No, señor Terborgh, la naturaleza no se ha extinguido en El Salvador

El renombrado biólogo tropical estadounidense John Terborgh sentencia en la página 185 de su libro “Requiem for Nature” que la naturaleza ya se extinguió en El Salvador (“Nature has already been extinguished in El Salvador”). La verdad debe decirse: El Salvador es el país más deforestado de América continental, la mayoría de sus ecosistemas están amenazados o en peligro crítico (uno ya colapsó). La fauna silvestre ha sido severamente mermada y probablemente gran parte de la flora, como dijo Roque Dalton, “ha muerto sin confesarse”. Pero en este Día de la Tierra (que se estableció para crear una conciencia sobre los problemas ambientales y la conservación de la biodiversidad para proteger a la tierra y a nosotros mismos), es necesario darnos cuenta de que la naturaleza en El Salvador sigue vibrante; la naturaleza en El Salvador no se ha extinguido… aún.

Decía Christopher Hitchens: “Aquello que se afirma sin evidencia puede ser rechazado sin evidencia” y dado que el señor Terborgh no presenta evidencia de su afirmación, esta podría ser fácilmente desechada sin evidencia en contra de ella. Pero podemos presentar evidencia para refutar dicha afirmación. Sin embargo, primero, es necesario entender que nuestro medio ambiente ha cambiado mucho a través de los siglos. Los primeros españoles que cruzaron estas tierras nos dejaron en sus cartas sus impresiones acerca de la naturaleza que encontraban. Antonio Vásquez de Espinosa, en su paso por Sonsonate circa 1620, manifiesta haber visto “dantas, ciervos, tigres, leones y otros animales y muchas diferencias de aves peregrinas”. A su paso por el volcán de San Vicente escribe: “Tiene en la cumbre dos puntas, o picachos, es muy conocido de los navegantes del mar del Sur… hay en él muchos animales silvestres, tigres, leones, onzas, muchas diferencias de monos, ardillas, águilas reales muy grandes, pardas con coronas…”. Quizás estas descripciones sean un tanto fabulosas o exageradas, pero nos dan una idea de cuán indómitas les parecían a estos viajeros las nuevas tierras que empezaban a conocer.

Todavía a mediados y finales del siglo XIX y principios del XX algunas zonas del país estaban despobladas y algunos de los bosques relativamente intactos. En 1846, un visitante cabalgó cerca del río Lempa “a través de un denso bosque totalmente desierto, sin ninguna habitación”. David J. Guzmán en 1883 nos habla de dantas (o tapires) deambulando en los solitarios paisajes de la costa salvadoreña y de quetzales viviendo en el volcán de San Salvador. En 1911, un viajero describió un bosque “donde los árboles se erguían tan juntos que difícilmente penetra la luz del día y nunca los rayos del sol”. Y en 1925 un científico estadounidense vio a las últimas guaras rojas silvestres volando en libertad en el oriente del país.

Aquellos días de bosques solitarios con dantas y guaras rojas deambulando en libertad lamentablemente parecen haber quedado atrás. ¿Cómo llegamos acá? A menudo escuchamos que el detrimento de la naturaleza en El Salvador se debe al rápido crecimiento de la población en siglo pasado, a la implementación de monocultivos a gran escala (principalmente café y algodón) y al despojo de la tierra y eventual desplazamiento de los agricultores de subsistencia. No es difícil ver por qué estos argumentos son utilizados. Por ejemplo, el bosque de la planicie costera (la última masa boscosa que quedaba relativamente intacta) fue arrasado casi en su totalidad cuando el cultivo del algodón paso de tener 42,968 hectáreas de extensión a tener 123,236 hectáreas en apenas cinco años, entre 1960 y 1965.

Estos hechos, sin duda, tuvieron un impacto profundo en nuestro medio ambiente; sin embargo, es innegable que los antiguos salvadoreños (contrario a la creencia común) modificaron grandemente el medio ambiente que les rodeaba antes de la llegada de los españoles. Existe firme evidencia de que desde que estos antiguos salvadoreños empezaron a cultivar maíz, necesitaron quemar y cortar bosques en mayor medida. Si tenemos en cuenta esto último, debemos entender que la situación ambiental actual del país es producto de un proceso histórico con elementos culturales, sociales y económicos que han dejado su huella a lo largo de los milenios. Aún con las narraciones de los misioneros españoles y viajeros de los siglos pasados, todo parece indicar que la presión en nuestro medio ambiente viene desde hace milenios y este fue acentuado en los últimos 150 años.

Pero la naturaleza en El Salvador, a pesar de todas las tragedias que hemos enumerado en los párrafos anteriores, no se ha extinguido aún. Cinco animales vertebrados en peligro de desaparecer de la faz de la tierra encuentran refugio (permanente o temporal) en nuestro país; entre ellos la tortuga baule, la tortuga marina más grande del mundo, y la lora nuca amarilla, cuya habilidad para imitarnos ha sido la maldición que la está llevando al mismo destino del dodo. Especies de insectos y plantas completamente nuevas para la ciencia siguen apareciendo. En 2001, la botánica conoció a Ageratum salvanaturae, una planta que únicamente se encuentra en el parque nacional El Imposible. En menos de dos años, biólogos del Museo de Historia Natural de El Salvador han descrito dos especies de cactus nuevas para la ciencia. Ningún ser humano conocía a la libélula Paltothemis nicolae, hasta que uno de los más grandes naturalistas de El Salvador, Víctor Hellebuyck, la presentó al mundo en 2002. Y ni siquiera David Attenborough sabía de la existencia del curioso insecto Lempira metapanensis cuando fue descubierto en 2010 en Metapán por la Fundación Enrique Figueroa.

Y todavía nos falta mucho por descubrir. Solemos concebir a El Salvador como a un país que mide aproximadamente 21,000 kilómetros cuadrados, pero esto solo es cierto para nuestro territorio terrestre; nuestro territorio marítimo es cuatro veces más grande que nuestro territorio terrestre. Seguro que muchas cosas esperan por ser descubiertas en las profundidades de nuestros casi olvidados 80,000 kilómetros cuadrados de mar. Sin embargo, mientras las leyes ambientales y las Áreas Naturales Protegidas sigan siendo irrespetadas, mientras sea más fácil pedir perdón que pedir permiso para arrasar un bosque, mientras sigan siendo escasos los fondos y condiciones para la investigación científica (y sus hallazgos ignorados), mientras veamos los ríos como cloacas y nuestras actitudes individuales sean de egoísmo y menosprecio a nuestro entorno, terminaremos viviendo en un gigantesco potrero y, seguro, atestiguaremos, más temprano que tarde, la extinción de nuestra naturaleza. Podemos estar seguros de que esto no es nada bueno para nosotros. Muchos nos oponemos a la privatización del agua, pero es de igual importancia entender que sin naturaleza no hay agua. Muy en manos del Estado podrá estar la administración del agua, pero si acabamos con nuestros bosques y condenamos al río Lempa a la muerte, ni siquiera habrá recurso que administrar. El Día de la Tierra debe recordarnos que tenemos todavía naturaleza que celebrar y mucha más por cuidar.


*Guillermo Funes es biólogo salvadoreño y forma parte del equipo de la organización Paso Pacífico para la conservación de la lora nuca amarilla en El Salvador. Correo electrónico: guilleyfunes@gmail.com

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