El obispo de los olvidados ya es santo

Mucho tiempo después de la explosión de la bala certera que intentó silenciarlo. Superados los obstáculos a fuerza de la fe de quienes, religiosos y laicos, insistieron en probarlo santo según los cánones de una iglesia añeja que tantas veces le dio la espalda. Treinta y ocho años después de su martirio, esa iglesia, presidida hoy por otro latinoamericano, lo elevó a la cúspide de su panteón al declararlo santo. San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez desde la mañana del 14 de octubre de 2018, cuando Francisco, jerarca máximo del catolicismo, pronunció en la plaza de San Pedro de Ciudad del Vaticano la fórmula de canonización que obliga a los creyentes a “honrarlo con devoción entre los santos”.

Foto FACTUM/Héctor Silva Ávalos


Ciudad del Vaticano. Fue una ceremonia pulcra, realizada bajo las reglas más formales de la liturgia católica, en el latín oficial de la iglesia, marcada por las palabras sin sobresaltos del oficiante, el papa, y los lectores. Las explosiones de júbilo fueron pocas durante la ceremonia, apenas unos aplausos al final y tras la lectura de la fórmula de canonización. Los júbilos, la mañana del 14 de octubre, existían más bien en el interior de los devotos al obispo salvadoreño que contaban, en los espacios de conversaciones más íntimas, sus relaciones particulares con Monseñor.

Verónica Herrera de Lucha vivió así su júbilo en San Pedro, en silencio, a prudente distancia incluso de sus amigas, sentada en la pedrería milenaria de la plaza sobre la bufanda de tonos verdes con que se había protegido del frío desde las 5:30 de la mañana, cuando llegó a hacer fila a la plaza del Resurgimiento, donde, junto a miles, esperó unas dos horas y media para pasar los controles de seguridad y encontrar su puesto para la ceremonia de canonización.

La de Verónica es, como fue la del obispo Romero, la historia de una de conversión.

De niña, Verónica, influenciada por lo que leía en los periódicos, entendía que Romero tenía culpas que explicar cuando lo mataron. La maquinaria de desprestigio y calumnias desatada contra el obispo por las élites económicas y políticas a las que servía el mayor Roberto d’Aubuisson, señalado como el autor intelectual del asesinato de Romero, habían calado en Verónica niña, que contaba 12 años el 24 de marzo de 1980.

“Está bueno que lo hayan matado”, le dijo a su padre, un hombre que entonces ya era devoto de Romero. Verónica lo cuenta hoy, contrita, en la madrugada de la canonización. Muchas años después, en 2001, cuando su mejor amiga murió de una enfermedad intratable, la mujer volvió a retar a Monseñor Romero: ¿cómo él, a quien su padre profesaba tanta devoción, la dejaba sola?

Poco sabía Verónica que su vida terminarían entrelazada íntimamente con las acciones del obispo. No imaginó la Verónica niña ni la de 2001 que terminaría orando, agradecida, el día que la iglesia católica hizo oficial, con la santidad, las decenas de miles de devociones que han unido a los salvadoreños y a su país atribulado en torno a la palabra y los gestos del sacerdote migueleño.

La jornada de este domingo estuvo enmarcada por esas historias, como las de Verónica, de los devotos que tienen algo que agradecerle a Romero. Por su fe, por los pequeños milagros que le atribuyen, por hablar en nombre del país al que siguen amando, a pesar de todo y en muchos casos a pesar de la lejanía, por sus palabras y sus luchas.

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 Pasadas las 9:30 de la mañana, la plaza de San Pedro estaba toda llena de gente, desde el atrio frontal de la basílica donde estaba colocado el altar central hasta el final de la explanada, a 320 metros. Quince minutos después, los oficios empezaban con un llamado a rezar el rosario. El sol, a esa hora, aún se escondía tras nubes grises que dejaban colarse la brisa fría de la madrugada.

Poco después la procesión papal salía de la basílica para comenzar los oficios. El primer asunto, tras los ritos iniciales, fue la petición hecha al papa por el obispo Angelo Becciu, prefecto de la Congregación de la Causa de los Santos, para la canonización de siete beatos, cuyos nombres pronunció en latín:

Paulum VI, italiano.

Ansgarium Arnolfum Romero Galdámez, salvadoreño.

Franciscum Spinelli, italiano.

Vincentium Romano, italiano.

Mariam Catharinam Kasper, alemana.

Nazariam Ignatiam, a ser conocida como Santa Teresa a Iesu March Mesa, española.

Y Nuntium Sulprizio, italiano.

De todos leyó monseñor Becciu las biografías en italiano. Del segundo, el religioso salvadoreño, Becciu dijo: “… Fue nombrado arzobispo de San Salvador en plena represión social y política. El 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa con los enfermos del hospital, fue asesinado. Fue beatificado en el año 2015 en San Salvador”. Y fue, esta, la referencia más amplia hecha desde el púlpito de la misa de canonización. La historia completa que el mártir escribió estaban representadas, mejor, en las humanidades de quienes escuchaban, ataviados muchos con banderas de El Salvador, en la explanada.

Las razones de la iglesia que llevaron a Óscar Arnulfo Romero hasta los ritos de la ceremonia de canonización no quedaron grabadas en el pequeño misal entregado el 14 de octubre, sino en las miles de páginas escritas por postuladores, biógrafos, teólogos y testigos para argumentar la santidad ante los cánones del catolicismo, y en contra de los poderosos detractores que el obispo tuvo siempre en la curia y entre gobiernos salvadoreños de derecha, según lo denunciaron primero el obispo Vincenzo Paglia, postulador de la causa de beatificación de Romero, y luego el cardenal salvadoreño Gregorio Rosa Chávez, discípulo romerista.

Romero, dice en esas páginas del proceso que arrancó, casi muerto, en 1982 y llegó a su final ayer gracias en buena medida el empuje que dio Francisco a la causa, fue mártir y su martirio fue provocado por asesinos que odiaban a la fe; sus enseñanzas, concluyó el Vaticano, están estrictamente apegadas a los evangelios reconocidos por el catolicismo como letra sagrada; y la dimensión política de su obra, han dicho biógrafos y teólogos como el italiano Roberto Morozzo della Roca o el fallecido Ignacio Martín Baró, está apegada a los postulados del concilio Vaticano II, que entiende como pecado la acumulación desbordada de riqueza en detrimento de los más necesitados del mundo.

Llegada a esas conclusiones, a pesar de la oposición política e ideológica de obispos y diplomáticos salvadoreños, la iglesia también dio por bueno el milagro atribuido a Romero en favor de la salvadoreña Cecilia Maribel Flores Rivas.

De acuerdo con testimonios recogidos en el proceso de canonización y avalados por el Vaticano, Cecilia estuvo a punto de morir el 27 de agosto de 2015, cuando fue hospitalizada tras un embarazo marcado por infecciones del tracto urinario, diabetes gestacional y preeclampsia. Los médicos desahuciaron a la mujer luego de detectar, en la cesárea que le practicaron, síntomas de un trastorno hepático letal. No pasó mucho cuando los riñones y el hígado le fallaron. Cecilia incluso perdió la vista. Pero Cecilia vivió.

Durante la misa de canonización, Cecilia y su familia se sentaron cerca del altar. Atendiendo a los protocolos del Vaticano, el papa Francisco la saludó antes de iniciar la ceremonia.

Más temprano, mientras hacía la fila para ingresar a la plaza de San Pedro, Verónica Herrera de Lucha, devota de monseñor Romero, contó la historia de Cecilia Flores con más detalles. A ella se la contaron su hermana Marichela y su cuñado Manuel, quienes son catequistas de Cecilia en el movimiento neocatecumenal de El Salvador. Así escuchó Verónica la historia:

“Al esposo de ella (Cecilia) le dijeron en el Seguro (ISSS) que se fuera a su casa, que ya no había nada que hacer. Y él contó que se puso a rezarle de rodillas a Monseñor Romero. Rezó y rezó. Cuando amaneció no le habían hablado del hospital, y si no le han hablado del Seguro es que (ella) no había muerto…”

“Cuando llegó él entró al cuarto y vio que las bolsas en las que llegaba la orina de ella, porque estaba entubada y ya al final no podía ni orinar y estaban vacías las bolsas, pero cuando llegó estaban llenas. Cecilia no estaba en la cama; él le preguntó a la enfermera por las bolsas y le dijo que eran las segundas que llenaba…”

Cecilia había sanado.

Establecidas después de tres décadas la viabilidad canónica de la palabra romeriana, el milagro atribuido por la santa sede, y encontrada en el papado de Francisco la voluntad política que había hecho falta en el Vaticano para desechar la calumnia política emprendida en buena parte por los socios de los asesinos, el camino a la santidad quedó allanado.

Ese proceso, el de la canonización, culminó el 14 de octubre en la explanada de San Pedro cuando el pontífice argentino pronunció la fórmula de canonización poco antes de las 10:40 a.m. La fórmula, acaso atendiendo a las tribulaciones humanas que rodearon procesos como el de Monseñor Romero, advierte que la santificación llega solo después de una larga reflexión.

“Esto es lo más importante de todo”, advertía, llegado el momento de la lectura de la fórmula, un sacerdote a los salvadoreños que lo rodeábamos en la explanada de San Pedro:

“En honor a la santísima trinidad, para la exaltación de la fe católica y crecimiento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la nuestra, después de haber reflexionado largamente, invocando muchas veces la ayuda divina y oído el parecer de numerosos hermanos en el episcopado, declaramos y definimos santo al beato y lo inscribimos en el catálogo de los santos, y establecemos que en toda la iglesia sea devotamente honrado entre los santos…”, leyó Francisco.

“¿Ahora ya le pueden rezar?”, preguntó un español a su compañera salvadoreña, ataviada con la gorra, la banderita salvadoreña y la estola inscrita con la frase San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez que el arzobispado de San Salvador dio a los peregrinos para la canonización. “Sí”, contestó ella escueta. El Salvador, en realidad, lleva rezándole y honrando devotamente al obispo desde hace muchos años.

Por lo menos unos siete mil salvadoreños peregrinaron a Ciudad del Vaticano para ser testigos de la Canonización de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, en los oficios religiosos en la Plaza de San Pedro. Romero es el primer santo de El Salvador, y fue asesinado el 24 de marzo de 1980.
Foto FACTUM/ Héctor Silva Ávalos.

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Las dudas iniciales de Verónica Herrera de Lucha respecto a Monseñor Romero se convirtieron en devoción con los años. Hoy, a la vuelta del tiempo, no cree que sea una casualidad que el obispo la haya confirmado cuando era una niña, ni que haya sido Romero quien bautizó a su esposo.

Verónica atribuye al obispo su matrimonio con Samuel Lucha. A monseñor, dice la mujer, había pedido por la llegada de un compañero para aliviar la soledad que la embargaba tras la muerte de su amiga en 2001, por la que también había reclamado en voz alta al sacerdote al que su padre rezaba.

También agradece a Monseñor por la adopción de un hijo después de muchos años de buscar, sin éxito, quedar embarazada. “Cuando terminamos el proceso y ya la madre biológica había accedido a entregar al bebé… ella después dijo que no… Pasamos trece días terribles hasta que luego nos volvieron a decir que sí. Yo oré mucho. A Monseñor”, relata.

Cuenta Verónica cómo entiende la intercesión de Romero en su matrimonio. Dice que dio muchas vueltas antes de encontrar la fe de bautismo de su esposo, que por requisito de la iglesia católica debe ser presentado antes de contraer nupcias. Recorrió ella más de 30 parroquias sin suerte hasta que alguien le dijo que preguntara en el arzobispado; fue a catedral y ahí un sacerdote muy viejo con acento español le indicó que fuese al sótano, donde hoy está la cripta que alberga la tumba de Romero, a una oficina atendida por monjas. Verónica bajó y preguntó por los documentos de su novio. “¿Quién le dijo que viniera aquí?”, inquirió una religiosa. “El padre español viejito”, respondió. “Aquí no hay ningún padre viejito ni español”, devolvió extrañada la monja, y la mandó a otro lado a preguntar por el archivo que guarda los bautismos que el obispo Romero había realizado por petición especial.

En otra oficina, siempre en catedral, un empleado le facilitó el archivo de Monseñor. Ahí encontró Verónica que a Samuel, su novio, lo había bautizado Romero por petición personal del padre de aquel, el doctor Víctor Hugo Lucha. La mujer dio las gracias. Antes de irse, el empleado le preguntó: “¿Quién le dijo que viniera aquí?”. “Un cura español viejito”, volvió a responder. La misma respuesta: “Aquí no hay un cura español viejito”. Así lo cuenta Verónica.

“¿Cómo lo explica?”, le pregunto a Verónica antes de que inicie la misa de canonización. Me mira, se encoje de hombros y vuelve su atención al altar. Algunas cosas, como la devoción de esta mujer, de decenas en la plaza, de miles en El Salvador al sacerdote asesinado al que la iglesia atribuye un milagro son, simplemente, asuntos de fe.

Esa era la historia común entre los devotos salvadoreños que llegaron al Vaticano a ver como Óscar Arnulfo Romero se convirtió en santo; las historias de sus fe individuales y la de la fe colectiva en el compatriota más universal.

La fe en sus palabras, en el poder de su mensaje para retar, incomodar y avergonzar a los poderosos que insisten en mantener a El Salvador en la más abyecta desigualdad social y económica. Esa es la fe en el revolucionario del evangelio, según lo han definido los jesuitas Jon Sobrino e Ignacio Martín-Baró, dos de sus discípulos.

La fe en el pastor bueno, capaz de montarse en el hombro a la iglesia católica entera para despejar las dudas que la aquejan, como se le puede entender en estos días a la luz de las sombras que acechan al catolicismo.

La fe en el intercesor ante el poder superior como lo entiende Verónica Herrera de Lucha.

La fe en el representante más cercano de una iglesia, la salvadoreña, que muchas veces, empujada por sus entuertos con el poder terrenal, fue lejana a los necesitados de voz, como la explica en Roma Giovanni Impagliazzo, de la comunidad San Egido, una de las principales impulsoras de la causa romeriana ante la curia vaticana.

Todos esos Romeros estaban el 14 de octubre en la plaza de San Pedro. Su presencia no quedó expresada, como en San Salvador, con muestras de júbilo extremo. Eran, a juzgar por las historias escuchadas, explosiones de júbilo interno por el acto de justicia que supuso, para estos católicos, el reconocimiento a Monseñor Romero como santo de su iglesia.

Hubo sí, al final, un momento de júbilo extrovertido, ruidoso, cuando el papa Francisco se subió a su todoterreno descapotado para rodear la plaza en dos ocasiones y saludar a los peregrinos. “Romero, Romero, Romero”, escuchó el argentino el grito de los fieles al santo al que guardan devoción desde antes, incluso, del disparo del francotirador.

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