Cuando el río (virtual) suena

Hace unas semanas mi celular dejó de cargar. No importó cuánto torciera el cable, probara con otro cargador o maldijera mi suerte, la pantalla seguía ahí, en negro. Respiré profundo e hice lo más urgente: ver quién me prestaba otro teléfono, porque quedarme desconectada es algo que no podía por el trabajo. Aunque tampoco me moría por hacerlo, porque mi teléfono es lo más cercano a un hijo que tengo. Su reemplazo, un teléfono más antiguo, pequeño y lento, no me encantaba al principio. Odiaba especialmente no tener todas mis redes sociales para perder el tiempo.

Pero todo lo que me hizo odiarlo luego me hizo quererlo el triple. Disfruté no tener todas mis redes sociales para perder el tiempo. No extrañé para nada estar atada a ellas y sentir que estoy obligada a saber qué pasa ya mismo. Me encantó saber que quien quiera buscarme tiene menos medios para hacerlo. Pero, sobre todo, me enamoró la poca información desechable que consumí y generé.

Decir que la mente respira sin un aparato que ofrezca la capacidad de entretenimiento 24/7 no es más innovador que descubrir el agua hervida. Pero no pretendo volver esto una moralina, por demás innecesaria, sobre la tecnología a la que todos tenemos acceso hoy. Lo que sí vale la pena es hablar de la cantidad de ruido que se genera cuando el canal principal de discusión se traslada a lo virtual.

Establezcamos una analogía de escasez. En términos ambientales, uno de los relojes de arena principales para la humanidad es el agua. Cuerpos de líquido se arrastran putrefactos amenazando todo aquello que tocan, corrompidos por químicos y plásticos. Mantos acuíferos vitales para la supervivencia languidecen, explotados para producir bebidas azucaradas o embotellar aquello que por derecho original debería carecer de precio.

La comunicación es el elemento primordial para encontrar ideas, generar criterio y alcanzar acuerdos. Ninguna relación, contacto o plan a largo plazo sobrevive sin ella. En cierto sentido, es el río a través del cual viajan de orilla a orilla las experiencias humanas. Es la fuente de la que se bebe para entender el mundo que nos rodea con más complejidad y exactitud.

La promesa del internet fue conectar, compartir, informar. En esos términos, los aparatos que cargamos en el bolsillo y las aplicaciones que contienen hablan de éxito. Lo que ayer estaba a millas de distancia hoy se alcanza con un par de toques. En ningún fenómeno es esto más cierto que en las redes sociales, donde nos congregamos a diario para opinar sobre el aborto, buscar noticias, compartir memes o colgar selfies con miles de personas de todos los países, al mismo tiempo.

Las redes sociales no son malas. Pero la facilidad que han traído a la mesa para estar hiperconectados a cualquier hora y por cualquier razón han contribuido a que pensemos en este intercambio como otro recurso explotable, comercial, banal. No importa lo que se diga, importa siempre estar diciendo algo, actuando para un público eterno, generando una reacción. Cualquiera. Ni hablar del tono o la intención. Discutir detrás de la pantalla nos ha vuelto más reactivos, menos abiertos y más perezosos para verificar.

Esta correntada de contenido basura no tiene otro propósito más que ser generado para validar a su creador como a este le convenga. En segundos se consume y es reemplazado por más contenido basura. Pero el hambre de tener siempre más y el interés de las empresas de cultivar usuarios golosos nos vuelve susceptibles a cualquier mensaje, veraz o falso. Pensando con las vísceras. Bebiendo agua sucia.

¿Cuántas reputaciones no se han venido abajo por una foto compartida, real o no? ¿Cuántos presidentes están ahora mismo gobernando a base de tweets? ¿Cuántos sitios a medio hacer son fábricas desinformativas, replicándose con virulencia post tras post? ¿Cuántas opiniones venenosas, infértiles e intolerantes se esconden tras hilos e hilos de auténticas orgías del odio? ¿Cuántos likes, shares, comentarios se necesitan para que esta gran bestia de la estupidez quede saciada?

La respuesta, como tantas, vuelve a uno mismo. ¿Qué de cierto hay en lo que estoy leyendo? ¿Qué propósito tiene teclear esto? ¿Puedo decir esto de una manera más razonable? ¿Necesito decir esto? ¿A quién le conviene que yo reaccione? Ninguna de estas preguntas se resuelve sin apartar la pantalla un momento y un poco de honestidad. La validación inmediata es deliciosa: somos, después de todo, hijos de nuestra era digital. Pero eso no significa que tengamos que ser esclavos.

Cuando el río virtual suena no lleva piedras. Lleva, entre la basura, la capacidad de curar y reflexionar sobre la información que adquirimos. Arrastra nuestras acciones, voluntades y decisiones. Refleja nuestra pereza para limpiar sesgos y cómo contribuimos con nuestros propios desechos mentales.

Sé que, eventualmente, mi teléfono hará la peregrinación respectiva al taller y volverá a mis manos, listo para tentarme con toda la información que estoy filtrando ahora. No puedo prometer que podré aferrarme a esta dieta de contenido, como no puedo prometer dejar la gaseosa para siempre o no usar shampoo. Pero puedo tomarme una lata al tiempo, puedo lavarme el cabello menos seguido. Puedo pensar dos veces antes de compartir alguna nota falsa, escupir la millonésima opinión circular o putearme de buenas a primeras con algún tuitero. Un poco le estoy perdiendo el gusto ya.

Sobre todo, puedo —podemos— traer de regreso al mundo real todas esas interacciones virtuales. Evaluarlas contra lo que está frente a los ojos, discutirlas con personas reales, argumentos y lógica. Decidir con la cabeza fría y no con los dedos calientes. Entender que vivimos en tiempos volátiles, donde estos encuentros personales son claves para decidir nuestro rumbo personal y colectivo. Empezar hoy no cuesta más que pensar un momento, googlear un poco, no responder tan rápido. No sea que luego el tiempo nos encuentre arrepentidos, sedientos, con todos los pozos envenenados.


*Andrea Maida (El Salvador, 1992) es periodista de Revista Factum. Especializada en cultura y entretenimiento. Se ha aplicado también en diseño multimedia y publicidad.

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