Una familia huye del país de las pandillas

Esta es una historia de violencia en cadena: tres familias que tuvieron que dejar El Salvador por amenazas de la Mara Salvatrucha, una tras otra, después de intentar ayudarse mutuamente. Francisco y Lily, una joven pareja de esposos, entendieron que ningún lugar del país era seguro: las pandillas controlan todos los lugares donde ellos pueden vivir. Ahora engrosan la larga lista salvadoreños desplazados por la violencia, ese fenómeno que el gobierno se niega a aceptar. 

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


Dos mujeres caminan apresuradas por un callejón de tierra en la oscuridad de la noche. Una de ellas carga una maleta con ropa; la otra, un bebé de ocho meses. Unos metros atrás viene corriendo un joven con otro bulto en las manos, intentando alcanzarlas. Al final del callejón los espera un auto pequeño y oscuro debajo de una lámpara de alumbrado público. Son las 2:00 de la madrugada de un martes a principios de marzo y esta familia emprende un éxodo repentino: intenta escapar de las garras de la Mara Salvatrucha 13 y salvar sus vidas.

Juan tiene un pie en el acelerador y la mano derecha en el mango de un machete mientras esperamos a que la familia logre llegar al carro. Estamos en el municipio de La Libertad, a la orilla de la carretera que de San Salvador conduce hacia Santa Ana. Los segundos desde que vislumbramos a la familia corriendo hasta que suben al carro parecen estirarse. Una vez todos arriba, el motor del pequeño auto papalotea a tope y salimos bruscamente de la zona.

El viento se cuela por las ventanas y la familia, apuñada en el asiento de atrás, se une en un abrazo profundo de alivio. Tienen frío y van nerviosos. No hablan. Los faroles de los carros con los que nos cruzamos dejan ver a lamparazos sus rostros. Una es una mujer de unos 50 años que no quita la vista de Juan y su machete. Los otros dos son jóvenes y menudos. Él es un chico flaco y paliducho. Ella lleva en la cara la marca que dejaron unos días difíciles: un moretón color violeta le cubre la parte derecha del rostro. En medio de ellos llevan, como un tesoro muy valioso, envuelto en un manta verde a un bebé de ocho meses.

Antes de esta noche, todos tenían una vida en su cantón, con una casa, muebles y vecinos, pero ahora van con un puñado de ropa, junto a dos desconocidos, hacia un futuro incierto.

Dos días antes de la huida, una docena de pandilleros de la MS-13 llegó a la casa de Francisco y lo amenazó de muerte a él y a su familia. Lo golpearon y también golpearon a su esposa. Le dijeron que se había metido en lo que no le importaba y que debía pagar las consecuencias. Francisco ayudó a escapar de la pandilla a un conocido suyo que tenía sentencia de muerte.

Francisco y su familia no pueden huir a otro municipio. Esa es una opción que ni siquiera han valorado. Y para eso tienen un razonamiento que a ellos les parece válido: no hay un lugar en este país al que puedan irse a vivir, dentro de sus posibilidades, que no esté controlado por las pandillas. Hacerlo sería simplemente prolongar lo inevitable. Tampoco buscaron ayuda del Estado, no buscaron a la policía; no confían en ella. Por eso prefirieron buscar la ayuda de una amiga cuyo trabajo es difícil de definir. Difícil porque básicamente se dedica a ayudar a la gente más necesitada. Ella, quien prefirió que no se mencione su nombre en este texto, terminó contactándonos a nosotros, dos desconocidos–un periodista y un Juan, un antropólogo– para ayudar a Francisco y su familia a dejar El Salvador.

A Francisco y su familia no les alcanzó todo un país para esconderse.

Media hora después, a muchos kilómetros de su cantón, el auto se detiene. Bajamos y dejamos las puertas abiertas. Doña América toma al niño en sus brazos mientras que su hija Liliana –Lily– carga con una maleta y su esposo la otra. Abrimos la puerta de la casa y les decimos que ahí se pueden quedar, que aquí estarán seguros y podrán esconderse por un tiempo mientras se afinan los detalles de su próximo viaje.

Francisco carraspea un poco para aclarar la garganta y vuelve a decir que gracias. Lily no quiere hablar mucho, mientras que su madre nos mira a lo lejos con recelo. Nos despedimos cargando un rato al bebé. Ha sido una noche larga.

La luz de la lámpara ilumina el cuarto grande que hace las veces de sala. Entonces Lily se aparta el cabello del lado derecho de la cara y muestra un enorme moretón que le cubre toda la cuenca del ojo. Con la cara agachada se toca como para medir la inflamación y dice que así la dejaron los pandilleros después de la golpiza.

***

Dos días después de aquella noche, Francisco, Lily y doña América parecen ser otras personas. Ya no son el manojo de nervios que huía de su tierra. Ahora se pasean por la casa donde están resguardados, y tienen una sonrisa en la cara. El pequeño bebé viste ropa blanca y fresca y tiene los ojos bien abiertos y alegres mientras pasa de brazos en brazos.

Francisco es un tipo tímido. Es delgado, de piel trigueña, y habla suave y pausado. A veces deja escapar una risa picaresca y mientras conversa mira de reojo a su esposa a cada rato. A Lily la conoció cuando tenía 17. Ahora tienen un año de vivir juntos.

Para entender lo que pasó aquella madrugada de su huida, primero hay que contar lo que pasó seis días antes. El jueves 2 de marzo, Francisco recibió varios mensajes en su teléfono celular. Quien escribía era Fredy, un miembro de la iglesia evangélica a la que asistía todos los domingos.

Fredy no era el mejor amigo de Francisco; de hecho, era apenas un conocido. De conocerse tenían dos años, y seis meses de frecuentarse más.

Fredy, angustiado, contó a Francisco que algo malo le sucedía. Le dijo que los pandilleros habían llegado esa misma tarde y lo habían golpeado con una pistola en la cabeza, que lo habían amenazado de muerte y que lo habían citado para el siguiente día a un lugar desolado.

La historia del éxodo de Francisco y su familia es la última cuenta -conocida- de una camándula. La pieza anterior es Fredy, quien a su vez es la sucesión de otra.

Fredy fue amenazado por la Mara Salvatrucha por haber ayudado a escapar de la muerte a un familiar y a la mujer de este. Ella había sido amenazada por la pandilla días antes. Ella tenía una amiga a quien le pidió ayuda para escapar. Su amiga le dijo que podía conseguirle albergue fuera del país, que buscaran cómo escapar de ahí y que ella se ocuparía del resto.

Fredy ayudó a escapar a su familiar y a la esposa de este. Después de eso, la amenaza de muerte le llegó a él. La cadena de amenazas se hacía más larga.

Preocupado, Fredy llamó a su amigo Francisco para consultarle qué podía hacer. Francisco le dijo que no fuera al lugar donde los pandilleros lo estaban citando, y que mejor escapara, como su pariente. Francisco le ayudó a conseguir un taxi para que se fuera en la madrugada del siguiente día. Y la amenaza se volvió a trasladar.

En la tarde del viernes, Francisco recibió una llamada de un número que no conocía. El que llamaba decía ser pandillero y le preguntó por Fredy. Francisco contestó que no sabía nada de él, pero el tipo se enojó y le habló en tono amenazante. “Usted ya sabe, no le creo que nos va a andar ocultando las cosas o… ¿que se quiere meter en pedo con nosotros? ¿Qué piensa usted, que nosotros somos pendejos?”, dice Francisco, mientras emula la voz del pandillero.

Después de eso cortó la llamada y el miedo se empezó a alojar en el pecho de Francisco.

–De repente me llamó otro chamaco más tranquilo. Aló, me dijo. Quién habla. Mirá, me dijo, así, ve. Yo un loco de la mara soy, me dijo, y nosotros sabemos qué ondas con usted, que usted no se mete en problemas, me dijo, pero yo nada más le marco para hacerle una pregunta, me dijo. Sí, dígame, le dije. ¿Verdad que usted era la persona que estaba arriba de la gasolinera esperando un taxi ahora en la madrugada, como a eso de las 2:00?, me dijo… Yo me quedé callado. ¿Usted era, va?, me decía. Entonces, yo rápido pensé que si les decía que no iban a notar que les estaba mintiendo porque si me estaban preguntando era porque alguien me había visto.

La conversación entre el pandillero y Francisco continuó.

–Ajá, ajá, me decían. Sí, le dije, yo. Ajá, vamos bien, me dijo. ¿Y para dónde ibas?, me dijo. Iba para el pueblo, le dije yo. ¿Y para donde quién?, me decía.  Yo no hallaba qué decir. De ahí me dijo: ¿va que vos fuiste a sacar al bicho de allá arriba? ¿A quién?, le decía yo, haciéndome el tonto. Mire, mejor sea neta con nosotros, ya me está dando cólera, me dijo. Yo soy bien tranquilo, yo tengo paciencia, pero si usted no nos colabora ya va ver qué pedo, me dijo. Yo solo me sentí bien afligido.

Finalmente, Francisco cedió.

–Sí, la verdad sí, le dije. Él solo me dijo que necesitaba salir de urgencia con la mamá, le dije. Esa es casaca, me dijo. Vos ya sabés qué pedo, me dijo. Vos con nosotros la has cagado porque el bicho ahí se tenía que quedar. Mire, yo no sé, pero discúlpeme si he tenido problemas con ustedes, le dije. En eso se cortó la llamada.

Francisco, que en ese momento estaba en casa de una de sus tías, salió del lugar sin decir nada. Anduvo por un camino de tierra hasta su casa, donde lo esperaba Lily. ¿De dónde sacaron mi número? ¿cómo se habrán dado cuenta? ¿me irán a matar?, pensaba Francisco.

Al llegar a casa, Lily pudo notar algo extraño en la mirada de su esposo. Él nunca ha sido un tipo extrovertido, pero siempre ha sido cariñoso y jovial con ella. Esa tarde, sin embargo, entró mudo a la casa y se sentó en el sillón. Al llegar la noche, Francisco no pudo dormir.

El sábado, contrario a lo que esperaba, nadie le llamó. No recibió ninguna amenaza ni vio a sujetos extraños merodeando su casa. Francisco intentó olvidar las cosas y trató de creer que el problema se podía resolver de alguna manera. No le dijo nada a su esposa ni a su suegra y hasta intentó olvidarlo.

Entonces llegó el domingo 5 de marzo.

Por la tarde, Francisco fue a la iglesia como de costumbre.

Liliana y Francisco muestran los moretes que les quedaron después de recibir una paliza por parte de pandilleros. Foto FACTUM/Salvador Meléndez

***

Como a eso de las 7:30 llegaron dos personas a la casa. Yo estaba lavando los trastes cuando me preguntaron por Francisco. Yo les dije: anda por la iglesia. Entonces ellos me dijeron “aquí vamos a esperar”. Vaya, les dije yo. Entonces llegaron los otros ocho. Uno no es que los conozca, pero uno con solo verlos sabe lo que son. Y yo supe que eran pandilleros.

Entonces, uno de ellos, que parecía más enojado que el otro, me dijo “mirá, ¿y dónde está Francisco?” Está en la iglesia, le dije yo. “Vamos”, me dijo. Y entramos a la casa. En el sillón me senté y me dijo “Mirá, a mí no me gusta que me mientan”. Cuando me dijo eso, yo no sé si fue miedo o qué, pero la voz me empezó a temblar. Entonces me dijeron que les dejara de estar mintiendo. Y el más enojado me empezó a gritar “¡bicha cerota, a mí no me gusta que me den paja!”. Entonces me pegó en el brazo un puñetazo. Y yo me puse a llorar. Cuando no vi salida, quise defenderme, quise hacer algo por mi vida. Entonces me agarraron los otros dos y el más enojado me pegó un puñetazo en la cara.

Entonces me dijeron que me diera la vuelta, que si no me iban a matar. Me dieron vuelta y empezaron a darme patadas en las piernas y trompadas en el cuerpo. Me hacían una pregunta y no importaba lo que yo les contestara, me pegaban otra vez. Yo llorando estaba cuando por fin llegó Francisco.

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 ***

La iglesia queda como a unos 800 metros. Yo salí exactamente a las 8:00 y desde arriba, desde unas gradas que hay antes de llegar, vi un montón de personas frente a la casa. Entonces corrí y me metí rápido a ver qué estaba pasando. Y vi a esas tres personas. Entonces les hablé bravo. ¡¿Qué está pasando, por qué están ustedes aquí?! ¡Se me salen ahorita!, les dije. No sé realmente qué me pasó, pero en ese momento, cuando vi que me la estaban golpeando toda a ella agarré un gran valor y les grité. No me importó que me pudieran matar en el momento.

“Mirá, si aquí por vos hemos venido”, me dijo y se sacó una pistola. En ese momento yo lo único que sentía era cólera. Entonces pensé, “si me va a dar chance de defenderme que sea en otro lado, no aquí”. “Usted se va a ir con nosotros”, me dijeron. Y, cabal, me dijeron lo que yo quería escuchar.

Me fui con ellos. Uno de ellos me iba apuntando. “¿No llevas nada, verdad?”, me preguntaban.  Como a 40 metros de mi casa hay un predio. Ahí hay unas varas de bambú. Ahí me hicieron una rueda y sacaban teléfonos. Uno de ellos empezó a decirme: “mire usted ya sabe por qué está aquí, va”. No, no sé. “Ah, entonces ya se lo vamos a recordar”, me dijeron.

“Vaya, mirá, la onda está en que vos con nosotros no tenés problemas, pero nosotros lo que queremos es que nos digás dónde está Fredy, y no nos vayás a dar casaca porque nosotros ya sabemos”, me decía uno. No, yo no sé, les contestaba yo. Entonces empezaron a darme empujones. Yo me caía y solo me levantaba. Me tenían en medio de un círculo.

[En medio de los empujones, Francisco tuvo una idea para salvar su vida].

Vaya, miren, yo de verdad no sé dónde está el hermano, pero lo que sí sé es que él me va a llamar dentro de dos semanas para decirme que nos reunamos en un lugar. Si quieren yo los puedo llevar cuando él me cite, les dije.

Entonces me dijeron “nosotros lo que queremos es que cuando esa llamada le caiga usted la va a grabar y nosotros le vamos a llamar a usted”. Uno de ellos me dijo que me iban a llamar y me iban a dar un número al que tenía que mandar esa grabación.

Yo les dije que estaba bueno. “Venga”, me dijo uno. “Aquí no hemos terminado, no sea malcriado”, me dijo cuando yo intenté irme. “La cosa es que por haber jugado con nuestra mente le vamos a pegar un corte”, me dijo. Ah, ¿me van a golpear?, les pregunté yo. Sí, me dijo. “Usted no se mete en problemas con nosotros, entonces no sé por qué anda metiendo la cara donde no le importa”, me dijo.

[Francisco volvió a sentir ese impulso de valentía y coraje que hasta hoy no sabe explicar bien. Se quitó la chumpa que andaba y se puso las manos cubriéndose el estómago y los testículos. Y comenzó la lluvia de patadas].

Entraban tres, salían, y entraban otros cuatro… así estuvieron en el círculo hasta que yo quedé sin aire. Como al minuto me dejaron de pegar y advirtieron que no le fuera a decir a la jura.

Quizá es raro, pero cuando me cayó la última patada yo me sentí contento. Contento porque me habían dejado vivo. Sentí un gran alivio en medio del dolor en la espalda y el estómago. Entonces salí caminando todo patojo lo más rápido que pude.

Cuando llegué a la casa, les dije “nos vamos de aquí”.

Liliana y Francisco, en entrevista con Factum, poco antes de abandonar El Salvador. Foto FACTUM/Salvador Meléndez

La huida

Francisco había conocido a la amiga que ayudó a Fredy a salir del país. Ella misma le había dicho días antes que después de la huida de su amigo correría peligro, y le prometió que pronto lo ayudaría a salir también. Francisco la llamó de emergencia el domingo y le dijo que lo iban a matar.

La amiga tampoco quiso llamar a la policía para salvar a Francisco. No confió en el Estado. Prefirió llamar a un antropólogo y a un periodista.

Francisco esperó toda la noche adentro de un cabezal abandonado en un predio cerca de su casa. Desde ahí se comunicaba con nosotros y vigilaba al mismo tiempo, esperando a ver un movimiento sospechoso, un vigilante de la pandilla, una señal que le indicara que el plan podía salir mal.

–Desde que me llamaron la primera vez no había podido dormir bien, pero esa noche no pegué los ojos para nada. Hasta respiraba suavecito para no hacer ruido y me quedé esperando a que llegaran ustedes en el carro.

Cerca de las 2:00 de la madrugada del martes 7 de marzo, un pequeño auto oscuro, con dos tipos abordo, se estacionó en la entrada de un callejón de tierra. Francisco lo vio llegar y esperó un rato.

–Yo, realmente, estaba esperando a ver si les caían los pandilleros o algo, porque si les caían todo iba a salir realmente mal. Nos hubieran matado a todos. Pero ya al ratito, cuando vi que no salió nadie, me tiré del cabezal y salí corriendo para la casa.

El teléfono de Francisco sonaba insistentemente. Las llamadas salían desde el teléfono de Juan y del mío, y nada. Hasta que por fin Francisco contestó. “Ya voy, ya voy, ¡ya los ví!”, nos dijo. Entonces, a lo lejos, vislumbramos a dos mujeres caminando apresuradas por un callejón de tierra en la oscuridad de la noche. Una de ellas cargaba una maleta con ropa; la otra, un bebé de ocho meses. Unos metros atrás venía corriendo un joven con otro bulto en las manos, intentando alcanzarlas. Todos suben al carro y salimos espantados.

Francisco y Lily terminan de contar su historia frente a una grabadora en la sala de un hostal donde esperan su viaje hacia al extranjero. Al final de la entrevista se les ve un poco temerosos todavía, pero con una chispa de esperanza que a veces les saca sonrisas del rostro.

Antes de apagar la grabadora, lanzo una última pregunta. “¿Cómo te imaginás que sería un país sin pandilleros?” Lily es la primera en responder.

–… Sería como un sueño. La verdad, no puedo imaginarlo, dice Lily, mientras hace un esfuerzo mental y continúa: yo creo que la costumbre de eso me hace pensar que no existe un lugar así.

Luego contesta Francisco.

–La verdad yo, lo imagino como un sueño porque desde mis 10 años he oído sobre las pandillas, pero yo me imagino que en un lugar sin pandillas podés salir a cualquier colonia sin que nadie te diga nada. La verdad es que sería bonito, sería… muy bonito.

El gobierno que desconoce a sus desplazados

La historia de Francisco y su familia no es única. Es una de muchas, de decenas, de cientos de familias que sufren a diario las amenazas de las pandillas en El Salvador y se ven obligadas a dejarlo todo para salvar la vida. Sin embargo, a Francisco y su familia el Estado salvadoreño le ha dado la espalda.

El gobierno de El Salvador se niega rotundamente a reconocer el desplazamiento forzado por violencia en el país. En un acto de ceguera voluntaria, las autoridades de Seguridad han decidido desconocer a esas víctimas. Y no solo eso, también las llaman mentirosas y aprovechadas.

En marzo pasado, Factum publicó una entrevista con Fátima Ortiz, la directora de Atención a Víctimas, una dependencia del ministerio de Justicia y Seguridad Pública. En esa plática, la encargada de la única dependencia del Estado salvadoreño que vela específicamente por las víctimas dejó al desnudo la posición del gobierno en este tema.

Sin tener un estudio propio que dimensione el tamaño del fenómeno, Ortiz y el gobierno en general se han empeñado en negar el desplazamiento forzado y en descalificar estudios realizados por oenegés que trabajan directamente con víctimas, como la Mesa de Sociedad Civil por el Desplazamiento Forzado por Violencia, conformada por 14 oenegés que a su vez ayudan a las víctimas.

El más reciente informe de Médicos Sin Fronteras (MSF) da luces sobre el fenómeno. MSF es un organismo internacional que trabaja con proyectos médico-humanitarios en más de 60 países, ayudando a víctimas de conflictos armados, epidemias, desastres naturales y exclusión de la atención sanitaria.

El informe señala que “la violencia experimentada por la población del Triángulo Norte centroamericano no es diferente de la que se vive en un país en guerra”. Esta afirmación se basa, según el documento, en dos años de experiencia atendiendo a migrantes centroamericanos que cruzan la frontera de México.

Una encuesta realizada por MSF a 467 migrantes y refugiados en los albergues mexicanos de Tenosique, Ixtepec, Huehuetoca, Bojay y San Luis Potosí reveló que el 92,2% de los migrantes y refugiados atendidos en 2015 y 2016 habían sufrido un evento violento en su país de origen o durante la ruta a través de México. Además, casi el 40% de los entrevistados mencionaron, como principal causa de la huida, el haber sufrido ellos mismos o sus familias ataques directos, amenazas o extorsión, o haber sido blanco del reclutamiento forzoso por parte de bandas criminales.

En particular, el 56,2% de los salvadoreños y el 45,4% de los hondureños entrevistados habían sufrido alguna muerte violenta dentro de la familia en los dos años anteriores a la salida del país. Y la mitad de los entrevistados (50,3%) se habían marchado de sus hogares por razones exclusiva o parcialmente relacionadas con la violencia.

***

Luego de dos semanas de viajes, Francisco llegó a un albergue para refugiados, lejos de la Mara Salvatrucha, lejos de las balas, lejos de El Salvador. Cuatro meses después, escribe un mensaje de texto por Whatsapp muy contento: “Ya nos aceptaron la solicitud d q nos van a dar la credencial!”

El caso de Francisco y su familia ha sido aceptado por una comisión para ayuda de refugiados en el extranjero. Ahora, según cuenta, Francisco tiene un empleo en una pequeña tienda, cerca de donde vive; Liliana trabaja en una escuela y su madre es empleada doméstica.

Francisco habla impresionado de lo que ha visto en el extranjero: “Estamos viviendo en un edificio bien alto y por las noches, viera, la gente aquí anda caminando con el celular en la mano, y es bien noche, ¡pero no les da miedo que nadie se los robe!”

–Pero ¿cómo estás, te pagan lo justo en tu trabajo?, pregunto.

Francisco titubea al dar su respuesta. Le da vueltas, pero termina admitiendo que no, que no es un pago justo por su trabajo porque son jornadas muy largas y con lo que gana le alcanza para muy poco. En su respuesta no hay un tono de tristeza. Más bien lo dice con alegría. Al final, cierra con una frase que quizá lo explique mejor.

–Aquí la vida también es dura, pero al menos nadie nos quiere matar.


*Con reportes del antropólogo Juan Martínez d’Aubuisson.

[Nota: los nombres de esta historia fueron cambiados por motivos de seguridad].

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