dicen… ¡Mentiras del diablo! ¡Ni ha sonado el primer balazo cuando ya se ha corrido el aguacate!

El Señor J ignora por momentos a sus oyentes, que están cada vez más eufóricos en sus asientos de plástico, y parece buscar con la mirada a alguien, voltea hacia arriba y luego mira al suelo, como si hablara con otras personas, en otro lugar, en otro tiempo. Su mirada es furiosa y arisca. Del cuello de su camisa blanca se asoma una maraña de tatuajes antiguos que hablan de otra vida, de tiempos más salvajes.

Y vuelve a gritar. Grita esto en un país donde la gente, por miedo, no dice la palabra pandillero, donde la gente susurra y se refiere a ellos como “los muchachos”, y donde la ley callejera para mantenerte vivo se resume en “ver, oír y callar”. Las palabras del señor J son particularmente fuertes porque las grita en una de las comunidades que durante décadas ha sido bastión del Barrio 18, y donde su control es total. Y, no menos importante, porque salen de la boca de un hombre que se arrepiente de su pasado, de su pandilla, uno de tantos que forman un fenómeno poco conocido, uno que se extiende por comunidades donde el Estado es un accesorio, un movimiento que ha llegado incluso a los penales exclusivos para pandilleros y amenaza con crear un cisma: los retirados, los que abandonan sus pandillas por medio de las iglesias evangélicas pentecostales.

El Señor J termina su prédica furiosa con un “¡Gloria a Dios!” y suelta el micrófono con desdén, como quien deja sobre la lona a un oponente vencido.

Es un temerario y no es el único.

Desde su silla de plástico, Largo mira todo muy serio. Todavía va ataviado con las ropas propias de un homie y se le hace casi imposible cubrir los tatuajes; sería casi taparse a sí mismo. Esta no es su comunidad, pero está acá desde diciembre, cobijado por la iglesia que organizó este alboroto en los estrechos callejones. Recién ha salido del penal de San Francisco Gotera y es una prueba viviente de ese fenómeno carcelario que podría cambiarlo todo para los dieciocheros. Que podría cambiar las cosas en El Salvador.

Culto de una glesia pentecostal en una comunidad del Área Metropolitana de San Salvador, un  territorio dominado por la pandilla Barrio 18 Revolucionarios, el 8 de enero de 2017.
Foto FACTUM/Miguel Lemus

La nueva clica de San Francisco Gotera

Año 2012. Centro penal de Izalco. Un pastor, que estaba preso, cayó en pecado. El hombre que dirigía la iglesia evangélica “La Final Trompeta”, y cuya feligresía estaba compuesta por decenas de pandilleros retirados del Barrio 18, falló. Durante dos años, diariamente, este pastor animó a un puñado de cincuenta hombres a no ver atrás, a alejarse de la pandilla, a olvidarse de ella.

Los que allí estuvieron cuentan que sus cultos eran grandiosos y llenos de “dones”, que ahí se hablaban lenguas, se sanaban enfermos, que se vivía en carne propia la presencia de un espíritu misterioso que los alejaba cada vez más de la pandilla. Esa iglesia penitenciaria crecía ante la mirada inquisitiva de los jefes pandilleros que, abrumados, se limitaba a guardar silencio. Pero el pastor cometió un pecado -aún desconocido- y por ello perdió credibilidad.

El movimiento quedó sin guía. Sin embargo, un nuevo pastor emergió de la feligresía reclusa. Quien tomó el bastón era un expandillero joven: 23 años de edad y apenas cinco de ser pandillero. Su nombre es Carlos Montano. Con él comenzó el verdadero levantamiento, la retirada de decenas y decenas de hombres y jóvenes que ahora reniegan de las pandillas y dicen ya no pertenecer a ellas.

Pero cuando la iglesia empezaba a dar nuevos impulsos de crecimiento sobrevino otro cambio: los traslados masivos de 2013 desde Izalco hacia otros penales llevaron a estos arrepentidos hasta el sector cinco del penal de San Francisco Gotera, en Morazán. El cambio no detuvo nada: en Gotera ahora mismo hay cerca de 500 pandilleros retirados –quinientos-, algo que es reconocido y confirmado por el propio director de Centros Penales.

Este movimiento surgió pese al sistema carcelario salvadoreño, caracterizado por el poco interés para la rehabilitación de pandilleros. El precedente más cercano del Estado salvadoreño para rehabilitar a miembros de pandillas se llamó “Mano Extendida”, durante el quinquenio 2004-2009, y se trató de una granja penitenciaria que en su máximo esplendor llegó a albergar a 20 jóvenes, que posteriormente fueron abandonados. Esta iniciativa se dio en el marco de una estrategia llamada “Súper Mano Dura”, la versión aumentada del plan “Mano Dura” del gobierno anterior, cuyo afán represivo condujo a más hacinamiento carcelario.

En el sector cinco de Gotera, las prédicas fueron cada día más intensas, los cultos más largos y los misterios, los dones, los espíritus y las lenguas cada vez más presentes. Hasta que el recinto ya no fue suficiente para albergar a la iglesia y sus feligreses. La administración del penal, desconcertada, tuvo que destinarles otro sector, y luego otro.

Montano, que salió de la cárcel de Gotera hace poco más de tres meses, lo recuerda así: “Eso fue la explosión. Eso fue la bomba que reventó en el penal. Porque fue una situación nunca antes vista. Llevar a casi 500 jóvenes a una decisión de decir ‘yo no vuelvo más a la pandilla, yo no soy pandillero, ya no estoy sujeto a mi palabrero ni a la pandilla… si traen hermanos de las dos letras (MS) yo convivo con ellos… Si vienen a quitar los tatuajes yo me los quito’. Vos sabés que no es fácil, si hablás con gente activa no va a entender de esto”.

El retiro masivo surge en un momento en el que Estado salvadoreño tiene sobre la mesa un proyecto de ley que aspira a la rehabilitación de pandilleros. Se llama “Ley para Prevención de Incorporación y Retiro de Miembros de Pandillas y Colaboradores”, un documento presentado el 23 de abril de 2015 a la Asamblea Legislativa y que desde entonces está en discusión.

La versión oficial es que esta ley busca crear programas de participación voluntaria y obligatoria para pandilleros, colaboradores y personas en riesgo de convertirse en cualquiera de los dos anteriores, para “rehabilitarlos”. Sin embargo, basta leer el borrador para entender que, en la práctica, las cosas podrían ser muy diferentes. En resumen, esta ley  daría  la facultad a la policía para capturar a cualquier persona que tenga la “posibilidad” de convertirse en colaborador de una pandilla, “ya sea por voluntad propia o de forma obligada”. Es decir, teóricamente, todos los habitantes de los barrios y zonas marginales de El Salvador, podrían ser encerrados en un nuevo modelo carcelario al que han decidido llamar “Centros de Internamiento Especial”.

Desde el traslado, la iglesia “La Final Trompeta” saca al menos un homeboy de la pandilla cada mes. Hasta finales de diciembre de 2016 eran casi 500 pandilleros retirados. Este fenómeno es reconocido incluso por el director general de Centros Penales, Rodil Hernández. Él mismo lo llama así: “un fenómeno”. Consultado por Factum, el funcionario confirmó que el número de pandilleros convertidos actualmente sobrepasa los 400 al interior de Gotera. Sin embargo, tal como lo ha hecho su gobierno, duda de que esta conversión signifique una ruptura con la pandilla.

Hernández dijo esto a principios de enero de 2017: “Yo no puedo asegurar que todos los que están ahí sean retirados y que ya no pertenezcan a la pandilla, pero sí puedo decir que existe un número de pandilleros que al menos verbalmente han expresado que se ha convertido al evangelio”.

Pero lo que pasa con los reclusos de los sectores cuatro, cinco y seis del penal de Gotera es diferente a la figura del “calmado”, aquellos pandilleros que dejan la violencia para entrar en un estado más pasivo, incluso como parte de una iglesia, pero aún dentro del grupo. No. Los de Gotera dicen ya no ser pandilleros. Dicen estar fuera de la estructura. Dicen ya no pertenecer al Barrio 18.

En los dos últimos años del reporteo para este material, la mayoría de los casi 150 pandilleros retirados entrevistados hablan mal de su vida pasada, dicen ya no ser homeboys y ya no querer serlo nunca más. De estos, los que han emergido del movimiento de Gotera no solo se dicen afuera de la estructura; arremeten con prédicas demoledoras al grupo que, según ellos, les arruinó la vida, les robó la juventud.

No todos los pandilleros activos están de acuerdo con el movimiento, con el hecho de permitir esta fuga. Al menos dos “tribus” dentro del Barrio 18 han lanzado amenazas. Aunque hasta el momento no ha habido acciones concretas.

La última vez que la pandilla abominó a un grupo de similares proporciones, esa vez en el penal de Mariona (La Esperanza), en 2004, nació la facción revolucionaria del Barrio 18. Lanzarse contra los retirados de Gotera representaría una fractura más entre los dieciocheros.

Ni los pastores ni las iglesias en los penales son algo nuevo. Pero en la cárcel de Gotera, con capacidad para poco más de mil reos, los casi quinientos arrepentidos son un fenómeno sin precedentes. Para esto ni la pandilla, ni el Estado estaban preparados.

El Señor J y su biblia. Foto FACTUM/Miguel Lemus

El dirigente del Movimiento Iglesias Evangélicas Unidas por la Paz, Sail Quintanilla, asegura que desde hace años hay un pacto tácito con las tres estructuras pandilleras del país: la Mara Salvatrucha y las dos facciones –Revolucionarios y Sureños– del Barrio 18. Ese pacto, no formalizado en documentos pero vigente en el código de los barrios y comunidades, básicamente estipula que los pandilleros que deserten serán perdonados… siempre y cuando sean cobijados por una iglesia evangélica. Este pacto cobra mayor importancia ahora, cuando cientos de pandilleros abandonan sus clicas para buscar un lugar en una sociedad desangrada, adolorida y profundamente marcada por la violencia de las pandillas.

Esas mismas estructuras que han tenido el pacto tácito ahora ofrecen al gobierno salvadoreño un pacto más formal. La MS-13 ha ofrecido incluso su desarticulación, al igual que lo ha hecho la facción Sureños del Barrio 18, como su oferta para dialogar con el gobierno.

Quinientos hombres que dicen haber dejado las pandillas. Muchos más de los que el Estado, las oenegés y la cooperación internacional han logrado con sus intentos de rehabilitación en El Salvador.

El Estado tiene su propia versión de rehabilitación carcelaria más allá de las pandillas. Le llaman “Yo Cambio”, un programa que inició en 2015 destinado a la población carcelaria en general. Es una combinación entre proyectos de capacitación laboral con cultura de paz. Aprenden a tallar madera, manualidades, operación de maquinaria industrial a la vez que les enseñan a resolver sus diferencias a través del diálogo y la empatía. No está diseñado para pandilleros y hasta ahora no ha dado frutos capaces de transformar la situación de violencia ni dentro ni fuera del sistema penal.

“Estamos firmes en la pandilla. Firmes. Preferimos morirnos como pandilleros, en honor a las dos letras, que recular”, dijo en enero de este año a Factum un miembro de la MS-13, beneficiario de este mismo programa en el centro penal de Apanteos, la cárcel estandarte del “Yo Cambio”.

Algunos miembros del movimiento de Gotera han cumplido sus penas y han regresado a las calles. Buscan refugio en pequeñas iglesias pentecostales y proféticas, tal como hizo Largo, y continúan su misión de mostrar a otros que es posible empezar de nuevo.

El director general de Centros Penales dijo también que pronto iniciarán nuevas medidas para agrupar a los reos según el delito que purguen. Hernández aseguró que los miembros del movimiento de Gotera serán mezclados con los pandilleros activos del Barrio 18 sin distinción.

La iglesia de los arrepentidos

Largo y los feligreses han entrado ya a la cresta de la euforia. Ya hay gente orando en murmullos, con los ojos cerrados. Los hijos del señor J cantan canciones cortas y los parlantes hacen lo suyo elevando sus voces por toda la comunidad.

La Señorita Z ha escuchado todo muy atenta. Está sentada unas cuantas sillas delante de Largo. Va ataviada al más clásico estilo evangélico pentecostal. Falda larga, camisa sin escote, zapatos sencillos sin tacón. Un velo blanco de encaje corona una hermosa cabellera negra y rizada. No ha abierto la boca. Está en las primeras sillas y se podría decir que está nerviosa. Tiene las piernas muy juntas y los dedos de las manos entrelazados. Le ofrecen el micrófono, levanta los ojos tímidos del suelo y con pasos cortos se presenta frente a los oyentes. Y entonces se transforma.

Una correntada de adrenalina la sacude y grita a todo pulmón con un vozarrón que retumba por los callejones. “¡¿Quien vive?!”, pregunta. Todos responden al unísono con la misma fuerza arrolladora con que fueron increpados: “¡Cristo vive!”

Su prédica pareció más un concierto de rap. La señorita Z está exhausta. Fue intenso. Su iglesia la rodea y la observa con aprobación. Gritó fuerte, al igual que el señor J. Lo hizo así para que la escucharan quienes hace poco ordenaron su muerte. La señorita Z fue parte del Barrio 18 en esta misma comunidad y fueron esos mismos pandilleros, sus excompañeros, quienes iban a matarla.

La señorita Z perdió un paquete de droga durante un operativo policial y la pandilla decidió que el descuido se pagaba con la vida. Hubiera sido una más en la larga lista de víctimas femeninas del Barrio 18 de no ser por el grupo de retazos humanos que le abrió las puertas. Quienes la salvaron fueron los miembros de la iglesia Cristo Viene, una especie de muertos vivientes, una tropa de gente de pasados oscuros, salidos desde lo más bajo de la condición humana.

Foto FACTUM/Miguel Lemus

Quien dirige la iglesia es una rareza entre rarezas. Un hombre cuya vida contradice casi todos los dogmas que académicos y funcionarios repiten sobre las pandillas.

Es el turno de Pastor.

Un hombre robusto y pequeño está parado frente a la congregación, cerca de una de las cuatro enormes bocinas que hacen retumbar la prédica por toda la comunidad. Viste una camisa color vino y una corbata ajustada con un nudo perfecto. Su cabello bien peinado hacia atrás y su pantalón beige impecable. Pastor es quizá el más extraño de los seres que conforman esta iglesia.

Esta tarde, el señor J no es el único que luce tatuajes. Pastor también los tiene. Pero a diferencia del primero, los de Pastor no son un número 18. Debajo de la camisa color vino de  Pastor hay también dos manchas: una Eme y una Ese. Cuesta creer que estén juntos y no estén intentando matarse.

Y no solo eso, ambos se ensalzan y se aplauden. Se llaman hermanos. Hasta parecen quererse.

Solo pensar que alguien con un tatuaje de la MS se ha metido a esta comunidad es un pensamiento que evoca sangre, pero Pastor es más que eso.  Es un ex pandillero de la MS que vive y predica a diario en esta comunidad. Acá donde en cada esquina hay al menos dos muchachos de mirada altiva y ropas holgadas que hacen sentir la presencia del Barrio 18. La teoría sobre pandillas dice que el odio entre estos grupos es tal que la entrada de un rival estaría marcada por tambores de guerra.

Hay una pregunta que es imposible no hacerle a Pastor: ¿Cómo es que no lo han matado? A esto, Pastor solo sabe responder una cosa: “Es que camino con el Señor. Él me guarda”.

La experiencia pentecostal

“Al principio, si que, cuando eso, viera, cómo sufrimos, pedradas, porque decían ellos que nosotros éramos de otra religión, nos apedrearon, venían unos jóvenes, mayores, le rompían, le tiraban en la cara y nos apedrearon bastante tiempo” (Pastor evangélico 1940. Volcán de Santa Ana. Occidente salvadoreño).*

El Señor J es definitivamente un hombre temerario.  Después de una década de ser miembro de la pandilla Barrio 18 ahora se encarga de hacer a los homies desertar. Entra a comunidades controladas por pandillas como parte de lo que él considera una misión divina. En su cuerpo lleva en grande el uno y el ocho y una frase que dice “los dieciocheros”. Suficiente para despertar la furia de una larga lista de posibles enemigos: policías y militares hasta miembros de la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18 facción Sureños, e incluso su propia pandilla, la facción Revolucionaria.

Como si esto no fuese suficiente vive rodeado de pandilleros en uno de los sectores más bravos de San Salvador. Es un hombre rudo y ruda es forma de predicar y de entender la biblia.

No es hombre erudito, no al menos en el sentido convencional. Sus conocimientos alcanzan apenas para poder leer la enorme biblia que carga siempre consigo. Lejos de él está la hermenéutica y la teología. Dice que se imagina a los profetas del Antiguo Testamento predicando en “los parques y las plazas. Metiéndose en las colonias donde vivían los más malacates de esos años”.  En sus ojos todavía carga la crudeza y la hostilidad pandillera. Después de muchos años de administrar la muerte y huir de ella dice ya no tenerle miedo a nada.

Sin embargo, cuando el señor J habla de su metamorfosis de pandillero a predicador los ojos se le ponen llorosos y la voz se le quiebra. Se limpia las lágrimas con las mangas de la camisa y el gesto le hace parecer un chiquillo.  Dice que es una sensación inexplicable. Cuenta sobre experiencias extra terrenales, habla del fin de los días, del apocalipsis.

¿Por qué los pandilleros, cuando buscan salirse, lo hacen siempre a través de una iglesia evangélica pentecostal o profética? El señor J se sonríe y dice con una gran tranquilidad:  “porque esa es la única manera”.

Las iglesias evangélicas pentecostales y proféticas no son nuevas en Centroamérica. A El Salvador llegaron en la mitad del siglo XIX. Una de las primeras iglesias en llegar se llamó Misión Centroamericana, y era de origen estadounidense. De hecho, al igual que las pandillas, los pentecostales llegaron desde el norte a proponer algo novedoso, algo distinto.  En aquellos primeros años se insertaron entre la población más excluida, pobre y perseguida: las comunidades indígenas del occidente salvadoreño. Ahí tuvieron su ancla y desde ahí pretendían llenar a El Salvador con sus cultos y sus misterios. El rechazo de parte de las élites católicas fue tal que en algunas poblaciones llegaron incluso a agredirlos y expulsarlos con palos y piedras. Fueron años difíciles para estas iglesias. Se mantuvieron con un crecimiento mínimo y relegados a las faldas del volcán de Santa Ana y otros rincones del occidente cafetalero.

La coordinación entre estas iglesias es muy pobre, y esto hace casi imposibles la labor de cuantificar los esfuerzos por la rehabilitación de pandilleros. Pero el trabajo de campo en este tema, realizado en los dos últimos años, indican que casi en cada barrio controlado por pandillas hay al menos una iglesia restándole soldados las estructuras. Quitándole dientes a La Bestia.

Mario Vega, el pastor general de la iglesia Elim, una de las estructuras evangélicas más grandes del país, y una de las que ha rehabilitado a más pandilleros, dice que las iglesias evangélicas representan para los pandilleros no solo una forma de sanarse interiormente, sino una posibilidad de volver a fabricar una red social funcional, que de otra forma sería muy difícil.  Es decir: la pandilla les funcionó cuando la familia, el Estado y la comunidad les falló. Cuando la pandilla les falla recurren a buscar refugio en otra estructura funcional desde donde empezar a fabricar redes.

La conversión, sin embargo, no es fácil. Para entrar a la pandilla los jóvenes queman buena parte de sus redes sociales y familiares. Se hunden de lleno a una vida acelerada, en donde la consigna es actuar y ganar respeto. Convertirse en alguien importante parece ser la apuesta fundamental del pandillero. Sin embargo, cuando esta vida se les viene encima regresar a las cenizas de lo que quemaron no es opción. Hicieron mucho daño. El Estado se reduce a unos hombres uniformados que les persiguen y a una sociedad, la del país más violento del mundo, que hace años se casó con el discurso de “el pandillero solo puede salir de la pandilla en una bolsa negra”.

Los caminos son limitados. Las iglesias evangélicas son quizá las únicas instituciones que están dispuestos a acogerles y ayudarles a armar nuevamente su vida. A empezar de cero.

El señor J sigue con su voz quebrada.  Explica que fue difícil dejar a quienes por años consideró su familia. Romper con lo único que conocía y dejar atrás a una estructura que le vio crecer.

Es duro a nivel personal dejar una pandilla. Pero también hay otros peligros. A El Lágrima, de la Zacamil, se lo llevaron cuando regresaba de un culto. Los hombres a los que en algún momento llamó hermanos lo secuestraron y le dieron una muerte que no vale la pena narrar. El Smokey de la clica de Wester Locos Salvatrucha quedó tendido sobre el volante de su carro mientras regresaba de su iglesia. Lo mismo pasó con Demente. Lo asesinaron frente a sus hijas en San Martín. Y a Shy Boy de la Mara Savatrucha, degollado en un camino de polvo con su biblia en la mano. Y al Crazy y al Destino de Guanacos Criminales. Todos muertos. Todos retirados.

El señor J dice que no tiene miedo. Camina por las calles de San Salvador con dos únicas defensas: una biblia enorme y un pañuelo pequeño, con el que intenta esconder –sin demasiado éxito- el tatuaje que le marca el cuello. El Señor J le pide a Dios todos los días, dice, no formar parte de esa lista.

Pastor y sus fieles

Pastor conoció a los principales jefes de su pandilla y cuenta que durante algunos años batalló por esta comunidad que estaba fuera del control de la MS, justo donde ahora predica. Todavía puede señalar con el dedo a algunos pandilleros de la 18 que hoy viven aquí y que un día fueron sus enemigos a muerte. Dice que a algunos los dejó con algún machetazo en el cuerpo, a otros les metió balas, y a los que menos les dio una golpiza.

Foto FACTUM/Miguel Lemus

Hoy les pide perdón y dice que los ama. Quisiera tenerlos en su iglesia.

Además de la señorita Z, la mamá y hermana de Pastor son también miembros importantes de esta iglesia. Pilares de ella desde sus inicios a tal punto que hoy su casa es el “templo de adoración”.

“Mi hermana es la que está ahí cantando ahorita”, dice Pastor, y señala con el dedo a una mujer regordeta que canta con voz tan desgarradora que más parece un lloro que un canto. “Ella antes vendía droga”.

Ese antiguo negocio, mantenido por la hermana de Pastor y su madre, tuvo sede nada menos que donde hoy es el templo de la iglesia. Un lugar donde todavía se miran las sombras, debajo de la pintura blanca, de los grafitis de la MS que Pastor y su clica pusieron ahí en sus años de locura.

La madre de Pastor es un señora grande y morena. En su cabeza también lleva, como los pandilleros sus tatuajes, un distintivo que la separa de los demás. Un pañuelo blanco de encaje. Ella aplaude, eufórica como todos, y grita palabras de victoria con una voz igual de desgarradora que la de su hija. Juntas fueron de las primeras en introducir el crak en la comunidad y fue un boom entre los bandidos, ladrones y pandilleros.

Las bocinas se han callado. Al fondo solo se escucha una masa de alaridos. Mujeres llorando, dando sus últimos temblores de cuerpo, con lágrimas en los ojos. Hombres repitiendo extasiados “aleluya, aleluya, aleluya…” El culto en la comunidad ha terminado. El silencio vuelve a inundar de a poco los callejones estrechos.

El señor J, Pastor, la señorita Z y Largo desmontan las bocinas y el equipo de sonido, apilan las sillas plásticas y las llevan de vuelta a la iglesia en silencio. Adentro esperan la madre y la hermana de Pastor y otros. Felicitaciones y abrazos. Algunos se despiden mencionando palabras bíblicas.

Un círculo de sillas se va formando en la sala de la casa y cada uno va tomando su asiento. Una botella de “Big Cola” en el centro y varios vasos desechables. Risas y bromas con palabras religiosas. Luego el silencio.

Una pregunta.

–¿Ustedes todavía se consideran pandilleros?

Una respuesta.

–No. Ni queremos serlo.

El que responde es Largo. Los demás asienten enérgicamente. Todavía es un poco difícil creerlo, tomando en cuenta que habla también por Pastor, que lleva unos tatuajes diferentes a los suyos. Todos aquí llevan tatuajes diferentes, pero coinciden en la respuesta de Largo. Ya no son pandilleros, ni quieren volver a serlo.

–¿Creen que la represión está haciendo que aumente el número de pandilleros que quieren salir de sus clicas?

Pastor no se lo piensa mucho. Dice que sí. El señor J asiente.

Casi todas las fuentes con las que se habló buscaron la iglesia en los momentos más críticos de sus vidas. Cuando no veían otra salida. Cuando tocaron fondo ya sea por la drogadicción, la violencia extrema o la persecución de parte del Estado.

El periodo de la post tregua, que comprende entre mediados del 2013 hasta esta fecha, ha sido sin duda el lapsus más crítico para las pandillas y sus integrantes. La política agresiva, y muchas veces al margen de la ley, implementadas por el gobierno han llevado a las pandillas hacia la pared.

Los hechos indican que las iglesias han tenido un éxito arrollador en cuanto a sacar pandilleros de las clicas. Sin embargo, los mismos pastores admiten perder a casi la mitad de sus ovejas después de un tiempo. Ante la necesidad de obtener recursos para mantenerse y mantener a sus familias muchos  expandilleros dicen que no ven otra salida que volver a la vida loca, ya sea fuera o dentro de sus antiguas pandillas. En El Salvador apenas son tres las grandes empresas quienes contratan a ex pandilleros. En la gran mayoría basta tener un pariente pandillero para que las puertas sean cerradas.

El contexto es complicado. Las piezas se mueven en El Salvador. El papa Francisco hizo un llamado al gobierno salvadoreño a finales del año pasado para que aliviara el hacinamiento en el sistema carcelario. El presidente Sánchez Cerén anunció que lo haría. Dos de las tres pandillas más numerosas han anunciado públicamente su intención de dejar ir a sus homies hacia procesos de rehabilitación. La exembajadora de los Estados Unidos, Mari Carmen Aponte, otrora enemiga de cualquier proceso de negociación con pandillas, abrió la posibilidad de que su gobierno ayude a “los que quieran abandonar la vida del crimen”, refiriéndose incluso a los pandilleros. Las Naciones Unidas nombraron al mexicano Benito Andion para coordinar el proceso de diálogo en El Salvador, en una especie de Nuevos Acuerdos de Paz, un proceso que, de momento, no ha descartado la participación de pandillas.

Sin embargo, para los retirados, la aceptación y la reconciliación con la sociedad aún siguen siendo un horizonte lejano. Así lo cree el señor J: “A nosotros la sociedad no nos perdona, hermano. Para ellos, de la pandilla solo se sale embolsado”.

Queda por ver si El Salvador es capaz de perdonar.

*Sacado del libro “La población indígena de Santo Domingo de Guzmán: cambio y continuidad sociocultural”, del antropólogo salvadoreño Carlos Lara Martínez.

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