Supermán también vuela en canchas pobres

Conocido en el ambiente futbolístico salvadoreño como “Pichi” o “Supermán”, el exguardameta Raúl Antonio García Herrera (55 años) falleció la mañana de este jueves debido a un tumor cancerígeno de origen ganglionar que le fue diagnosticado hace un año.


La vida de Raúl García hay que celebrarla recordándolo no solo como uno de los mejores arqueros que El Salvador ha tenido en las últimas décadas, sino como un profesional decente. Suena a poco, pero esas dos palabras no parecen apropiadas en el léxico del fútbol salvadoreño actual.

Raúl García, el número 22 de Club Deportivo Águila de San Miguel y de la selección nacional, fue un gran futbolista.

Era dedicado.

Decente.

Trabajador.

Decente.

Talentoso.

Jugaba con coraje, con el que se supone un profesional debe poner en sus empeños.

Era decente.

El fútbol en El Salvador es miserable. Es malo. Está regentado por gente sin escrúpulos y, en general, jugado por futbolistas mal pagados los más o por otros que no ganan mal para los talentos que suelen desplegar en el terreno. El fútbol de El Salvador, además, perdió las pocas hilachas de decencia que tenía en 2013, cuando buena parte de su aparato, empezando por los jugadores, decidió vender los colores de la selección nacional, que son los del país, a cambio de sobornos.

Vivimos, desde entonces, en la época de los amañadores. Y eso hace imposible creer en el fútbol. En estos días supongo que es más fácil si uno es aliancista. Pero yo no lo soy. Soy aguilucho, de uno de los equipos del que salieron varios amañadores y que en el último año se ha convertido acaso en el ejemplo más completo del fútbol miseria salvadoreño.

Para mí, fiel seguidor del negro naranja —lo sigo siendo, pero mantengo mi huelga emocional: no puedo negarme alegría cuando Águila gana, pero me niego a pagar por verlos o a pretender que nada ha pasado en ese equipo o en el tinglado nacional en general—, recordar hoy a Raúl García es ceder sin contemplaciones a la trampa esa de la nostalgia que nos hace creer que todo tiempo pasado fue mejor. Puede que no, pero ¿quién me niega que el coraje del “Pichi” bajo los tres palos es hoy un bien escaso, escasísimo en el fútbol salvadoreño?

Dice el colega Orus Villacorta que pocas sensaciones hay tan mágicas para un hincha del fútbol como la que provoca salir del túnel de un estadio para ver el cuadrado de grama antes de un partido. Es cierto. Y es mejor aún cuando el estadio estalla de gente. Eso ya no pasa en El Salvador. O pasa muy poco.

Pasaba en los noventa e incluso en la primera década de este siglo. Pero pasaba más en los noventa, cuando “Pichi” cuidaba la meta de Águila, cuando Águila ganaba torneos, cuando Águila llenaba estadios. Cuando Águila era un equipo decente, como el “Pichi”.

Raúl García tapaba mucho. Tapaba bien. Volaba. Varias veces, en la tele o en el Cuscatlán en semifinales, lo vimos jugársela dos, tres veces seguidas ante los delanteros para regalarnos esa estampa heroica de portero imbatible, esa en que el meta ataja un bombazo de larga distancia, la bola medio muerta queda a los pies de otro que remata, el “Pichi” vuelve a tapar estirando los brazos desde el suelo… Y así hasta tres veces.

También cometía errores Raúl. Feos. Paraba penaltis, como ese que le negó a Fernando De Moura, de Firpo, en la imagen que encabeza esta nota, pero también podía poner nervioso al respetable con salidas que no eran precisamente muestras de destreza.

“Pichi” empezó en el equipo ganando un campeonato, en 1988, junto a otros históricos como Salvador Coreas o Luis Baltazar Ramírez Zapata, el “Pelé”. Y se retiró ganando, en 1999, cuando Águila volvió a ser campeón después de 11 años en la sombra.

Me gusta pensar que Raúl era una buena síntesis de ese Águila de los noventa, en la época anterior a los tres títulos más recientes del equipo, el último en 2006. Raúl García fue titular la mayoría de esa década que empezó y terminó con sendas copas. Él, como el equipo, no era una colección de talentos desbordados, pero, quiero creer, amaban la camiseta. Corrían y corrían y, en el caso de él, volaba y volaba, como supermán (así empezaron a llamarlo los colegas de prensa deportiva).

En aquellos años, los del “Pichi”, cuando uno iba al estadio era posible palpitar aunque Águila no ganara.

La vida primero y la convicción después me han alejado de los estadios salvadoreños o de los escenarios en que juega la selección. La última vez que vi a la mayor fue en 2012 en Baltimore, en plena era de amañadores, en un amistoso contra Estados Unidos. El Salvador, como suele, perdió. Perdió mal. En ese juego escuché la frase de un compatriota que me sigue retumbando:

“Uno les puede perdonar lo malo, pero no lo ladrones, lo sinvergüenzas”.

Y la última vez que vi a Águila fue en 2013, en un partido rácano contra Marte, que estaba en primera. Ganamos 1 a 0, pero al salir esa vez del Cuscatlán me invadió la desazón que aún me persigue, la que nace de ver a 22 tipos jugando sin enjundia, masconeando sin ganas frente a unos cuantos espectadores, a futbolistas que juegan sin huevos.

Mi Águila, el de los noventa, nunca fue el mejor ni el más rimbombante. Aquella fue la década de Firpo. Pero en mi Águila había tipos decentes, peleones, entregados; Raúl García, número 22, el que más.

El fútbol en El Salvador es miserable. Hoy más que antes. Pero cuando lo fue menos, incluso cuando tuvo chispas de genialidad —aun después de la generación del Mago—, fue gracias a tipos como Raúl García, quien nos enseñó a los aguiluchos que supermán también vuela en canchas pobres como las nuestras.

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