¿¡Pena de muerte?!

Es este un hombre joven. Lo arrestaron luego de que la Policía descubrió en su casa, que bien podía ser una casa tipo destroyer según sus vecinos, un cuerpo descuartizado. Este hombre joven había dormido en el mismo cuarto en el que dejó los pedazos de su víctima, y se había texteado con uno de sus socios para ufanarse por lo que acababa de hacer. Si este hombre joven hubiese sido un pandillero lo más probable es que al previsible activismo feisbuquero pro pena de muerte se hubiesen unido diputados, analistas y hombres de bien para opinar que El Salvador necesita, ante tanta maldad, medidas ejemplarizantes como la pena capital. Pero este hombre joven, descuartizador como El Viejo Lin, no es pandillero, es solo eso, un descuartizador (este hombre joven confesó su delito), y también es hijo de un viejo abogado con conectes. Pues bien, para este hombre joven la Fiscalía General que dirige el licenciado Luis Martínez pidió un proceso abreviado y una condena de 11 años, un tercio de la máxima pena posible por los delitos por los que inicialmente lo investigaron los fiscales: homicidio agravado (repitamos: el hombre joven d-e-s-c-u-a-r-t-i-z-ó a su víctima) y, según el expediente, actos preparatorios para el tráfico de drogas. Este hombre joven no está tatuado ni tiene taca (apodo), se llama Rodrigo Chávez Palacios y es hijo de Fidel Chávez Mena, un prominente abogado y ex candidato presidencial.

¡Pena de muerte!, han dicho diputados, sobre todo de la derecha política salvadoreña, cuando las víctimas son descuartizadas.

No creo en ese cuento. No creo en la pena de muerte porque entiendo al Estado como regulador y aplicador de la norma social que, se supone, hace funcionar al colectivo, pero no creo en el Estado como juez infalible, ni entiendo que el soberano que elige a sus funcionarios en una democracia representativa lo haga asignándoles poderes supremos sobre la vida y la muerte.

Tampoco creo en ese cuento porque, entre los estudios sobre la pena capital que he leído en América Latina y los Estados Unidos, no he encontrado nunca evidencia de que ese castigo sea una solución efectiva a la violencia o a los índices de criminalidad, sobre todo cuando los estados que los aplican son, como el salvadoreño, disfuncionales, incapaces siquiera de aplicar la norma social y política establecida en sus códigos jurídicos.

En este caso, el Estado salvadoreño no fue, siquiera, capaz de adjudicar a Rodrigo Chávez Palacios le pena más dura establecida por el Código Penal para los delitos, o al menos uno de los delitos que confesó, el de homicidio agravado, castigado con un mínimo de 30 años de prisión.

¿Por qué? No tengo la respuesta, pero propongo algunas hipótesis: Pudo, en la decisión de la FGR, la posición social del padre del imputado; la FGR pensó que, por no ser pandillero, Chávez Palacios no debía ser castigado con tanta severidad; la FGR, simplemente, siguió su patrón histórico, su inercia: fue incapaz de probar los delitos aunque el imputado haya confesado… Probablemente no lo sabremos, porque dudo de que el fiscal general Martínez dé explicación alguna sobre el tema. (A modo de recordatorio, el fiscal general Martínez debe explicaciones sobre, por ejemplo, el tráfico de armas que dijo investigaría al interior de la Fuerza Armada, sobre la forma en que dejó morir los casos contra el Cartel de Texis, sobre los aviones de Enrique Rais).

El problema, claro, no empieza ni termina con el fiscal general; del despropósito también son parte los tres poderes del Estado. Me detengo, aquí, en el Legislativo, cuyos representantes suelen usar el tema de la pena de muerte y de la inseguridad como moneda de cambio electoral (moneda devaluada, inservible).

En el pasado, diputados como Francis Zablah y Guillermo Gallegos de GANA y Ernesto Angulo de ARENA ocuparon sus tribunas en la Asamblea para abogar por medidas manoduristas, incluida la pena capital. ¿Pena de muerte? ¿De verdad? ¿Quién la aplica? ¿Acaso un Estado que, como el salvadoreño, castiga apenas entre el 3% y el 5% de los homicidios? ¿Una Fiscalía que, centro de monitoreo telefónico incluido, no termina de acusar a nadie por narcotráfico y lavado de dinero? ¿A un Estado que de 1994 a la fecha ha dicho que las pandillas son la causa primera de la inseguridad pero ha sido incapaz de ejecutar políticas públicas para lidiar con ellas, ya sea en el campo penal o en el social (la manodura y la tregua son, ambas, políticas públicas que encuentran su motivación última en lo electoral, y por eso fallaron)? ¿Una sociedad cuyas gremiales privadas más representativas prefieren contratar a Rudolph Giuliani que embarcarse en un diálogo interno serio? ¿Un Ejecutivo incapaz siquiera de detener la matanza de sus propios agentes?

Mejor harían los diputados Gallegos y Zablah (el diputado Angulo no fue reelegido) y sus 82 compañeros en la Asamblea Legislativa en elegir un fiscal general de verdad, independiente,  capaz de aplicar la ley ya escrita con determinación y buen tino, pensando más en el bien público que en el propio. Y bien harían los poderes económico y político en presionar porque eso pase antes que en insistir en tonterías como la pena de muerte, a esa ya están sometidos miles de salvadoreños, en gran parte por la mezquindad de esos poderes.

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