Te pareces tanto a mí

 

Hace unos meses hubo un anuncio publicitario que, aunque no arrancó tantos suspiros, fue compartido hasta el cansancio. Una taza de café soluble pasando de mano en mano, una canción cansina de fondo e imágenes de ensueño de un El Salvador preparado para las guías turísticas. Algunas campañas son así: necesitan un gancho, algo con qué conectar con sus audiencias, para vender sus productos, fin último de los anuncios.

Nunca he podido conectar con esa fórmula de los anuncios postales, la que apela a la nostalgia y a la idealización de un país que nunca ha existido. Siempre me ha parecido menos sincera que la de aquellos anuncios poco vistosos que únicamente intentan vender lotería, vodka traicionero o remedios baratos para la diarrea.

El nuevo anuncio de moda posiciona a una compañía de teléfonos, aunque su popularidad es por el gancho coyuntural: poner de manifiesto la corrupción de nuestros funcionarios públicos.

A diferencia del comercial que vendía café, este ha resultado particularmente significativo por varios motivos. Primero, porque las musas y musos lo han entendido y eso hay que celebrarlo: el sarcasmo requiere alguna habilidad neuronal. Ayudó, además, que fuera en video, transmitido en televisión y reventado por las redes sociales, porque está claro que eso facilitó la comprensión dada la incapacidad lectora de algunos diputados. La de Cardoza, por ejemplo. Críticas y sarcasmo escrito ha habido durante años, pero nunca antes habíamos visto una reacción parecida.

Segundo, y quizás más importante, porque ha retratado a una sociedad a la que le cuesta verse en los espejos. A una sociedad, no solo a los diputados con necesidad de reconocimiento luminoso; a una sociedad entera, no solo a los funcionarios que pagan trajes de mariachi con los impuestos o reparten tragos en las reuniones de trabajo. Probablemente los creativos (me encanta que se hagan llamar así) no sean conscientes de ello, pero sus anuncios van más allá de lo que pretendieron retratar.

Ha sido tan popular porque nos hemos sabido reconocer en esas imágenes. No de la forma en la que pensaríamos, al menos no al principio. Nos cuesta admitirlo, especialmente después de ir a misa o a dejar parte del salario en el culto, pero los diputados, los funcionarios, esos que de los que nos vivimos quejando, son los mejores representantes que podemos tener.

Después de las risas tras ver el anuncio, de la sensación pasajera de indignación, luego de tuitear algo y quedarnos tranquilos con el deber cívico hecho, salta lo menos evidente que, como todo lo incómodo, cuesta digerir. Nosotros, que hacemos lo imposible para no pagar las multas, que pasamos por alto la poquita corrupción del partido que nos da de comer, que celebramos la muerte siempre que nos procure la paz, que estamos dispuestos a recibir unos dólares extra para modificar las titulares noticiosos, que disponemos de alguien que siempre nos puede aligerar el trámite burocrático, que muchas veces deseamos estar en la Asamblea para viajar gratis a Indonesia, no somos tan diferentes.

Nos vemos en la pantalla, retratados, con el alivio de que ese, que se parece tanto a mí, afortunadamente todavía es otro.

Por eso es que los anuncios de postal, edulcorados con melaza, son tan bien recibidos. Siempre será mejor ver una pupusa rebosante de queso, vendedoras felices y el malecón del Puerto de La Libertad, que un comercial que como gancho sugiera que, en el fondo, somos los mejores asesores para la corrupción.

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