Una gladiadora habita la “Roma” de Cuarón

Roma es a Alfonso Cuarón lo que El laberinto del fauno a Guillermo del Toro: su maduración. Su obra maestra.


El preciosismo formal del que Cuarón había dado muestras muy al principio de su trayectoria, cuando dirigió por encargo Great expectations en 1998, y su capacidad para hacer del lenguaje cinematográfico un personaje en sí mismo, parte vital de toda la narrativa, están totalmente madurados en Roma, al servicio de las voces de sus dos protagonistas, la empleada doméstica Cleo y la Ciudad de México de los años setenta. Con ellas, el director cuenta la muy latinoamericana historia de la desigualdad social.

Roma cuenta muchas cosas, pero la más importante es la experiencia vital de Cleo, una india mixteca de Oaxaca, al sur de México, que trabaja como doméstica en la casa de una familia de clase media, devastada por el abandono del padre. Es Cleo, la mujer pobre, joven abusada por el padre de su hija y por el trato desigual que impone el canon clasemediero latinoamericano, quien cataliza las otras soledades que la rodean, la de su patrona y la de los hijos de su patrona, cuya comida cocina y a quienes atiende desde que se despiertan hasta que se duermen.

En toda la película, contada como un compendio de recuerdos, Cuarón usa la imagen para contar. Como en la presentación inicial de las soledades de Cleo y el más pequeño de los niños ajenos. En la terraza de la casa, territorio reservado a lavaderos de ropa y tendederos y retratado con encuadres abiertos, el niño, como suele, cuenta a Cleo aventuras imaginarias. En una de ellas, el pequeño se acuesta en el concreto mientras cuenta que se imagina muerto. La mujer, que escucha mientras tiende, se acuesta también; que está ella muerta también, dice: “Ya me está gustando esto de estar muerta”, suelta, exhausta.

Todo esto lo cuenta Cuarón con una gramática precisa, usualmente con frases-secuencias largas, como ha sido su estilo desde el principio. A eso me refiero cuando digo que esta película es la maduración. Para la presentación inicial de Cleo y su entorno inmediato, la casa de los patrones, Cuarón usa un plano-secuencia, aderezado apenas con dos cortes casi imperceptibles, que recorre la casa desde la habitación de criada hasta los dormitorios principales. Es el reino en el que vive Cleo; vive ahí para trapear, levantar la mierda del chucho, recibir reclamos si no lo hace tiempo, y gastarse los ratos en que no está atendiendo a alguien más para atender sus fantasías de mujer enamorada de un bruto o las nostalgias por su pueblo natal.

El mismo director ha dicho que buena parte de lo contado en Roma es, más que autobiográfico, un compendio de recuerdos infantiles estructurados alrededor de la presencia de Cleo, que en la vida real se llama Liboria Rodríguez, la mujer que crío a Cuarón y a sus hermanos en la colonia Roma de México durante los 70, cuando ese barrio vivía sus últimos años de esplendor y se había reconvertido ya de enclave burgués en vividero de la clase media poblada por burócratas y profesionales. 

“He leído en redes sociales a más de alguno diciendo que Roma no puede entenderse sin haber vivido en el DF mexicano. Mentira. Yo viví ahí tres años, cuando era niño, y reconozco en la película recuerdos de mi infancia”. 

Pero también encuentro ahí relatos tan universales que bien pudieron haber ocurrido en la Flor Blanca de San Salvador, que es un poco la Roma de la capital salvadoreña, donde también hay huellas del arribismo social, de la petulancia de las élites que se mandaban a construir palacetes en los bordes citadinos, de las casonas devastadas por la eterna precariedad de la clase media donde siempre hay diminutos cuartos para Cleo.

Es cierto, la Ciudad de México es la otra gran protagonista del filme. Cuarón sabe contarla en sus detalles identitarios, pero también desde sus universalidades. Hay otra frase-secuencia, en un plano continuado en el que Cleo corre en primer plano tras los-niños-de-la-patrona, a quienes lleva al cine; de fondo vemos la ciudad pretenciosa, llena de boutiques, restaurantes que parecen caros, tiendas pobladas de escaparates (los predecesores de los malls que inundaron luego las capitales latinoamericanas, igual de pretenciosas que México).

Y a través de la ciudad vemos también la circunstancia social que la alimenta: el hospital de la seguridad social al que los pobres solo acceden rápido si el patrón tiene algún conecte; el suburbio semirrural al que llegan los buses atestados de pobres o medio pobres que van a la periferia de la ciudad en busca de la supervivencia (en Roma es Ciudad Nezahualcoyotl, Estado de México, que es como Soyapango en San Salvador, Mixco en Guatemala, Soacha en Bogotá. Y así); la represión de los esbirros de regímenes corruptos encargados de alimentar las desigualdades, de guardarlas.

Roma es, por encima de todo, la historia de desigualdades infranqueables, la que existe entre la mujer que es Cleo, conminada a su pequeño cuarto de casa ajena, y su patrona, quien por mucho cariño que tenga a la empleada seguirá siendo, por canon social, la jefa. La película es, también, la historia de la desigualdad que existe entre los hombres violentos como Fermín, padre de la niña que Cleo lleva en la panza, y las mujeres que han de bajarles la cabeza, agobiadas por el peso social que las abruma. 

La película también retrata desigualdades más sutiles, como la que existe entre el padre de los niños de la Roma, un hombre que no ejerce violencia física, pero entiende que su derecho de buscar plenitud fuera de su casa está antes que el de sus hijos a criarse con él. “Siempre estamos solas”, le dice, borracha, la patrona a Cleo.

“El ritmo de Cuarón es desigual, como el de la cotidianidad. Puede ser intenso. Puede ser rápido. O muy lento. Los picos y valles del montaje, del fraseo cinematográfico que dan el ritmo, están también al servicio de los acentos dramáticos”.

Este director no necesita recurrir a efectos socorridos para contar; lo hace a puro cine, ya sea con los ritmos de la narración o con otros recursos esenciales, como el gesto de los actores o el montaje de sonido, o con una combinación de ambos.

Hay una escena en la que Cleo descubre su embarazo a una doctora y a la vez explica su hoja de vida sexual. Lo hace respondiendo con movimientos de sus cejas, su boca y sus ojos a las preguntas de la doctora. Así, con pocas palabras y una actriz bien dirigida, Cuarón cuenta todo el entorno cultural de la sexualidad reprimida en mujeres como Cleo.

Y está una de las escenas más poderosas de todo el filme, una que bien puede valer el derecho a Alfonso Cuarón de entrar por mérito propio al panteón de los cineastas capaces de crear poesía a fuerza de imagen en movimiento y sonido. Es esa en la que Cleo, movida por la capacidad impuesta para servir a otros, pero también por sus propias culpas, desafía al mar. La cámara, en movimiento acompaña la inmersión de Yalitza Aparicio, la actriz que da vida a Cleo, en las olas furiosas. Olas y Cleo, fusionadas ante la cámara gracias a un impresionante montaje de sonido que nos hace estar también ahí, en el agua. Es un pequeño poema sobre la estoicidad de esta gladiadora de la pobreza que habita en la colonia Roma de Cuarón.

Roma es, por la capacidad que ha logrado Alfonso Cuarón de crear sensaciones honestas frente a su cámara, su obra maestra.

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