Selecta

Pocas veces uno se siente tan odiado, receptor de la indignación colectiva, como cuando su carro detiene por alguna razón el tráfico de San Salvador. Da igual que al vehículo le haya caído un meteorito, un bache cosechado por las lluvias haya destrozado el eje o que un cabezal rojo, con un largo remolque, te haya golpeado un miércoles por la mañana. Da igual porque después de minutos interminables esperando a la aseguradora y horas –literal- a la policía comenzará la procesión.

La gente, que ha dejado 18 mil neuronas en el tráfico, se toma el tiempo necesario para hacerte saber que te odia –sí, que te odia- cuando finalmente pasa a tu lado y se da cuenta de que ese accidente no era para tanto, que nadie ha muerto, que no amerita siquiera salir en 4 Visión o en Tu Chero. Es inevitable: ojos inyectados, como si delante tuvieran a algún hereje que haya negado al Mágico González o dicho que las pupusas son hondureñas. Ni los miles de muertos de cada año, las bolsas de basura con el pisto de Su Majestad o Neto negociando con la MS causan tanta indignación –o insultos- como atreverse a parar el tráfico.

Pocas cosas lo hacen. Y yo he vivido ambas.

Muchos años antes de ser embestido por ese camión, cometí el error de visitar Vietnam en el partido equivocado. Si sos alto, pelón y moreno tirando a prieto, entonces pagá esos tres o cinco dólares para ir a ver un partido contra México, Nicaragua, Canadá o Guate. Pero no contra Panamá, haceme el favor. Panamá, no. Porque entonces, con el partido apunto de empezar y Vietnam hace horas hacinado, caminando sobre el pasillo central descubrirás que has cometido una de los peores equivocaciones de tu vida. Da igual que te hayás puesto camisa azul y una bandera azul y blanco como capa. Esas telas no son impermeables contra los orines. El pasillo se hará más ancho, infinito, más iluminado, haciéndote a vos, negro, el blanco perfecto.

Un par de ojos. Luego otro, otro, otro más. Todos. Arriba, abajo. Todos mirándote fijamente, como si acabaras de botar una Pilsener por el inodoro. Odio genuino, del de antes. El único consuelo, pensás, es que no estás solo. Pero ya estando en el infierno las cosas solo pueden empeorar: tus amigos, que han visto el futuro antes de llegar a ese pasillo, se han quedado inmóviles, en el umbral del túnel, cientos de metros atrás del moreno. Te girás y los ves, a tus amigos, y musitás: qué cabrones.

Entonces alguien, como si necesitarán permiso para atacar, grita: “¡Panameñoooooo!” Ni Peter Jackson hubiera imaginado una escena de batalla similar, con bolsas plásticas en lugar de flechas. El cielo cubierto de bolsas, algunas con líquido transparente, otras amarillento. Y todas vienen hacia vos. Corrés, esquivás los proyectiles que podés, pero incluso los más borrachos tienen puntería. Plosh, plosh, plosh. Panameñoooo. Corrés más rápido, mientras con la mirada buscás, arriba y abajo, algún asiento de cemento disponible. Lo encontrás después de cientos de bolsas, rogando que Vietnam haya encontrado una nueva víctima, como lo hace cada cinco minutos, con quien cebarse.

Después aparecen tus amigos –a los que has jurado venganza-, los jugadores, los actos protocolarios y los insultos correspondientes al himno de tu ahora patria adoptiva. Comienza el partido. Panamá mete un gol y el 1-0 de la ida hace que todo sea funesto. Entonces invade el mismo sentimiento de siempre, el de impotencia, como aquella vez que, contra Bélgica, estuvimos a punto de hacer un gol.

Al menos está lloviendo, pensás, por el tema de los orines. Esa noche el Cusca en una lavadora de penas. La siguiente fase de la clasificación para Sudáfrica se escapa de las manos. El Salvador necesita ganar por dos goles y el tiempo avanza implacable. Llega el minuto 69, tiro libre, el campo anegado, las gradas hechas sopa, los orines expiados. Cheyo Quintanilla, manos en su cintura de tambo, estudia la jugada. Los nervios hacen invisible ese aguacero de junio de 2008. Pierna izquierda.

Gol.

El Cusca produce un 6.1 en la escala de Ricther. Vietnam, de pronto, es el sitio más seguro de la tierra: gritos, besos, incluso con ese otro que no es igual que vos, el panameño, al que abrazás sin parar. Luego otro gol de penalti y otro de espalda. 3-1: todos felices por cinco minutos.

El partido terminó y la esperanza duró buen tiempo, hasta el siguiente partido, cuando volvimos a tirar por la ventana otra eliminatoria, cuando, tiempo después, supimos que aquel grupo de jugadores, entrenados por De Los Cobos, era el mismo que había vendido partidos de la selección. Los amañadores, como los llamaron.

Hubo odio, claro, y miradas asesinas. Por un tiempo. Vender a tu país es una afrenta horrible, por supuesto, pero nunca comparable con obstaculizar el paso de los demás o cometer el crimen de lucir diferente. Que lo diga Fito, si no.

Aquella fue la última vez que fui a ver a la Selecta.