Preguntas inevitables

 Era el mes de febrero de 1994. Mientras cursaba mi segundo año de Derecho, en una época sin pantallas táctiles ni mucho menos internet, cayó en mis manos el libro “Revoluciones Inevitables” de Walter LaFeber, cuyo sugestivo subtítulo, “La política de Estados Unidos en Centroamérica”, anunciaba lo que era una amena investigación sobre el apoyo norteamericano a varios de los gobiernos militares de la región, y que durante buena parte del siglo pasado abusaron de su poder de facto. El libro, además de ameno, estaba plagado de detalles muy precisos sobre cables secretos entre embajadas, informes de misiones militares y testimonios de informantes a cargo de los servicios de espionaje de entonces. Dicha lectura me intrigó tanto, que, contrario a mi costumbre, decidí revisar las fuentes de referencia, a las que cientos de pies de página identificaban con unas siglas que se repetían constantemente: “FOIA”. Era la abreviatura utilizada para referirse a la “Freedom of Information Act” o “Ley de Libertad de Información”, que desde 1965 reconoce a los ciudadanos estadounidenses el derecho de acceder a información gubernamental.

Tanto el contenido de la ley, su acatamiento por parte del poder público estadounidense (a pesar de las reticencias del presidente Lyndon Johnson) y el uso de la misma para conocer detalles escabrosos sobre su historia contemporánea me parecieron una novedad inalcanzable en nuestro medio. Entonces pensaba que los políticos salvadoreños jamás aceptarían una norma jurídica o ética que les obligara a levantar, por un momento, el secretismo que desde el inicio de los tiempos (salvadoreños) se considera uno de los principales atributos del poder: tan necesario para garantizar la impunidad como útil para atacar al contrincante político.

Pasaron luego más de veinte años y cada vez que me topaba con obstáculos para conocer información oficial, particularmente en casos de investigaciones de violación de derechos humanos, volvía a recordar el libro de LaFeber y la necesidad de contar algún día con nuestra propia “FOIA salvadoreña”. La oportunidad llegaría con la entrada en vigencia y aplicación de la “Ley de Acceso a la Información Pública”, más conocida como “la LAIP”, el pasado ocho de mayo 2012, que, con las similitudes y diferencias del caso, ha permitido que todas las personas tengamos a nuestra disposición una herramienta legal, sencilla y bastante efectiva, que hasta ahora nos ha permitido hacer al menos tres cosas: pedirle explicaciones a los funcionarios públicos, hacer nuestras propias investigaciones sobre el uso de los recursos públicos y cuestionar el uso discrecional de las atribuciones encomendadas a nuestros representantes en el gobierno y en los municipios.

Y ojo que no es que no se haya intentado hacer lo mismo en décadas anteriores; es que ahora existe una obligación específica por parte de los obligados, que aunque suelen repetirnos:  “…que la Ley de Acceso a la Información Pública no es una herramienta de lucha contra la corrupción…”, en la práctica sí lo ha sido, pues mediante una suma de esfuerzos entre peticionarios de información, del periodismo de investigación, el uso generalizado de redes sociales y de nuevas tecnologías de comunicación se le dio, a lo que bien podría haber sido “otro” decreto legislativo, un impulso inusitado capaz de comenzar a provocar un evidente desplazamiento de poder público hacia el poder ciudadano, ya que somos nosotros, los ciudadanos, los legítimos titulares de este.

¿Nadie se lo cree? Algunos de nosotros sí, por eso nos atrevimos a exigir información sobre las compras de regalos navideños en la Asamblea Legislativa, sobre el contenido de los correos electrónicos enviados y recibidos desde cuentas gubernamentales, acerca del uso de recursos públicos por parte de la desprestigiada FESFUT y sobre personas desaparecidas durante el conflicto y la ubicación de archivos militares correspondientes a la década de los ochentas.  Pero no solo se ha tratado en estos años de cuantificar los costos del mal uso de recursos públicos en beneficio de unos cuantos, también los solicitantes de información pública hemos querido poner a prueba el sistema: de ello dan cuenta las peticiones para acceder a las declaraciones patrimoniales de expresidentes de la República, el tema de los viajes presidenciales al extranjero, la composición de las comitivas y los cuantiosos contratos de publicidad en los que el Órgano Ejecutivo desperdicia recursos públicos cada segundo. ¿Alguien considera “banal” el ejercicio de este derecho a saber? El anterior fiscal general, Luis Martínez, pensaba que sí, pues eso y sus múltiples viajes en aviones privados del empresario Enrique Rais, divulgados en su momento por Factum, permitieron posteriormente realizar otras indagaciones que al final le costaron a Martínez la reelección, la libertad y cualquier posibilidad de retornar al servicio público (esperemos).

Considero indudable que algo ha cambiado en la relación de las personas con sus representantes en el Estado, ya que el tema de la transparencia, de la verdadera rendición de cuentas y de un periodismo de investigación con el que los ciudadanos también nos sentimos identificados, cuando logra poner en evidencia aquello que está mal, que es éticamente reprobable y que no es correcto, son todos aspectos que han pasado a formar parte de la vida cotidiana. Se terminaron, pues, los tiempos del secreto y del anonimato gubernamental al momento de abusar de las potestades encomendadas, de prohibirle a los periodistas el acceso a datos oficiales, de alegar “razones de Estado” como fundamento para la arbitrariedad y el enriquecimiento ilícito, y aunque el camino a Nicaragua se encuentra empedrado de buenas intenciones, los ciudadanos seguiremos exigiendo acceso a información pública y un comportamiento “correcto” a los funcionarios, no importa su afiliación política.

Quien diría que las “Revoluciones Inevitables” a las que se refería Walter LaFeber, en aquel ejemplar leído y subrayado en mil 1994, serían la inspiración para estas “preguntas inevitables” de la actualidad. Dos recordatorios a los políticos que nos leen: el poder tiene límites y nadie será intocable en los tiempos que vienen: ya pueden quitarse el “Don…”

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