Sin justicia no hay transición: el caso jesuitas de El Salvador

Desde que se abrió una investigación en la Audiencia Nacional de España en noviembre de 2008 por el asesinato de dos mujeres, Elba y Celina Ramos y seis sacerdotes en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas en El Salvador, Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno yJoaquín López y López, algunas voces, todas ellas circunscritas a El Salvador, se han pronunciado en contra de este proceso.


Indirecta e irónicamente, con sus alegatos de estupor y crítica dotan a esta causa abierta en Madrid de un poder obstaculizador y sustancial para lo que ellos llaman la estabilidad nacional y la democracia de El Salvador. De pronto, un proceso penal al amparo de nuestra moribunda Ley de Justicia Universal se convierte en el único y a todas luces más poderoso obstáculo de futuro para el país; no así el poder enquistado en los mismos de siempre, o la falta de legitimidad de sus líderes políticos, su sumisión económica o la violencia endémica, todos ellos problemas graves y estructurales de El Salvador. Al parecer, de todo ello, el peligro más grande y más grave es sin duda investigar y perseguir penalmente a los asesinos de mujeres indefensas y sacerdotes.

Llevo algunos años trabajando en este caso con el apoyo explícito de los familiares de los jesuitas que sienten que hoy, por fin, se reivindica el nombre de sus hermanos; de amplios sectores de la Compañía de Jesús, incluyendo el padre General Adolfo Nicolás Pachón y mucho más importante, de cientos de salvadoreños, víctimas y no víctimas directas de la guerra, que entienden intuitiva y explícitamente que el futuro de su país estriba precisamente en esa profunda transformación que la seguridad legal les traerá, seguridad que solo será posible a partir del reconocimiento y la protección de los derechos humanos y el aún más necesario reconocimiento público y amplio de estas responsabilidades penales. A pesar de ello, militares, ideólogos de izquierda y de derecha, expresidentes, dicen que yo no lo entiendo y que nunca entenderé lo que verdaderamente pasó en El Salvador. Con la humildad que no sé si tengo, debo decirles que he dedicado mucho tiempo a entenderlo, que sigo haciendo todo lo que está en mi mano como abogada y como persona para entenderlo, y que para ello leo, observo y sobre todo, escucho, escucho mucho al pueblo salvadoreño.

No cabe duda que el concepto de justicia transicional se acuna y desarrolla el Latinoamérica. Pero ¿qué es la justicia transicional? Numerosos y excelentes colegas escriben, defienden, amplían y recapacitan sobre este concepto y, sin embargo, en mi opinión, poco llega al interesado de a pie. En sentido práctico, nadie sabe bien qué significa y qué ha hecho por los pueblos, y sobre todo, que ha hecho esta justicia transicional por sus gentes. Aunque hace algo más de una década apenas aceptábamos enteramente el término, hoy –no cabe duda– se nos llena la boca con estrategias de esta índole y es difícil leer un artículo serio sobre Sri Lanka, Sudán o Siria sin mencionar la necesidad de un auténtica justicia transicional.

La justicia transicional se define como el proceso en el que se embarca –o se debe embarcar– un país que sale de un periodo de guerra civil o de abusos cometidos por el Estado. Tras poner fin oficial (venga de donde venga) a ese periodo, se abre un proceso de verdadera transformación hacia el establecimiento de un Estado democrático. Este proceso, para ser completo, debe contemplar cuatro pilares fundamentales, verdad,justicia, reparación y garantías de no repetición.

Todos y cada uno de estos pilares son fundamentales y merecen un análisis individualizado. Sin embargo, yo, por obvias y prudentes razones, me voy a limitar a analizar el pilar de JUSTICIA. En un esfuerzo de sintetizar y mantener la coherencia, a pesar de mis años y tiempo dedicado a la pelea por los derechos humanos, no voy a entrar a analizar todo lo que el pilar de Justicia en un proceso de justicia transicional engloba o significa, sino que me limitaré a considerar aquí Justicia como el establecimiento de responsabilidades, penales o civiles, a través de un proceso formal con todas las garantías y con el fin de encontrar a uno o a muchos, responsables del hecho. Aun más, me gustaría limitarme al establecimiento de responsabilidades desde el punto de vista continental, es decir, consecuencia de ese acto supremo, cívico y esencialmente democrático de toda víctima que ejercita la acción (penal o civil) al demandar que se investigue un daño, un ilícito, cometido contra él y que se castigue al responsable.

Latinoamérica como región pionera, y el resto de países que enfrentan procesos y hablan con todo rigor de justicia transicional, han enfrentado, más tarde evitado y disfrazado este aspecto de la justicia; es decir, justicia como establecimiento de responsabilidades individuales. Hoy lamentablemente no somos tantos los profesionales que defendemos sin matices que una verdadera transformación (ese siguiente paso, sin duda cuesta arriba, que permite resarcir a las víctimas, considerarlas, integrarlas y con ello restablecer su confianza en el “ámbito público”, elemento absolutamente esencial para la verdadera reconstrucción de toda sociedad hacia una reforma institucional y una verdadera democracia), requiere que antes o después ciertas y claves responsabilidades sean reconocidas así como formal y públicamente establecidas.

Quizá hoy, habiéndome hecho mayor y con el mismo entusiasmo de siempre, estaría dispuesta a discutir la conveniencia temporal de esa justicia, su ámbito territorial, e incluso hasta estaría abierta a discutir con el permiso de las víctimas, elementos fundacionales del derecho penal como es la pena. A lo que no puedo renunciar es a la convicción de que sin Justicia, insisto, entendida como la capacidad de cada individuo de tener acceso al sistema de justicia en ejercicio de un derecho fundamental, local o internacionalmente, tal y como lo contemplan el derecho nacional e internacional y con ello exigir que se investigue y se castigue un ilícito, no podemos hablar de una verdadera transformación social o de una verdadera transición.

Un proceso de justicia transicional debe anhelar una justicia paulatina pero integral; una justicia efectiva sin tregua, donde todos: el pobre, el rico, el analfabeto, el campesino, el carnicero, la madre, el padre, el maestro, el inmigrante, se sientan parte de esta ecuación. Es decir, solo puede haber transición a una verdadera sociedad democrática sólida y válida, fuerte ante las debilidades del poder, cuando hay justicia. Esta justicia ayuda a forjar una sociedad basada en un civismo aprendido que nos devuelva el orgullo de ser ciudadanos. Solo así una verdadera justicia transicional es posible.

Lamentablemente en muchos países el pilar de justicia sigue siendo, como decirlo, como la hermana mayor de familia numerosa tradicional, prioritaria en teoría, pero de pronto demasiado mayor para desposarla. Así que uno aprende a vivir con su reclamo, sin estridencias, mientras no se hace nada, pues ante la juventud y belleza del resto de las hermanas, casaderas ¿quién se resiste?

El Salvador no es el único país en Latinoamérica que pese a las promesas de una justicia transicional decidieron sacrificar la Justicia, pues ella implicaba perder cuotas de poder y, sobre todo, reconocer a quienes siempre se ha negado, a las víctimas. Perú, Chile, y hasta cierto punto Guatemala, iniciaron procesos de justicia transicional, pero pronto olvidaron esa parte de justicia, relativizándola por cuestiones políticas. En todos estos casos, esfuerzos que salieron adelante en terceros países, España, Estados Unidos,Italia, Francia fueron decisivos para devolver a la realidad nacional ese pilar de justicia.

El caso jesuitas, el proceso penal que se sigue en la Audiencia Nacional y el inminente juicio que tendrá lugar en Madrid una vez el coronel Inocente Orlando Montano llegue a España extraditado desde Estados Unidos, entiende perfectamente lo que es importante, desde el más profundo respeto, para El Salvador. No representa ninguna agenda de abogados y no responde a ningún interés personal o cuasi personal mío o de ninguno de los impecables profesionales asociados a la causa, como son Manuel Olle Sese, Carolyn Patricia Blum, Benjamín Cuéllar, Jon Cortina, Dean Bradley, Jon Sobrino, los Jesuitas de la UCA, y tantos otros. El caso tiene un solo anhelo, el de materializar esa pieza de justicia abandonada desde la firma de la paz; enmendar la absoluta inobservancia de lo que un proceso de justicia transicional debe ser, sin que ello represente una amenaza ni para las derechas ni para las izquierdas, ni para el FMLN ni para ARENA o las fuerzas armadas. Este caso solo busca ayudar y contribuir a un verdadero proceso que transforme para siempre El Salvador.

El Salvador sangra hoy por todas partes. La inefectividad politica, la desidia, el clientelismo y la extrema violencia van a acabar con esa diminuta maravilla. El caso jesuitas puede ser una oportunidad, y con ese espíritu fue llevado ante la Audiencia Nacional. Aunque en otro gesto de irresponsabilidad legal y política tildada de patriotismo, la Corte Suprema de Justicia y El Salvador hoy se niegan a juzgar o a extraditar a los responsables del horrible asesinato, mi cariño por ese país y sobre todo por su gente, sin agendas, me mantiene optimista.

Esta columna fue publicada originalmente en el blog Al revés y al derecho, y es retomada con el permiso de la autora.

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.