“The shape of water”: los monstruos buenos de Guillermo del Toro

“The shape of water” es, en términos de estética visual, la más poética de las películas de Guillermo del Toro, la mejor lograda. Nominada a trece premios Oscar de la Academia —incluidos mejor director y mejor película— es la maduración de “El laberinto del fauno”, acaso la película que catapultó a Del Toro a la fama internacional.


La película empieza con una mujer que sueña mientras duerme en un cuarto sumergido en el agua. Una voz en off, la del actor Richard Jenkins, nos cuenta sobre el sueño:

“Si les hablase de ella, de la princesa sin voz, qué les diría…”, nos interroga, enigmático, el narrador, mientras la cámara del cineasta nos lleva, primero, por una antesala semi-inundada antes de pasearse, ya bajo el agua, por el cuerpo de la mujer que duerme, plácida. La mujer, sabremos luego, trabaja en una instalación en la que el gobierno de los Estados Unidos guarda terribles secretos. Ella, que es muda, es parte del equipo que hace la limpieza. Ella, ahí, se enamora de un monstruo, del monstruo bueno.

Y sabremos, muy pronto, que la princesa sin voz, interpretada con muchísima pasión por Sally Hawkins –nominada al Óscar a la mejor actriz–, vive de sus más humanas fantasías, de su pasión por la música y el baile, por ejemplo; pero también de la insaciable búsqueda del placer que la empuja a masturbarse a diario, con puntualidad, durante su baño matutino. El reino de esta princesa existe, más bien, dentro de ella, o más bien dentro de las fronteras que el mundo le ha dibujado, que parecen ser muchas.

Entendemos, desde los pases iniciales, que estamos en el terreno de la narrativa sublime, fantástica y sombría, con la que el mexicano Guillermo del Toro ha creado un lenguaje tan peculiar, tan suyo. Y sabemos, desde el principio, que el director, como lo ha hecho en otras de sus obras, tejerá de nuevo su fina telaraña para embaucarnos sin remedio con sus monstruos, sus princesas y sus villanos.

En muchos sentidos, “The shape of water” es la maduración de “El laberinto del fauno”, acaso la película que, con seis nominaciones al Oscar y tres estatuillas en 2006, catapultó a Del Toro a la fama internacional. Aquella película, la del fauno, es, si me preguntan, la obra culmen del cineasta mexicano, en la que establece las claves de la narrativa fantástica que lo ha hecho uno en el puñado de los directores más relevantes del nuevo siglo.

Nadie en los últimos años ha llevado a la pantalla grande, con tanta gracia como Del Toro, la metáfora de los monstruos fantásticos para poner al descubierto las simas más siniestras de los seres humanos, que siempre estarán, en maldad, un paso delante de faunos, criaturas subacuáticas o pequeños diablillos rojos empistolados.

En “The shape of water”, el cineasta -que escribe y dirige- vuelve a esa vieja fórmula para, con una densidad que resulta apabullante, hablar sobre monstruosidades tan actuales, urgentes, como el racismo, el acoso sexual y el odio al otro, al distinto, al que los dueños de las convenciones sociales consideran inferiores, alienados, inaceptables.

Es cierto que hablar de los odios en la era Trump se ha vuelto lugar común -por lo común de los odios-, y es cierto que uno puede llegar a fastidiarse un poco del activismo anti, sobre todo cuando llega desde una industria marcada por décadas de hipocresía y de protección velada a acosadores, racistas y homófobos. En el Hollywood de estos días, me parece, el activismo de chonguita en la solapa empieza ya a ser cansino. Y es esa la razón por la que vale la pena poner atención cuando una película no requiere más que de su propio lenguaje para enseñarnos con sus espejos los rincones más oscuros de nuestros pecados.

Eso es lo que hace “The shape of water”: retratarnos en los monstruos, villanos y héroes improbables que su creador nos pone enfrente.

Los héroes son, aquí, la mucama muda y su mentora, una negra que decide mandar a callar al inútil de su marido después de demasiados años bajando la cabeza, y un caricaturista gay que se ha negado demasiado tiempo la ilusión de la felicidad. La genialidad de Del Toro es que cada uno de ellos es creado con tanta fineza que sus personas, a pesar de pasarse el día hablando con monstruos o haciendo el amor bajo el agua, pasan con inusitado realismo por la pantalla.

Como ocurre con el fauno de  “El laberinto”, el humanoide anfibio de “The shape of water” no es más que una proyección de los humanos que le rodean, de sus violencias extremas, pero también de sus solidaridades más sublimes. El fauno, cuando se enoja con Ofelia, la niña protagonista de aquella película, es terrible, escalofriante, pero es un abuelo bonachón cuando la abraza; el anfibio de “The shape” puede, también, ser aterrador, cruel, cuando despliega garras y colmillos para saciar sus instintos o proteger sus territorios, y puede ser, literalmente, un ser de luz cuando descubre los éxtasis efímeros que los humanos perseguimos con cada amanecer.

Y, como en “El laberinto”, en “The shape”, Del Toro se emplea sin piedad para dibujar al más macabro de sus personajes: el villano que es casi siempre el monstruo sin escamas y garras, el que viste piel humana, un uniforme, una corbata. La maestría del cineasta al dibujar a sus malos consiste, de nuevo, en la profundidad que les regala. Son malos, sí, pero también son débiles, incluso entrañables en las debilidades que intentan esconder bajo su bravuconada.

En “The shape of water” el malo es un operador del gobierno estadounidense cuya misión única es cuidar al humanoide anfibio, descubierto por tropas gringas en el Amazonas y recluido en la instalación que la mucama muda ayuda a limpiar. El personaje se llama Sam Strickland y lo interpreta Michael Shannon, nominado al Oscar a mejor actor de reparto.

Otro aspecto en la maestría de Guillermo del Toro es su capacidad para aderezar sus guiones con diálogos finos, hirientes y profundos, que terminan de redondear todas las dimensiones de sus personajes y los alcances de sus metáforas. Esto dice Sam Strickland sobre el anfibio, emulando la narrativa racista que Estados Unidos ha intentado mantener contenida durante décadas y que hoy ha vuelto a florecer:

“Podrías pensar: «esa cosa tiene apariencia humana». Se para sobre sus dos piernas, ¿correcto? Pero nosotros estamos creados a imagen y semejanza del señor. ¿Crees que así es como se mira el señor?”.

Es como cuando el sanguinario capitán franquista de “El laberinto del fauno” proclama ante los comensales invitados a su mesa que la buena noticia en el mundo es que acaba de haber una guerra, la civil española, y que ellos, los fachas, han ganado, y que por eso el mundo está donde debería de estar. El odio en la boca del más temible de todos los monstruos, el uniformado.

Hay algo en que “The shape of water” es superior a “El fauno”. No es la profundidad narrativa o la confección de las metáforas, literales y visuales; es la puesta en escena.

“The shape” es, en términos de estética visual, la más poética de las películas de Guillermo del Toro, la mejor lograda. En el uso del agua, por ejemplo, como referencia onírica o real a los elementos que los protagonistas no pueden controlar, pero que terminan siendo, por gracia del azar, cómplices o enemigos. O en el uso de la música como proyección externa, como voz en realidad, de la princesa que no la tiene. O en el homenaje que el cineasta hace del cine mismo cuando pone a su pareja protagonista en una sala, frente a una pantalla, a recrear los retazos más poéticos de su idilio.

“Desde que era un niño fui fiel a los monstruos; ellos me han salvado y me han absuelto”, dijo Del Toro cuando en enero pasado aceptó el Globo de Oro a mejor director por “The shape of water”.

Al final, todos los monstruos de Guillermo del Toro son aquí proyecciones –bellas u horribles– de los espejos en que nos vemos como individuos o sociedades. Con casi tanta picardía como hace años lo hizo su fauno, hoy este director nos vuelve a invitar a refugiarnos en ellos, nuestros monstruos, en sus rasgos más benevolentes, los que se parecen menos a los villanos de corbata y uniforme.

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