Torturas: otra sombra que acecha al fiscal adjunto

Un expandillero que busca asilo en Estados Unidos confirma las acusaciones de tortura, recogidas en un informe de la PDDH, permitidas por fiscales que investigaban el homicidio del sindicalista Gilberto Soto. Entre ellos, Allan Hernández, fiscal adjunto.

Foto FACTUM/Archivo


Wilson Rivera Torres, un expandillero del Barrio 18 que busca asilo en Estados Unidos, confirma acusaciones de tortura contra miembros de la Policía y dice que los fiscales asignados a una investigación por homicidio presenciaron cómo los policías lo torturaron para obligarlo a dar una confesión falsa sobre la supuesta autora intelectual del asesinato del sindicalista salvadoreño-estadounidense Gilberto Soto en 2004. Uno de esos fiscales es Allan Hernández, el segundo al mando en la Fiscalía General. Las acusaciones de Rivera coinciden con acusaciones que hace 14 años hizo la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.


Wilson Rivera Torres está preso en una cárcel de Maryland, cerca de la capital de Estados Unidos. Sobre él pende una orden de deportación. Esta tarde de junio de 2015, Wilson está por hablar, en prisión, con un abogado y dos investigadores particulares para contarles lo que luego repetirá ante un juez migratorio en la ciudad de Baltimore en un intento por evitar su deportación y pedir asilo en los Estados Unidos. Está por contarles que, en 2004, en El Salvador, su país de origen, unos policías lo torturaron y unos fiscales avalaron las torturas para que dijera mentiras en la investigación por el asesinato de Gilberto Soto, un sindicalista salvadoreño-estadounidense, ocurrido en abril de ese año.

En aquella cárcel de Maryland, Wilson delinea el testimonio que a finales de ese mes escuchará el juez migratorio del 4to. distrito en Baltimore. Se puede resumir así: él, Wilson Rivera Torres, no puede volver a El Salvador porque en 2004 traicionó a su pandilla, el Barrio 18, al colaborar con las autoridades. Por esa traición, los pandilleros le mataron un hermano en abril 2012. También dice Wilson que mientras colaboraba con fiscales y policías fue víctima de torturas. El abogado del salvadoreño también alegará que quienes torturaron a su cliente siguen manteniendo posiciones de poder en El Salvador.

—¿Quién te torturó?, pregunta en español a Wilson uno de los investigadores en la cárcel estadounidense.

—Policías. De la DECO… (División Especial contra el Crimen Organizado)

—¿Había fiscales presentes?

—Sí, dos licenciados.

Esta tarde de junio de 2015, Wilson Rivera Torres repite las mismas denuncias de torturas que él y otros pandilleros detenidos y juzgados por el asesinato de Soto habían hecho contra agentes del Estado salvadoreño más de 10 años antes. En ambas ocasiones, tanto él como sus compañeros, incluyeron denuncias de golpizas, amenazas de muerte y la introducción de objetos como palos de escoba en el ano.

“El interrogatorio al que fueron sometidos, según los indicios recabados por esta Procuraduría, estuvo acompañado de actos de violencia física y psicológica consistentes en golpes, provocación de asfixia que pudo generar desmayos y agresiones o vejaciones sexuales”, dice en un informe sobre el asesinato de Soto publicado el 13 de enero de 2005 por la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH). En el documento, la PDDH concluye que los hechos denunciados por Rivera Torres y sus compañeros “constituyen -desde los puntos de vista fáctico y jurídico- torturas que reproducen prácticas de los anteriores cuerpos de seguridad (de El Salvador)…”

La PDDH, de hecho, da por sentadas las torturas: “En dos ocasiones la Procuraduría hizo declaraciones de la sospecha de encubrimiento en el caso y denunció que dos de las personas detenidas como testigos para la investigación fueron torturadas con el propósito de (que) confesaran durante sus declaraciones. Uno de los testigos fue Wilson Rivera Torres”.

La Procuraduría señala a miembros de la Policía Nacional Civil (PNC), entre ellos al detective Elías Isaac Amaya Villalta, como presuntos culpables de las torturas y a dos fiscales de la Unidad Contra el Crimen Organizado (UCCO) como presuntos responsables de omisión en las investigaciones de estos crímenes.

“Debe señalarse la omisión de los agentes fiscales de la UCCO Allan Edward Hernández y Jaime Cruz Parada, de tramitar diligencias de investigación por el posible delito de torturas”, asegura la PDDH. Catorce años después, tras pasar por importantes oficinas de la Fiscalía, como la jefatura de la unidad antiextorsiones, y de ocupar una plaza de jefe de investigación en la Misión internacional contra la impunidad en Honduras (MACCIH), Allan Hernández ha sido nombrado fiscal adjunto de El Salvador, el segundo al mando en la oficina encargada de defender los intereses de la ciudadanía y el Estado desde principios de este año.

Beatrice de Carrillo, la abogada que era procuradora de Derechos Humanos en 2005, dirigió las investigaciones en torno al caso Soto. En marzo de este año, en una conversación con Factum, confirmó las sospechas sobre las torturas, las irregularidades en la investigación fiscal y lamentó que el Estado salvadoreño nunca las haya investigado.

“Todo estaba muy amañado. Yo sufrí mucha persecución porque buscaba la verdad, había un encubrimiento de cosas que no debían hacerse… No se investigó. No ve que uno de los fiscales involucrados ya tiene una buena posición ahora. Entonces conviene más en este país estar del lado del mal que del bien”, dice De Carrillo en referencia a Allan Hernández.

Factum intentó hablar con el fiscal adjunto Allan Hernández sobre este caso. Fue imposible. Desde la oficina de comunicaciones de la fiscalía informaron que estaba fuera del país y que no sabían cuándo regresaría.

El fiscal adjunto Allan Hernández (izquierda) cuando fue juramentado en el cargo por el fiscal general Raúl Melara. Foto: FGR

En agosto de 2015, ante una corte migratoria de Baltimore, en Maryland, Wilson Rivera Torres repite su testimonio sobre las torturas como argumento principal para convencer al tribunal de que su vida corre peligro si es deportado a El Salvador. Alega que pueden matarlo sus excompañeros o agentes del Estado a los que había denunciado. Pide al juez que no lo deporte y que le conceda asilo.

En un documento judicial al que Factum tuvo acceso consta el alegato de Rivera Torres: “Tiene un temor fundado en que su vida correría peligro debido a que este caso es de dominio público, en donde participaron personajes con mucho poder político y de otras índoles, y que actualmente mantienen ese poder”, se lee en el documento, que fue firmado el 12 de junio de 2015 y anexado a la causa migratoria A#099-651-038. Esto es, más de tres años antes del nombramiento de Allan Hernández como fiscal adjunto en El Salvador.

La corte de Maryland, según consta en documentos judiciales a los que Factum tuvo acceso, no concedió asilo, pero sí detuvo la deportación inminente de Rivera. Su caso aún está pendiente de apelaciones, confirmó en marzo de este año una fuente judicial cercana al proceso que no puede ser identificada por regulaciones legales en los Estados Unidos. El nombramiento de Hernández como fiscal adjunto, según confirmó esa fuente, será introducido como agravante en la petición de Wilson Rivera Torres.

El caso Soto y la investigación malograda

El relato sobre las torturas que Wilson Rivera Torres hizo en 2015 en Maryland, que coincide con los informes de la PDDH, es parte esencial en el intento fallido del Estado salvadoreño por llevar ante la justicia a los autores materiales del asesinato de Gilberto Soto, un salvadoreño-estadounidense radicado en Nueva Jersey que era miembro del sindicato de camioneros conocidos como los Teamsters en los Estados Unidos, y quien en 2004 estaba de viaje en El Salvador para ver a su madre y reunirse con sindicalistas locales.

Soto fue asesinado el viernes 4 de noviembre de 2004. El 3 de diciembre siguiente la PNC presentó a la prensa nacional a tres miembros del Barrio 18 y a una mujer como presuntos responsables del crimen. Los nombres de los pandilleros, presentados como responsables materiales, son Herber Joel Gómez Ramírez, Mario Jaime Ortiz y Santos Sánchez. La mujer, supuesta responsable intelectual, es Rosa Elva Zelaya de Ortiz, exsuegra de Gilberto Soto.

La PDDH refiere, en su informe de enero de 2005, que el día de las capturas la Policía habló de un cuarto implicado como autor material, al que no presentó junto a los demás. Ese cuarto sospechoso, según determinarían investigaciones y acusaciones formales posteriores, era Wilson Rivera Torres, a quien las autoridades solo identificaban como Wilson N. en comunicaciones oficiales.

Según la PDDH, el objetivo de no presentar a Rivera Torres era, en aquel momento, que la Fiscalía le ofreciera beneficios a cambio de su testimonio.

Rivera alegó, en la cárcel de Maryland, que oficiales del Estado salvadoreño lo torturaron para que firmara una confesión en la que culpaba a la exsuegra de Soto como autora intelectual del asesinato. Las torturas, dice Rivera Torres en coincidencia con el informe de PDDH, lo incluyeron a él y al menos a otro de los pandilleros detenidos por el asesinato.

En su relato en la prisión estadounidense, Rivera Torres añadió que las torturas se extendieron en días posteriores a la detención. En una ocasión, contó, policías a los que no identifica lo llevaron a una propiedad cerca de Berlín, en Usulután, donde lo golpearon y lo torturaron como parte de la presión para que firmara una confesión falsa.

En su reporte sobre Santos Sánchez Ayala, otro de los pandilleros detenidos, la PDDH incluye el testimonio que dio en la sede de la Procuraduría el 9 de diciembre de 2004 a las 9:00 a.m.:

“Un agente (de la PNC) le dio a otro un palo, diciéndole que ‘se lo metiera en el culo’ y daban nalgadas en sus glúteos, dicho palo según el dicente fue utilizado con el fin expresado anteriormente, lo cual le provocó sangramiento en su ano; simultáneamente a todo lo anterior le preguntaron si había matado ‘al americano’ diciéndole un nombre el cual no recuerda, pero que era ‘sindicalista’ e insistían en que aceptara que él había matado al señor que le mencionaban y que si no lo aceptaba le pasaría lo mismo a él; agrega que también intentaron meterle un “panal” [de abejas] en la calzoneta…”, se lee en el folio 62 del informe de la PDDH de enero 2005.

El 8 de diciembre de 2004, Sara Esther Alvarado, defensora pública de los pandilleros, reiteró en la audiencia inicial por el asesinato de Gilberto Soto, que Santos Sánchez Ayala, uno de los implicados, le había denunciado las torturas y pidió al juez que autorizara un examen del Instituto de Medicina Legal. El tribunal autorizó el peritaje tres días después, y las realizó hasta el 14 de diciembre, 11 días después de la denuncia del imputado. Los resultados del examen fueron negativos.

Parte de las recomendaciones de la PDDH que se refieren al ahora fiscal adjunto Allan Hernández, señalado por su vinculación en un caso de tortura.

Wilson Rivera Torres también habló con al menos una agente de la PDDH sobre las torturas, pero en su caso no se practicaron exámenes.

Ron Carver, un investigador y activista estadounidense que en 2004 fue parte de una delegación oficial de los Teamsters que llegó a El Salvador a realizar sus propias indagaciones y a exigir al gobierno de Antonio Saca una investigación profesional en el caso Soto, estuvo presente en 2015 en la conversación con Wilson Rivera en la cárcel de Ocean City. En una plática con Factum, realizada en Washington, DC, a principios de marzo de este año, Carver asegura que el expandillero salvadoreño contó, entonces, que “lo habían torturado”.

En la prisión de Maryland, Carver volvió a escuchar, de boca de la víctima, la denuncia de tortura que había oído por primera vez en San Salvador en 2004 a investigadores de la PDDH designados para dar seguimiento a la actuación del Estado salvadoreño en el caso Soto.

Zaira Navas, una abogada que en 2009 fue nombrada Inspectora General de la PNC en la administración del expresidente Mauricio Funes y que en 2004 trabajaba en la PDDH, aseguró que ella entrevistó a Wilson Rivera en las bartolinas de la División Antinarcóticos de la Policía. “La persona que lo visitó al momento de la detención, que era la jurídica de turno, los vio bien golpeados y pidió asistencia médica… La denuncia la pusieron desde la misma PNC, informando que tenía a personas detenidas y estaban muy golpeadas”.

En Maryland, en 2015, Rivera Torres dijo que diez años antes había aceptado a los fiscales del caso que fue él quien proveyó a otros tres miembros del Barrio 18 con la pistola utilizada para asesinar a Soto, y con la bicicleta que uno de ellos usó para ir a la casa de la madre del sindicalista el día que lo mataron. También aseguró que a uno de sus compañeros le ofrecieron 1,000 dólares por el asesinato. Lo que, según él, no dijo nunca a los agentes del Estado salvadoreños es que la suegra de Soto fue quien dio el dinero. Las torturas, insistió Wilson, eran para obligarlo a señalar a la mujer.

Ni los compañeros de Gilberto Soto en los Teamsters ni la procuradora De Carillo creyeron nunca en la versión de la exsuegra asesina. “No creo que se haya encontrado al responsable de ese delito porque está relacionado con la actividad sindical de Gilberto. Cómo es que lo mató alguien así, evidentemente fue un sicario; tuvieron el descaro de decir que fue la (ex) suegra, una viejita que vendía en el mercado”, dice la exprocuradora.

Al final, la Fiscalía basó su acusación de Elva Zelaya de Ortiz en las declaraciones de dos testigos a los que nunca identificó. La PDDH también señaló esa circunstancia: “En numerosas ocasiones a lo largo del expediente, los informantes secretos definieron los resultados de la investigación y justificaron las detenciones. Todas las informaciones de este tipo se consignan en actas policiales, nunca en declaraciones escritas”, se lee.

En febrero de 2006, tras examinar más de un centenar de pruebas presentadas por la Fiscalía, el tribunal de sentencia de Usulután condenó a Heber Joel Gómez a treinta y cinco años de cárcel por el homicidio agravado y absolvió de toda responsabilidad a Zelaya de Ortiz. En el caso de la mujer, falló el tribunal, la prueba fue insuficiente, según se lee en la resolución 0501-23-16 sobre la causa penal número U-10-01-2006-3, dictada a la 3:40 p.m. del 24 de febrero de aquel año.

Para entender la urgencia de la Policía y la Fiscalía General salvadoreños por obtener, a poco del asesinato de Soto, una confesión que implicara a Zelaya de Ortiz para presentarla como autora intelectual del homicidio ante la opinión pública hay que repasar el contexto político de El Salvador, donde en aquellos días recién se estrenaba la administración de Elías Antonio Saca, el cuarto presidente elegido con la bandera del partido Arena.

La presión sobre la administración Saca

El asesinato de Soto marcó la primera crisis internacional para el presidente Saca, cuya administración se movilizó, a pocas horas del crimen, a descartar cualquier posible móvil político del asesinato.

El nuevo gobierno, instalado apenas cinco meses antes, empezó a recibir la semana posterior al crimen presiones desde oficinas de congresistas estadounidenses, así como mensajes que los Teamsters hicieron llegar a la embajada salvadoreña en Estados Unidos, según confirmó en febrero pasado en Washington Ron Carver, el excolaborador del sindicato de camioneros que en 2015 habló con Wilson Rivera Torres y que en 2004 era el jefe de Gilberto Soto.

Gilberto Soto (izquierda) junto a Jimmy Hoffa, Jr., el presidente de los Teamsters.

La administración Saca sabía que el asunto podía salirse de las manos y optó por responder de inmediato, con una declaración política antes que con una investigación policiaca profesional. El lunes 7 de noviembre, René Figueroa, entonces ministro de Gobernación y uno de los hombres más cercanos al presidente, dio una conferencia de prensa para descartar, sin brindar evidencia, cualquier móvil político en el crimen de Soto. Prometió una investigación a profundidad.

Al gobierno le urgían sospechosos y culpables.

Carver era amigo cercano de Gilberto Soto y en 2004 fue una de las personas que movilizó, en la sede central del sindicato en Washington DC, la operación política destinada a presionar al gobierno de El Salvador para intentar una investigación profesional. A él los pasos de la administración Saca le parecieron sospechosos desde el principio.

Lo primero que le extrañó, dice, fue la conferencia de prensa que el ministro René Figueroa dio el lunes 7 de noviembre de 2004, menos de 72 horas después del asesinato. “Dijo que descartaba el móvil político, pero nadie estaba hablando de eso en ese momento. ¿Por qué decir eso?”, analiza Carver. Los Teamsters enviaron a Carver a San Salvador a buscar respuestas.

Con el tiempo, los Teamsters y otros investigadores salvadoreños independientes manejarían la tesis de que el móvil del asesinato de Soto había sido por sus intenciones de establecer una organización sindical en el Puerto de Acajutla, el cual, decían, estaba controlado en parte por grupos de narcotráfico. Las autoridades salvadoreñas nunca investigaron esta versión. Como sea, a tres días del asesinato, el ministro Figueroa había descartado ya el móvil político.

Antes de viajar a Centroamérica, Carver se reunió, en Washington DC con René León, el embajador de El Salvador ante la Casa Blanca. El 16 de noviembre, Carver y León se encontraron con John Sweeney, asesor de Jimmy Hoffa, Jr., el presidente de los Teamsters, para “solicitar ayuda en presionar a las autoridades salvadoreñas para que intensifique la investigación del asesinato”.

Carver asegura que reclamó a León, en aquel encuentro, por las declaraciones apresuradas del ministro René Figueroa. León, según el recuento de Carver, dijo que no encontraba explicación para esa decisión del titular de Seguridad Pública del gobierno Saca.

El 23 de noviembre de 2004, cuando aún no había capturas por el asesinato, la presión creció. Ese día, 72 miembros del Congreso enviaron una carta a Colin Powell, secretario de Estado de la administración de George W. Bush, para pedirle su intervención personal en el asunto.

“Respetuosamente le urgimos que exija al presidente Elías Antonio Saca González y al Gobierno de El Salvador que lleven una inmediata y profunda investigación de este asesinato. Además, le pedimos que usted personalmente asegure los recursos de los Estados Unidos y personal para ayudar al gobierno de El Salvador, en lo necesario, en esta investigación y en el monitoreo del progreso (de la misma)”, decían en esa misiva.

Copia de la carta que Jimmy Hoffa jr envió el pasado 3 de marzo al entonces fiscal general Douglas Meléndez, en la que pide reabrir el caso Soto para investigar torturas a las que fueron sometidos los pandilleros acusados de asesinar al sindicalista.

Mientras esto ocurría en las altas esferas diplomáticas en Washington, en Usulután y San Salvador la UCCO de la Fiscalía General y la DECO de la PNC empezaban a alimentar un expediente de investigación que, según una queja formal de la PDDH, nadie más que los fiscales había visto al 30 de noviembre de 2004, poco antes de las capturas de los pandilleros implicados.

Según la PDDH, la versión oficial del gobierno, según la cual la exsuegra de Soto era autora intelectual del crimen, estaba basada en “una versión de los hechos a partir del uso reiterado de informantes confidenciales, es decir, fuentes anónimas cuya identidad nunca es revelada y las cuales aportan la información acerca de cómo sucedieron los hechos, la identidad de los responsables y los móviles del crimen”.

Una auditoría que la PDDH realizó a las diligencias iniciales de la investigación hecha por la DECO revela, en efecto, que todas las pesquisas iniciales que llevaron hasta los pandilleros implicados están basadas en declaraciones de al menos seis informantes que nunca son nombrados en el expediente.

Al armar el caso, los fiscales de la UCCO agregaron un posible móvil: la exsuegra de Soto mando a matar a su yerno para cobrar un seguro de vida de la que la exesposa del sindicalista era beneficiaria. Esa versión también terminó cayéndose.

Sobre la autoría intelectual se dice que dos informantes, tampoco identificados, señalan a la exsuegra de Soto como responsable. Además, a pocos días de las capturas, el fiscal Rodolfo Delgado, de la UCCO, reiteró la participación de los testigos anónimos y adelantó que uno de los supuestos pandilleros recibiría criterio de oportunidad (beneficios penales a cambio del testimonio) porque, en entrevistas, había responsabilizado a la mujer.

Lo cierto es que el tribunal de sentencia de Usulután encontró pruebas sobre la autoría material, incluso en la declaración de Wilson Rivera Torres. La Fiscalía no presentó, más allá de las supuestas confesiones de los informantes secretos, pruebas de la autoría intelectual.

Carver coincide con la exprocuradora De Carrillo en que la tesis era descabellada desde el principio. La familia de Soto en los Estados Unidos, encabezada por su hermano, publicó a finales de 2004 un campo pagado en el que desvirtuaban a la Fiscalía al revelar, entre otras cosas, que sí había un seguro de vida por 250,000 dólares, pero que los beneficiaros del mismo eran los hijos de Soto, no su exesposa.

Para cuando el tribunal usuluteco liberó a la exsuegra de Soto, la euforia pública por el caso del sindicalista asesinado había cedido en San Salvador y en Washington. Los ecos del crimen, sin embargo, llegarían hasta 2015 en forma de la declaración de Wilson Rivera Torres ante el tribunal migratorio de Baltimore.

El periplo de Wilson

Wilson Rivera Torres ha entrado dos veces de forma irregular a los Estados Unidos. La primera fue el 14 de abril de 2006, según consta en el caso criminal número DR306-3755M, abierto por el delito de entrada irregular en la corte distrital oeste en Del Río, Texas. El 26 de abril de ese año, el salvadoreño se declaró culpable ante el juez Víctor Rivera García, con lo que empezó su primer proceso de deportación.

En 2015, en la cárcel de Maryland, Rivera Torres narra, con voz suave, apenas audible en ocasiones, los sucesos que lo habían llevado, nueve años antes, a intentar cruzar el Río Grande en Texas.

Todo empezó al final de la tarde del 2 de diciembre de 2004, cerca de la ciudad de Berlín, en Usulután. Seis policías, cubiertos los rostros con gorros Navarone, llegaron al taller de mecánica en que Wilson trabajaba. Le dijeron que estaban ahí para arrestarlo por el asesinato del “sindicalista americano”.

Algunos días después, Rivera Torres contó su primera versión de esa noche a investigadores de la PDDH:

“Pasó la noche encapuchado, esposado y sentado en una silla de madera y al día siguiente le hicieron firmar unos papeles que no leyó y sobre los que no se le dijo el contenido. Posteriormente, fue trasladado en un vehículo a las cercanías del mercado de Usulután, con el objeto de que identificara a una persona, a la cual no vieron; momentos más tarde, aproximadamente a las 06:30 de la mañana, fue trasladado a otro vehículo para conducirlo a San Salvador, llevándolo, según él, en horas de la mañana, a las instalaciones de la DIC…”, se lee en el informe de la Procuraduría.

Pasaron 16 horas desde la captura hasta que Wilson fue registrado formalmente como detenido en las instalaciones policiales en San Salvador. Dieciséis horas de las que no hay registro oficial alguno.

En la cárcel de Maryland, Wilson dice algo que no consta en aquel informe: aquella noche del 2 de diciembre fue la primera vez en que agentes de la Policía salvadoreña lo golpearon hasta desangrarlo, y la primera que lo agredieron sexualmente con un palo de escoba.

“Respecto a las confesiones extrajudiciales del señor… Wilson N -como la Fiscalía identificó a Rivera Torres en un inicio-, rendidas en sede policial ante la presencia del agente fiscal Allan Hernández, esta Procuraduría estima que las mismas no se produjeron en forma libre y espontánea y que, para su obtención, medió la coacción a través de agresiones físicas y psicológicas”, sentenció la PDDH en 2005 sobre lo ocurrido ya cuando Rivera Torres estaba en las bartolinas de la División de Investigación Criminal.

Cuenta Wilson que, después de los golpes y las torturas, él aceptó colaborar con la Fiscalía. Vestido con el uniforme azul marino que se usa en esta cárcel estadounidense, y ataviado con una nueva fe a la que insiste seguir para “cambiar su vida”, el expandillero dice que pensó en su familia -su madre y sus hermanos- al aceptar el trato que le ofrecieron los fiscales.

Les dijo que él había aceptado 20 dólares por prestar la bicicleta roja a otros dos miembros del Barrio 18 en la colonia Saravia de Usulután, y que él les había proveído el arma con la que dispararon a Gilberto Soto el 4 de noviembre de 2004, un revólver marca Tauro calibre .38 mm, con cacha de madera seria 1229648. Este testimonio, certificado por los fiscales, y eventualmente aceptado por el tribunal, fue indispensable para la condena de Herber Joel Gómez, el tirador.

En la auditoría que hizo al proceso judicial, la PDDH determina, de hecho, que todas las capturas por el caso Soto están, en buena medida, “fundamentadas” en las confesiones extrajudiciales de Wilson Rivera Torres. La primera de esas confesiones, en la cual la Fiscalía basó las órdenes administrativas de arresto contra los presuntos implicados, ocurrió oficialmente el 3 de diciembre de 2004, el mismo día de las capturas, en las instalaciones de la División de Investigación Criminal de la PNC (DIC) en San Salvador, en “presencia del fiscal Allan Edgard (sic) Hernández”.

En su informe de 2005, la PDDH concluyó que Wilson y otros testigos en el caso habían sido “coaccionados” para que confesaran. La Procuraduría dio por establecida la violación a los derechos a la integridad física y sicológica de Wilson Rivera Torres, y atribuyó al fiscal Allan Hernández parte de la responsabilidad en esas violaciones.

Después de los primeros maltratos, cuenta el expandillero, la relación con la autoridad mejoró un poco. Dice Wilson Rivera Torres que durante un tiempo dos agentes de la PNC rondaban por su casa, en Usulután, mientras él tuvo calidad de testigo protegido. Al final, reflexiona Wilson en Maryland, la presencia de los agentes fue peor para él, porque mantuvo viva la traición en la memoria del Barrio 18.

Parte del peligro que rondaba sobre Wilson era responsabilidad de la Fiscalía General, que a pesar de haberle otorgado medidas de protección, criterio de oportunidad, y de haber solicitado al tribunal que no se desvelara su identidad, escribió el nombre completo del pandillero en la acusación formal que presentó en el caso -un tipo común de negligencia en la fiscalía salvadoreña.

Al final, Wilson decidió huir a los Estados Unidos en abril de 2006. Esa fue la primera vez que lo agarraron. Tuvo que volver a El Salvador.

La segunda entrada ilegal de Rivera Torres a Estados Unidos ocurrió el 12 de febrero de 2014. Esta vez, el salvadoreño se hizo de un mejor abogado, uno que le mostró, tras escuchar su historia, un camino para pedir asilo basado en una “declaración creíble de temor” a sufrir daños físicos, sicológicos, a ser asesinado o torturado en caso de ser deportado a su país de origen.

Fue en el marco de ese proceso migratorio que el representante de Rivera Torres volvió a revivir el caso Soto en las oficinas de los Teamsters en Washington, DC.

En febrero de 2015, la oficina del abogado Charly Carrillo, representante legal de Rivera, contactó, por confusión, al sindicato AFL-CIO en la capital estadounidense. Los abogados sabían, por el relato de su cliente, que el caso del sindicalista asesinado y la participación de Rivera Torres en el mismo eran una buena base para la petición de asilo, pero Wilson solo les había hablado de un sindicalista estadounidense, no de la organización a la que Soto estaba afiliado. AFL-CIO los remitió a los Teamsters. Fue entonces que Ron Carver volvió a su intento por buscar la verdad sobre la muerte de Gilberto Soto, su amigo y excompañero.

Los abogados de Rivera Torres contaron a Carver que el expandillero salvadoreño les había explicado que las autoridades de su país lo habían “sometido a torturas” y pidieron al exmiembro de los Teamsters que sirviera como testigo en el caso de asilo, según una comunicación electrónica del 11 de abril de 2015 a la que Factum tuvo acceso.

Carver se negó a servir como testigo. “Desde que hablé con él en la cárcel tuve sentimientos encontrados… Él me dijo, de su boca, que había dado el arma con la que mataron a Gilberto”, dice. Lo que sí hizo Carver fue insistir a los Teamsters -él había dejado de trabajar en el sindicato- que retomaran el caso y volvieran sobre la presión política al gobierno salvadoreño, en 2014 presidido por Mauricio Funes.

Las gestiones avanzaron un trecho. Jimmy Hoffa, Jr., presidente del sindicato, firmó una carta abierta a Luis Martínez, entonces fiscal general de El Salvador, pidiendo que reabriera la investigación por el asesinato. Uno de los argumentos de esa petición está basado en lo que Ron Carver le contó tras los intercambios con los abogados de Rivera Torres: “he visto reportes de que el encubrimiento incluyó vejaciones sexuales a los pandilleros acusados del asesinato con el fin de extraerles confesiones falsas”, escribió Hoffa, Jr. en febrero de 2015.

Más tarde, ese año, el fiscal general Martínez se reunió con Carver y dos representantes de los Teamsters y les ofreció estudiar la reapertura del caso, incluso formar un equipo especial para retomar la investigación. Nada de eso ocurrió.

Luis Martínez, hoy preso por casos de corrupción, no fue el primer fiscal que se desentendió del caso Soto y de las acusaciones de torturas relacionadas en esa investigación.

Desde enero de 2005, cuando elaboró su informe sobre la actuación de agentes de la PNC y la Fiscalía en la investigación, le PDDH hizo recomendaciones específicas al entonces fiscal general, Belisario Artiga, sobre las actuaciones de Rodolfo Delgado, Allan Hernández y Jaime Cruz Parada, los tres abogados que, en nombre del Estado, habían dirigido todas las pesquisas en el caso Soto.

En específico, la PDDH pidió a Artiga, “promover de manera inmediata la investigación… a efecto de establecer las responsabilidades penales y administrativas en que hubieran incurrido… por su probable participación en los actos de tortura y otras afectaciones a la integridad personal de los detenidos… por su omisión de promover investigación ante los abusos policiales”. La Procuraduría también recomendó investigar a Hernández por un posible allanamiento ilegal y por omisión en sus funciones.

Belisario Artiga nunca investigó. Tampoco lo hicieron Félix Garrid Safie, Romeo Barahona o Astor Escalante, los fiscales generales que le sucedieron. Como no lo hizo Luis Martínez.

De hecho, mientras nadie investigaba las acusaciones hechas en su contra en el caso Soto, Allan Hernández  vio crecer su carrera: se convirtió en uno de los fiscales salvadoreños más apreciados por la embajada de los Estados Unidos en el país; Luis Martínez lo nombró jefe de la unidad antiextorsiones y también recaló en la misión contra la impunidad auspiciada por la OEA en Honduras, la MACCIH, como jefe de investigación. A principios de este año fue nombrado fiscal adjunto por Raúl Melara, el actual fiscal general.

En febrero, Revista Factum publicó una investigación en la que reveló que testigos vinculados a una investigación por corrupción que involucra al exfiscal general Martínez y a Enrique Rais, empresario prófugo de la justicia, señalaron a Allan Hernández de recibir sobornos y manipular investigaciones cuando fue jefe antiextorsiones. Raúl Melara, su jefe, se limitó a responder que él confiaba en su adjunto.

Mientras en El Salvador el fiscal adjunto parece escapar ileso a las sombras que siguen empañando su joven gestión como segundo al mando de la Fiscalía General, en Estados Unidos el hombre que lo acusó de torturarlo espera que un tribunal migratorio le dé asilo. Si eso ocurre será, en parte, porque ese tribunal dará por buena la versión de que la vida de Wilson Rivera Torres sigue corriendo peligro en El Salvador, ya sea porque sus excompañeros del Barrio 18 quieren matarlo o porque los agentes del Estado que lo torturaron y los que permitieron esas torturas siguen en posiciones de poder. Uno de esos agentes, según la PDDH y el mismo Rivera Torres, es el fiscal adjunto Allan Hernández.

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