Por ser niña

Cuando tenía cinco años, mi tía me llevó de compras al mercado. Al regresar, tomamos la ruta 31, como a eso de las seis de la tarde. El bus iba lleno de personas que regresaban a casa luego de una jornada laboral. Yo estaba pequeñísima y miraba a todos los pasajeros como gigantes. Un hombre iba en el asiento siguiente, detrás de mí. Me sonrió y no recuerdo cuál fue mi reacción inmediata. Supongo que le sonreí. Era una niña. No entendía nada.

Minutos después, comencé a sentir que alguien empujaba mi asiento. Me asusté, porque el autobús estaba viejo y dañado. Podía ver cómo algo sobresalía del asiento. El señor me seguía sonriendo. Estaba asustada. Pueden imaginar la mente de una niña de cinco años, pensando en monstruos y fantasmas que podían salir del asiento de un autobús.

En un arrebato, mi tía me jaló del brazo y exclamó sin descaro: “¡Viejo degenerado!”. No supe qué pasaba exactamente, pero nos bajamos del bus y caminamos hasta la casa. Con el tiempo comprendí que el señor trataba de rozar su pierna contra mi asiento y jugar con ello. Cínico, ¿no?

Aquella no sería la única vez en que viviría algo similar. En la siguiente ocasión, mi papá salió a departir con su hermano mayor, quien estaba de visita por el país. Él había invitado a sus amigos de infancia, de los años setenta y ochenta. Mi papá y yo éramos inseparables, así que, evidentemente, estaba con él, en las buenas y malas. Esta vez, tenía alrededor de 7 a 10 años. Mi mala suerte fue que uno de los amigos de mi tío quiso aprovecharse de su estado de ebriedad y de que yo venía jugando en el asiento trasero del vehículo.

Sí, trató de tocarme. Yo grité y me puse a llorar. El sujeto se asustó. Mi papá le preguntó qué había pasado, a lo que él respondió: “no sé, yo ni cuenta me había dado de que ella estaba allí”. Obviamente, le creyeron y me juzgaron como una consentida, por tratar de llamar la atención de los adultos.

Tuve que seguirle viendo la cara al sujeto hasta cuando cumplí los 15 años, hasta que por razones que desconozco, rompió lazos con mi familia (gracias a Dios). Nunca he sido la niña más bonita, ni la más llamativa. Me criaron como a un niño y siempre andaba las mechas de fuera, con bermudas y tenis. Nunca entendí por qué despertaba tanto morbo en los adultos.

La última vez que tuve un encuentro cercano con un acosador fue en el trabajo. Me desempeño como servicio al cliente y soy linda con las personas. Me gusta hablar mucho y a veces malinterpretan mi buena intención de generar conversación. Un día, el cliente que siempre me preguntaba por la universidad, por mi abuelita y por mi vida en general, me pidió mi número personal. Como no entendía qué pasaba exactamente, le di un número que no existía, con el objetivo de que moviera su carro de la ventanilla.

Los saludos se volvieron más cariñosos y elocuentes. “¿Qué tal, linda?”, “Hoy se mira bien bonita”, “¿Por qué no me contesta el teléfono? Y, pues sí, comencé a asustarme. Mis compañeros de trabajo creían que era una mala pasada o un señor oportunista. Nadie me tomaba en serio. Hasta que hablé con mi gerente y le pedí que hiciera algo al respecto. Inmediatamente alzó la voz una de las supervisoras y aludió: “Es tu culpa, por darle el número a cualquiera”. La garganta se me cerró, me di la vuelta y regresé a mi posición. Estaba enojada, resentida, dolida. No sé, un poco decepcionada y desprotegida. Hasta que un día todos presenciaron el acoso en sus narices y decidieron sacarme de operación cada vez que el señor visitaba la tienda. Finalmente, se cansó de buscarme y desapareció de la lista de clientes frecuentes.

¿A qué viene todo esto?

El Salvador reportó –desde enero de 2012 hasta junio de 2014– un total de 628 mujeres asesinadas, de cuyos casos, solo 34 han llegado a fase pública. Dichos datos fueron arrojados gracias a la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres (LEIV), de la mano del Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer (ISDEMU).

Sumado a esto, la Organización de Naciones Unidas (ONU), en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (1994), definió que violencia de género es “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tiene o puede tener como resultado, un daño físico, sexual o psíquico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la privada”.

Enero nos recibió con la buena nueva de una red de trata de menores. Si pudiera resumir el escándalo en una sola frase sería la siguiente, cito textual:

“No se ha acusado de estupro y violación porque cuando pagaron, las menores iban con consentimiento, aunque con engaños”.

Pregunto: ¿dónde queda el primer artículo de la Constitución que reza: que es obligación del Estado asegurar a los habitantes de la República, el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social.

En este país, las leyes —o como algunos le llaman: “la justicia social”— es utilizada de manera conveniente y malintencionada. Tardan más en juzgar a un violador que defender los derechos y la vida de una mujer o una niña. Y más allá de ser este un artículo con énfasis en el género, es un llamado de conciencia en una sociedad tan absurda y miserable.

Pareciera que al salvadoreño siempre le ha gustado vivir con miedo. Desde que tengo memoria, siempre ha sido más conveniente dejar fluir el sufrimiento indiscriminado de otros que intervenir por el bien común de todos. Así se nos ha ido la vida, desde siempre, al grado que la indignación se ha vuelto un sentimiento cotidiano y poco esperanzador.

Estas palabras, más que promulgar mi triste historia, son un llamado para contrarrestar tanta indiferencia. No basta decir “NO” en Facebook. No basta celebrar un concierto para conmemorar la paz utópica que los políticos anhelan. Se necesita un reinicio de moralidad. Una educación igualitaria; conciencia de género y respeto por la vida humana, más allá de una constitución retrógrada e incapaz de brindar estabilidad emocional y social a una sociedad abrumada por las balas.

Antes de publicar esta columna, me preguntaron si estaba segura de compartir mi experiencia. Estoy segura de que no se puede vivir callada. Estoy segura de que nos están matando y que estoy cansada de escuchar historias de acoso laboral, de violaciones y que nadie haga algo al respecto. Prefiero alzar la voz y denunciar que tenemos un sistema judicial corrupto y poco alentador y que exigimos un proceso judicial justo y sin malversaciones.

En el caso mediático de la actualidad, no importa si fue con consentimiento de la menor. Se necesita juzgar las acciones del agresor, de una vez por todas. Soy una de cientos de mujeres que día a día arriesgamos la vida debido a la posibilidad de encontrarnos con un pedófilo suelto en la calle o un sinvergüenza sin escrúpulos ni tapujos. Estoy cansada de que nosotras tengamos la culpa y no pienso quedarme callada. No otra vez.

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