Tolerancia versus respeto: la religión haciendo política

Decía Saramago que “un creyente fácilmente pasa a la intolerancia”, pues la religión remite a los absolutos y bien nos ha mostrado la historia que creerse poseedor de la verdad es peligroso. 

Últimamente se han discutido temas polémicos en El Salvador: las causales de despenalización del aborto, la iluminación del Palacio Nacional con los colores de la bandera LGBTI (que, por cierto, significa lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales), la pinta de una calle al frente del Ministerio de Trabajo con los mismos colores y el archivo del proyecto de ley de educación en afectividad y sexualidad responsable.

¿Por qué la polémica? Son temas controversiales en una sociedad como la nuestra, propia de un sentir religioso que permea desde la educación hasta la toma de decisiones en legislación. La religión es otra forma de poder y dominación, ya que marca pautas de comportamiento, visiones de mundo, castigos y recompensas; y si la hoja de ruta de una nación se ve influida por la religión, se norma y decide bajo las creencias de algunos que no son profesadas por todos.

¿Será eso correcto? La feligresía cristiana local dirá que sí, que Cristo habría dictado cuáles son los valores de una convivencia cristiana, lo que se considera “bueno” o “correcto”, y lo que vendría a ser “malo” o “pecado”; todo bajo la creencia que dichos valores y mandatos son una guía infalible para orientar una nación. ¿Y ha sido así? Tenemos más de 900 millones de dólares sustraídos en actos nada cristianos, un expresidente prófugo de la justicia que hacía alarde de seguir los valores y principios de Monseñor Romero, y servidores públicos que en campaña electoral ofrecieron seguir el ejemplo cristiano pero su desempeño bíblico fue más al estilo Sodoma y Gomorra. 

Estamos ante un uso político de la religión, un uso fácil, porque no hay argumento que pueda con dogmas. La religión se usa como garantía de lo correcto, para solicitar una confianza que tiene como fundamento el “créanme porque soy cristiano y mi gestión estará orientada por esos valores”. Piden de los ciudadanos un acto de fe para el ejercicio de la política, cuando en ésta deberían primar la razón y los hechos, no las buenas intenciones. Pero la religión funciona muy bien en un país donde en lo rural es más fácil instalar un culto que una escuela. En estas condiciones, la doctrina religiosa goza de mayor peso que un pensamiento crítico e informado.  

El art. 1 de la Constitución de la República dice que “El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”. No habla de credos o religiones, de orientaciones o preferencias sexuales, o que éstas deban examinarse a la luz de la religión para legislarse. 

Luego, al ser temas polémicos y habiendo sectores exigiendo de forma activa y constante que estos permanezcan en agenda, las voluntades políticas hacen maniobras comunicacionales desde lo tajante tradicionalista hasta lo “progresista” o “liberal”. Se hace un llamado a la tolerancia para suavizar el tono de los discursos; y así la palabra tolerancia, desde los sermones, en declaraciones, artículos de opinión, hasta los editoriales, se convierte en mantra para apaciguar tormentas o llegar a términos medios. Se pide ser tolerantes ante las preferencias ajenas, se hace llamado a la tolerancia para encontrar una ruta que lleve al país al bienestar, para unificar criterios, y si no es posible, dejar o permitir “por lo menos” que el otro se exprese. Hay que tolerarles.  

Y así, la tolerancia suena a concesión, condescendencia, indulgencia, casi al hacer un favor al otro. Bajo el “ser tolerante con el otro” puede caerse en actitudes de segregación y agresión al “permitir” o “dar permiso” que el otro se exprese o que pueda ser arguyendo que son grupos minoritarios y necesitan cabida en la sociedad. O para el caso en política, puede ser fácilmente confundido con ser cortés, “políticamente correcto”, y en casos peores, disfrazarse en ironías y sarcasmos.

Tenemos garantías constitucionales que no necesitan de tolerancia. No tenemos porqué ser indulgentes con posturas, posiciones o manifestaciones que tienen libre cabida en la Constitución de la República, y mucho menos adscribirlas a lo religioso para validarlas. La sociedad evoluciona en sus formas de contacto, relaciones, esquemas y modelos; no porque a conciencia se decida, sino por el cauce que marcan las nuevas formas de contacto e integración. Esto lleva décadas y casi siempre ha sido motivo de revoluciones o expresiones (explosiones) sociales. Se ganan espacios de manifestación de individualidades en una sociedad —como puede ser la pinta de una calle o iluminar un edificio—, la misma que se dice formada a partir de cada uno de sus miembros y no de la anulación de sus individuos bajo criterios religiosos. 

La riqueza está en la pluralidad y en la diversidad. Si hay descrédito de esta riqueza, debe bastar el hecho de ser un individuo con pleno goce de sus garantías civiles e individuales. Elijamos mejor respeto y no tolerancia. A través del respeto reconozco y comprendo los valores y lo intrínseco de las personas o las cosas, de sus formas de pensamiento o actuar. Esta coyuntura nacional necesita que dejemos de ser tolerantes y que seamos respetuosos, que midamos y socialicemos los hechos en el justo valor y comprensión de las cosas, que discutamos y seamos receptores críticos e informados de las propuestas con base a las necesidades y a la realidad de la nación. 

La Constitución de la República nos remite a hablar de personas y ciudadanos, no de feligreses o no creyentes, de heterosexuales u homosexuales, de izquierda o de derecha: nos remite a la condición del ser humano como persona por sobre los credos que se profesen.

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