Winterfell, la madre de todas las batallas

Se ha hablado, desde hace un rato ya, de que la calidad de historias escritas para televisión superó con mucho a los guiones de cine. Y revistas especializadas como Rolling Stone o el New Yorker acuden cada vez más a la producción televisiva para discutir la creatividad que a la industria audiovisual estadounidense le cuesta cada vez más encontrar. El domingo pasado, en el 9º capítulo de la sexta temporada de “Game of Thrones”, vimos un portento de producción que no presenciábamos desde que Mel Gibson reinventó la coreografía de batallas cinematográficas en Braveheart.


Es un portento de técnica audiovisual. A la vieja usanza. Como cuando el cine de extras, decorados y sofisticados diseños de producción reproducía las carreras de Ben-Hur. Como antes de que las pantallas verdes y la sobreimposición digital se apoderaran del mundo para darnos, por ejemplo, el plano general en picado de la antigua Roma en Gladiador.

“Game of Thrones”, lo he escrito ya, vale sobre todo por la profundidad de los personajes, bien escritos y bien actuados, que sirven de metáforas intensas de las bajezas y virtudes de la especie humana. La serie está hecha, en un 90%, de esa profundidad narrativa de protagonistas y secundarios. Es atractivo, también, el mundo creado por George R.R. Martin, el de los siete reinos, un universo de fantasía con claras influencias tolkenianas pero con vida propia.

Hasta ahí, una serie muy bien escrita, mejor actuada e impecablemente montada para la cámara. Como otras.

Pero desde el domingo anterior, el 19 de junio de 2016, cuando se transmitió por primera vez “The battle of the bastards”, la serie entrará a los anales de la televisión porque reinventó, con la batalla por Winterfell, el reino del norte, la forma en que se producirán las batallas de gran formato para la pantalla chica. Hay tres cosas que destacar de esa secuencia:

 

  1. El diseño de producción

    Hay un momento en la secuencia de la batalla que es de una belleza sublime. Está casi en el arranque: Jon Snow, obnubilado por la cólera y el deseo de vengar la muerte de su hermanastro, arremete, solo, contra la caballería del enemigo. Todo arranca con un tiro amplio, con la espalda de Snow (Kit Harington) en el centro del primer plano, la profundidad de campo disminuida por un gran angular, y, en el fondo, la arremetida de decenas de caballos —40 según las notas de producción— que se disponen a pulverizar al hijo bastardo de Ned Stark, el defenestrado señor del Norte. No hay palabras, y el sonido ambiente—los cascos de los caballos rasgando in crescendo el suelo húmedo— juega, en esa imagen, un papel secundario; es la imagen por sí misma, en estado puro, la que habla: el destino del héroe enfrentado sin más protección que su instinto, a las fuerzas violentas, irracionales, propias y ajenas, que lo quieren destruir. Como Héctor allende los muros de Troya, vapuleado por los griegos. En esto, la creación de imágenes que encuentran en la gramática del cine, el encuadre y el montaje su principal argumento creativo, son pocos los creadores que en estos días se alejan del artificio tecnológico de última generación; David Benioff y D.G. Weiss decidieron apelar al principio esencial de la magia, que es la imagen desnuda, para dotar de intensidad y verosimilitud a esta batalla. Y vaya que lo lograron. Cuando Steven Spielberg estrenó su Salvando al soldado Ryan en 1998, se arriesgó a reproducir la magnitud de un hecho histórico como el desembarco de Normandía; y cuando convocó a un grupo de veteranos para ver una previa del montaje final de su versión de aquello, uno de ellos, un soldado que había estado ahí el “Día D”, dijo:

    “Todo estaba ahí, solo faltaba el olor de la sangre”.

    Ese es el poder de la imagen y de las secuencias creadas con el lenguaje fundacional del cine: verosimilitud que transporta al espectador hasta el lugar de la acción, la planicie de Winterfell en este caso. Cada semana HBO transmite una especie de mini-documental sobre la producción del episodio de turno; vale la pena ver el de “La batalla de los bastardos” para apreciar un poco mejor como los creadores de GoT utilizaron todas esas herramientas básicas del cine en esta serie de televisión que es, por su factura, cine en pantalla chica.

  1. El efecto sonoro

    Otra herramienta básica del lenguaje: la mezcla de sonido. Hay una escena desgarradora en esta batalla, esa en que Jon Snow, casi perdidas todas sus esperanzas, lucha por salir de debajo de la montaña de cadáveres que se acumulan sobre él ante la arremetida de las fuerzas enemigas. El alma de esa escena no está, necesariamente, en la imagen, que sí es poderosa y nos muestra, en plano cenital, los cuerpos que se apilan sobre el rostro desesperado de Snow. La esencia está en la mezcla de sonido, que nos transporta, más que al lugar de la batalla, al mundo interior del personaje: el sonido desesperado de los pulmones que buscan aire y no lo encuentran, el sonido de las bocanadas últimas que lo separan de la muerte; esa combinación audiovisual, llevada con impecable precisión, logra que nos asfixiemos junto a Jon Snow.

La mezcla de sonido es fundamental en la escena del desembarco en “Salvando al soldado Ryan”, de Spielberg.

  1. De nuevo, los personajes

    Dicen los historiadores de la ilustración que los momentos cumbre de la humanidad, así como sus episodios más oscuros, son, al final, producto de las contradicciones del individuo o de los pocos individuos que ponen en movimiento los engranajes que terminan animando los pesados mecanismos de la historia. Suele pasar, en el cine mal hecho, aun en el de buena factura, que el mejor diseño de producción o el más costoso despliegue de efectos especiales no son capaces de rescatar un tinglado de personajes mal escritos o mal actuados. Braveheart es, por ejemplo, un portento técnico y la película marca, como dije, el renacimiento del cine de batallas. ¿Los problemas? Primero, la forma en que está escrito el personaje de William Wallace, como un héroe sin fisuras, más de propaganda que de tragedia griega. Siempre es más complicado tragarse a un tipo así. Segundo, Mel Gibson, que sin ser un mal actor, se esmera tanto en los primeros planos de su melena despeinada que se vuelve cansino. En la batalla de Winterfell hay dos antagonistas bien escritos, Jon Snow y Ramsay Bolton, y actuados en forma desigual: Harington (Snow) es un actor más bien plano, pero su personaje —el de un héroe resucitado en el que todos confían menos él— tampoco requiere demasiadas vueltas. Lo suyo es suficiente para mantener el hilo conductor de la secuencia, su punto de vista. Cuando hay que pujar o asfixiarse, como Leo DiCaprio en The Revenant, Harington lo hace bien. El otro, el malo, es el alma de toda la batalla, como lo ha sido de las últimas dos temporadas de la serie. De Ramsay Bolton, interpretado por Iwan Rheon, necesitamos creer su sangre fría para matar, su cinismo, su infinita crueldad… Y todo está ahí gracias, de nuevo, a la confección del personaje. Desde aquellas escenas en que torturaba a Theon Greyjoy mientras se despachaba una salchicha, hasta el abanico gestual del actor, que hace de su sonrisa macabra uno de sus rasgos más tenebrosos.

Esta batalla, con todos sus aciertos, merece ya un sitial privilegiado en el panteón de la creatividad audiovisual de los últimos tiempos. Y, con ella, la serie entera.

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