Niños migrantes: un día más para morir

Hace ocho años, el padre de esta familia emprendió el viaje hacia los Estados Unidos cuando se estrechó el círculo de la violencia y el desempleo en su comunidad de origen. Seis años más tarde fue el turno de la madre. Hace unos pocos meses lo intentaron sus dos pequeños hijos, pero las autoridades mexicanas los capturaron y deportaron. Dentro de unas pocas horas tendrán que arriesgarse de nuevo a pesar del endurecimiento de lo que la administración del presidente Barack Obama denominó la peor crisis humanitaria en la frontera sur. Su esperanza: asirse con uñas y dientes a cualquier arista que permita la pared migratoria estadounidense. 

Una familia oriunda de un municipio de Sonsonate debe enfrentar lo que a diario sufren otras que también deciden emigrar al margen de la ley. La vida de cada uno de sus miembros está dividida en dos caminos. Los padres, que están radicados en los Estados Unidos, deben escoger entre pactar un nuevo intento con un traficante para llevar a sus hijos a aquel país o regresar a El Salvador. Los niños están expuestos a morir en el intento o sucumbir a las pandillas que los acosan.

Los adultos viven ese sentimiento encontrado a casi 3,000 kilómetros de distancia, en un pequeño apartamento ubicado en una ciudad de la costa este, y los niños en una casa modesta circundada por árboles de mango, una calle principal de arcilla y unos vecinos silenciosos. Dentro de unos días sus padres tomarán la decisión que cambiará sus vidas.

En el camino hacia el poblado humilde donde están los pequeños me encuentro con un centro de peregrinación que fue fundado a principios del siglo XVIII por unos frailes del convento de Santo Domingo.

El lugar destaca por la imagen señorial de la iglesia edificada en tributo al santo viajero, al que rinden pleitesía cientos que acuden en busca del personaje milagroso, San Antonio de Padua, para que el pariente concluya la travesía hacia Estados Unidos, para que la familia reciba nuevas del viajante perdido, para que la madre sepa el destino del hijo.

En su hermoso atrio y a la sombra de un pequeño ciprés está mi contacto, Carol, una joven de poco más de 20 años de edad. Desconfiada, escucha cada una de mis palabras hasta que está segura que soy la misma persona con quien ha conversado telefónicamente desde hace unos días.

Carol está a cargo de los dos niños que busco. Los pequeños, a quien conoceré como Juan y Andrés, de 11 y ocho años, respectivamente, están a su resguardo.

Luce enfadada, con el cejo arrugado, porque dice que está fastidiada con el canto del coro de la iglesia que ruega por un mundo más justo y menos violento.

– ¿Usted es católica?

– Ni quiero –me atajó la joven.

Después iniciamos la marcha hacia donde ella vive junto a los niños. Atrás dejo a un grupo de peregrinos guatemaltecos que viajó desde Chiquimula para encender velas a la imagen de San Antonio y pedirle que ubique al hijo, que envié señales acerca de su destino, que haga el milagro antes de que pierdan las esperanzas.

… “Oh Señor, que has hecho de San Antonio un infatigable predicador del Evangelio sobre los caminos del hombre, protege, en tu divina misericordia, a los caminantes, prófugos, emigrantes; aleja de ellos todo peligro y guía sus pasos por la senda de la paz. Gloria al Padre…”, repiten los guatemaltecos.

El santo es bondadoso, según rezan muchas de las placas en agradecimiento, pero mi acompañante no cree en esas cosas.

– Los niños son mis primos. Mi tía dice que no puede seguir más tiempo separada de ellos. Ya lleva dos años… Debe ser bien duro vivir sin los hijos, musitó.

La casa de destino está ubicada sobre una calle principal por donde entra y sale la ruta de autobuses que conecta con el centro de la ciudad más cercana. Curiosamente, todas las unidades tienen el estilo de las mini van que ofrecen las principales cadenas hoteleras en aeropuertos internacionales para trasladar a los huéspedes al resort de su elección. Pero los vehículos acá lucen desvencijados, abollados y ruidosos. Una sirena escandalosa alerta a los vecinos que el autobús va… el autobús viene.

La vivienda es básica, mal iluminada y parece casi en abandono. Con paredes gris-cemento, sin una mano de pintura y a medio acabar. De los marcos de las ventanas sin persianas penden perchas con camisas, pantalones, calcetines y otra ropa de los niños. Como en muchos hogares salvadoreños, el televisor es el elemento principal en la sala y también algunos cuadros: los diplomas al mérito de Juan, fotos de familia y el retrato de una pareja tomada de la mano.

– ¿Quiénes son ellos?, señalé hacia una zona de la pared.

– Es mi mamá y papá, respondió Andrés.

A primera vista, Juan es un niño dulce, de piel cobriza, de complexión delgada y cabello engominado. Vivaracho, no tendrá reparo en relatarme la desventura que vivió hace menos de un mes junto a su hermano menor cuando atravesaron el río Suchiate a bordo de una balsa hecha de restos de madera y unos neumáticos inflables.

Sentado frente a la computadora, en aquel calor insoportable, Juan comparte su atención conmigo y con Facebook. Rápidamente entiendo que el relato tendrá que esperar. Por ahora, es más importante la conexión que debe hacer con mamá y papá, pues la decisión de intentarlo una vez más sigue en suspenso y está a la espera de instrucciones.

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Cartel en un albergue de Arriaga. Foto: Manu Ureste

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Pedro es un hombre fuerte que sobrepasa los treinta años y está dispuesto a todo. No le hace el feo a ningún trabajo. Desde hace ocho años, desde que sorteó 3,000 kilómetros para llegar hasta donde ahora está, trabaja sin descanso de lunes a domingo aspirando alfombras, encerando pisos, haciendo de mozo, en fin, haciendo todo lo que encierra esa palabra tan trillada entre la diáspora salvadoreña que sobrevive fuera de casa: hacelotodo.

Pedro trae a cuenta que partió de su casa rumbo a Guatemala un martes de 2006. No llevó mucho encima, salvo la responsabilidad de que sería el primero. De su éxito o fracaso iba a depender el resto de la familia. Atrás dejó a un niño de ojos chispeantes que entonces tenía tres años y a Eugenia, su esposa, a punto de traer al segundo miembro de la familia.

La decisión no fue fácil, pero la certeza le llegó el día que unos pandilleros atacaron al conductor del transporte público en aquel vecindario agreste, tropical, rebosante de colores, pero curiosamente silencioso. El hombre mal herido acabó por colisionar el carro en un predio a unos metros de la casa de la familia. Una semana antes de salir con un bolso al hombro, recuerda, Juan y él jugaban en la calle y tuvieron que entrar precipitadamente al domicilio cuando vieron a dos sujetos que perseguían a un tercero. El último corría despavorido a toda prisa y sudaba a chorros porque la muerte le pisaba los talones. Cuando la persecución no estuvo más la vista, recuerda el sobresalto del niño cuando escuchó el sonido de unos balazos que resonaron como un eco en un pozo vacío. “Yo me voy”, le dijo a su mujer. “Si logro salir adelante, me los llevaré de a pocos. Si me regresan, volveré a intentarlo porque este no es la vida que quiero para mis hijos”, dijo este padre.

De la ciudad de Guatemala viajó hacia la selva del Petén, en busca de la ruta del Golfo. Allá atravesó la frontera hacia México, el primer punto de llegada, y siguió la travesía escondido en los compartimentos de maletas de camiones y autobuses, encogido, con las piernas hechas un resorte, conteniendo la respiración para no morir asfixiado ahí en medio de sus compañeros de viaje. Cuando llegó al desierto de Arizona, tras cinco días de caminata en medio de la nada, a rastras, hecho guiñapo, consiguió alcanzar el punto de encuentro desde donde lo trasladaron a la primera ciudad en la que empezó a trabajar como loco para que valiera el sacrificio: los 5,000 dólares que pagó por su viaje.

Seis años más tarde fue el turno de Eugenia, su esposa, una mujer de sonrisa perenne, que entremezcla risa y nervios cuando Pedro recrea su traumático periplo hacia Estados Unidos. Los traficantes les prometieron un viaje seguro y sin contratiempos. A cambio de 6,000 dólares el trato consistió en evitar que Eugenia subiera a “La Bestia”, el tren de mercancías que cruza México de sur a norte, en cuyo lomo trepan cientos de migrantes para avanzar hacia la frontera norte.

Pedro cuenta que la travesía de su esposa fue tranquila hasta que llegó al cruce, con caminatas interminables en medio de pantanos y bosques, además de varias carreras para evitar a la policía. Cuando el coyote le llamó para avisar que su esposa estaba a salvo en Houston, le pidió un pago extra de mil dólares, un eufemismo para decirle que estaba secuestrada y que, si no saldaba, no respondía por su integridad física. “Sentí que me daba vueltas la cabeza. ¡¿Cómo iba a conseguir mil dólares?! Pero Dios siempre pone a sus siervos para que lleguen en tu auxilio… Un compañero del trabajo, al escuchar mi situación, me prestó el dinero. Poco después estaba Eugenia a mi lado, a pesar de todos los riesgos”, dice este hombre, que tiene por costumbre colgar en su cuenta de Facebook sus pensamientos y anhelos.

Eugenia escuchó el recuerdo y solamente sonrió nerviosamente. En cada guiño pareció que escondía la suma de todos sus miedos.

Así que mientras más se acerca la fecha decisiva, cuando los niños deben reintentar el viaje, tanto el padre como la madre postean más mensajes positivos como si el muro virtual fuera un talismán para el buen augurio.

Nuevamente están nerviosos. Hace poco más de un mes reunieron 8,000 dólares que pidió el coyote para llevar a los dos niños. El primer intento fracasó porque luego de que Andrés y Juan cruzaron el río Suchiate, el guía siguió el trayecto a bordo de un automóvil particular por unos cuantos kilómetros. En Tapachula, la policía lo capturó y lo acusó del secuestro de los hermanos. Los pequeños acabaron en la estación migratoria Siglo XXI compartiendo habitación con los adultos, con una sensación de estar allí por delincuentes, en lugar de migrantes. Las autoridades retuvieron sus documentos de identidad y los mantuvieron encerrados durante 16 días con dos tiempos diarios de comida que a Juan le pareció vomitiva. Al cabo de esas dos semanas, fueron deportados vía aérea. Un pariente viajó hasta la capital y los devolvió al vecindario de origen para “hacer tiempo”. Dicen que el coyote está a punto de salir de la cárcel mexicana.

– Por la cantidad que pagamos tienen derecho a una nueva oportunidad. Hay como una garantía, explicó Pedro.

– ¿Y los niños están seguros?, cuestioné.

– Nosotros hablamos con los niños sobre el riesgo de intentarlo una vez más. Tengo fe en Dios que los va a cuidar en el camino, pero, entienda, esto no es fácil…

Los pequeños lo saben, especialmente Juan, quien está consciente de que la aventura podría nuevamente terminar mal. Andrés, su hermanito, no lo entiende del todo pero lo siente. Sus expresiones son apenas susurros.

– ¿Y tú quieres irte de viaje otra vez?,  le pregunté.

– Mmmmño, musitó. Y volvió a jugar.

9. Niños en albergue en EEUU

Niños migrantes en albergue en Estados Unidos. Foto: Eric Lombardo Lemus

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Mientras esta familia aún sopesaba los riesgos, centenares de menores salvadoreños, guatemaltecos y hondureños emprendían al mismo tiempo la travesía hacia el norte del continente originando lo que se dio en llamar “la crisis de los niños migrantes”, una etiqueta que los medios de comunicación estadounidenses utilizaron para designar la vertiginosa escalada del paso de infantes no acompañados a través de la frontera entre México y Estados Unidos, notoria hacia el cierre del segundo semestre de 2014.

Cuando Juan y Andrés hacían la mochila, en el mes de junio, el Departamento de Seguridad Nacional detuvo a 10,600 niños que viajaban sin compañía de adultos, más del doble que las del año precedente en el mismo periodo. El incremento provocó la saturación de los centros provisionales de resguardo y albergues en las zonas fronterizas estadounidenses a tal grado que el presidente Barack Obama denominó el fenómeno como “una situación humanitaria urgente”, antes de pedir un refuerzo presupuestario de 3,700  millones de dólares para mejorar las condiciones de los centros de detención de los menores, reforzar la frontera para interrumpir el flujo migratorio y, por supuesto, deportarlos de manera más expedita.

Al finalizar el año fiscal 2014 la Patrulla Fronteriza detuvo un 77 % más de menores no acompañados en la frontera sur que el año fiscal 2013, según la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP). Esto implica que entre el 1 de octubre de 2013 y el 30 de septiembre de 2014 fueron detenidos 68,541 niños y niñas de entre 0 y 17 años de edad, casi el doble del año precedente, cuando se detuvo a 38,759 menores.

Ademar Barilli, un misionero brasileño que dirige la Casa del Migrante en Tecún Umán, ubicada en la frontera entre Guatemala y México, es escéptico respecto a la categoría de “menores viajando solos”. Para él, la mayoría de niños que cruzan el borde guatemalteco hacia México van acompañados de adultos, normalmente por su padre o por su madre. Pero estos, los adultos acompañados de niños, son otra categoría y otra estadística: 39,000 detenidos en la frontera méxico-estadounidense.

Día tras día, Barilli observa cómo las familias centroamericanas, jóvenes solos y solas, adultos desesperados, tratan de cruzar a plena luz del día el río Suchiate, un afluente que permite a los centroamericanos evadir el primer gran obstáculo migratorio: ingresar a territorio mexicano sin tener los documentos en regla.

En improvisadas balsas hechas con regletas de madera suspendidas sobre neumáticos inflados, los emigrantes cruzan esa especie de línea imaginaria territorial entre México y Guatemala, y que, tal y como asegura irónicamente un mural en la zona, se les conoce como ‘El paso del coyote’ debido al contrabando de todo tipo de mercancías que van de un lado a otro: desde alimentos enlatados y refrescos, hasta drogas, armas, dinero y, por supuesto, miles de centroamericanos que, justo debajo del Puente Internacional Rodolfo Robles, llegan al otro lado a cambio de 15 quetzales o 25 pesos mexicanos.

“En el tráfico humano están involucrados criminales y también muchas autoridades. Es común cruzar con coyotes que ya tienen acuerdos con soldados, agentes de migración, policías y hasta con los Zetas”, dice el religioso que es oriundo de la ciudad brasileña Río Grande del Sur, en alusión al papel que juega los carteles del narcotráfico.

“Ahora es más caro para los migrantes porque hay más gente involucrada, y todos tienen que recibir un pedazo del pastel”, develó.

“Normalmente, el pago para cruzar es de cinco mil dólares, pero hemos tenido muchos casos de centroamericanos secuestrados por los Zetas a los que pedían otros cinco o diez mil dólares para liberarlos con vida”, denunció.

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Niño migrante en albergue de Tapachula. Foto: Manu Ureste

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La fotografía realizada por la reportera Jennifer Whitney, publicada a fines de junio por el New York Times, destaca a Alejandro, un niño hondureño de ocho años y un poco más de un metro de altura, sosteniendo un botellín con agua mientras el agente de la Patrulla Fronteriza, Raúl Ortiz, lee su certificado de nacimiento. La foto, además de convertirse en un fenómeno viral en las redes sociales, se consideró como el resumen perfecto de la crisis humanitaria de los niños migrantes no acompañados y colocó el tema en el ojo público mundial.

La visibilidad del fenómeno movió rápidamente el tablero a nivel oficial.

A medio mes de haber iniciado su mandato, Salvador Sánchez Cerén apenas tuvo tiempo para acomodarse en la silla presidencial antes de ser convocado por el vicepresidente estadounidense, Joseph Biden, para una reunión de urgencia a causa del fenómeno migratorio. El 20 de junio se reunieron en Guatemala el gobernante de ese país, Otto Pérez Molina, Sánchez Cerén, de El Salvador, y representantes de Honduras y México, a quienes Biden dejó claro que “no hay boleto gratuito” para los niños migrantes no acompañados, reiteró que la mayoría serían sujetos de deportación y solicitó a las autoridades implementar campañas para frenar el flujo migratorio.

Los gobiernos centroamericanos, por su lado, blandieron como principal argumento la reunificación familiar para buscar la flexibilidad estadounidense en el tratamiento de los casos, evitaron en lo posible aludir otras causas de la migración, tales como violencia y pobreza, y pidieron el respeto de los derechos humanos para los menores retenidos en los albergues fronterizos.

Las fotografías de niños y niñas durmiendo apilados en el piso de los albergues, cubiertos apenas con mantas térmicas, se sucedían una a otra diariamente y aportaban la dimensión de la “situación humanitaria urgente” de la que habló el presidente Obama.

Pero en la casa de Juan y Andrés la decisión está tomada. Ajenos a la advertencia de la Cancillería sobre los peligros que enfrentarían, iniciarán la travesía con el valor agregado de que irán junto con Carol, su tía.

Adentro de la vivienda el calor era intenso y los niños improvisaron un partido de fútbol entre los muebles del salón. No tenían permiso para salir de casa porque no era seguro. Parca, Carol habló conmigo mientras se conectó a Facebook.

– En la próxima que venga ya no vamos a estar, dijo la joven. Ojalá lo logremos, añadió.

El escenario que vivirán los niños no es fácil. Todos saben que juegan a la ruleta rusa.

De la zona de juego viene Marcos, el hijo de Carol, quien escuchó nuestra conversación de despedida y corrió hacia ella repentinamente.

– Mamita, ¿también te vas a ir de viaje?

– Sí, mi amor, pero usted y su hermanita se vienen conmigo, respondió.

7. Pertenencias de migrantes en albergue Arriaga-1

Pertenencias de migrantes en albergue de Arriaga. Foto: Eric Lombardo Lemus

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Desde el año 2005 a la fecha, El Salvador permanece entre los primeros cinco países con mayores tasas de homicidios en el mundo, según el ranking de la Organización Mundial de la Salud (OMS). A veces primero y otras veces cuarto, este país es considerado como uno de los más peligrosos para los jóvenes de entre 15 a 24 años de edad.

El año pasado, con un total de 3,942 muertes, la tasa de homicidios de El Salvador rondó los 61.6 por cada 100,000 habitantes, según el informe del Instituto de Medicinal Legal salvadoreño.

De todos los departamentos del país, Sonsonate es el cuarto más violento. Pero otros años ha sido el primero. Según el Instituto de Medicina Legal (IML), desde 2009 hasta 2012, encabezó la lista de departamentos con mayor peligrosidad en todo el país, por encima de San Salvador.

En 2013, tras una tregua promovida el año precedente por un grupo de pandilleros encarcelados y respaldados por la administración Funes, y mediada por el capellán del ejército Fabio Colindres y el exguerrillero Raúl Mijango, Sonsonate fue incluido entre los municipios a ser declarados “libres de violencia”. Pero esto duró poco. Desde la segunda mitad de 2014, la rutina de los homicidios, extorsiones, amenazas y reclutamiento de niños volvió a ser el tema invisible y rutinario en la vida de miles de salvadoreños que coexisten con esa realidad al margen de que sus historias jamás sean noticia.

La violencia contra jóvenes, dice la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es una de las causas principales de los desplazamientos forzados en la región centroamericana. Si hace 30 años huían de la las guerras civiles, ahora lo hacen por la violencia provocada por pandillas, el crimen organizado y el narcotráfico, rezó un informe publicado en mayo de 2014.

El tema de la violencia como principal causa de la migración de niños y niñas no acompañados es matizado por el gobierno salvadoreño y que analiza el fenómeno desde una perspectiva multicausal.

El ministro de Relaciones Exteriores, Hugo Martínez, opina que si bien los desplazamientos migratorios sean en El Salvador como en otras partes del mundo pueden ser motivados por la violencia y el crimen organizado, las autoridades no descartan que hay otras causas estructurales como la pobreza, la falta de oportunidades económicas y el sueño de la reunificación familiar a toda costa.

“Si me preguntas si influye el tema de la inseguridad en el tema de los desplazamientos humanos, sí influye. Si tú me preguntas si es el único factor que influye, yo te diré que no es el único factor. Si le preguntas a un sociólogo, no es el único factor”, dijo el canciller durante un encuentro con la prensa convocado a raíz de la crisis.

En tanto, el Consejo Nacional para la Niñez y la Adolescencia (CONNA) esgrime que la mayoría de niños emigrantes provienen de áreas con menor índice de violencia, por lo que deducen que una razón preponderante para emigrar siempre es la reunificación familiar.

En esa misma línea la organización Visión Mundial divulgó una investigación realizada a 577 familias residentes en 27 municipios del país de donde extrae que el 40.8 por ciento alegó la reunificación familiar como razón para emigrar. La investigación muestra que también inciden factores como la violencia y la situación económica.

Otros investigadores como Elizabeth Kennedy, becaria Fullbright y candidata a doctora por la Universidad de California (UCLA), destaca uno de las causas de la emigración a partir de entrevistas con 500 niños deportados, en la cual el 60.1% afirmó que la violencia fue su principal razón para salir de El Salvador.

El pasado mes de octubre, miembros del Barrio 18 amputaron la lengua y varios dedos de las manos a un estudiante de 15 años de edad que se negó a ingresar a la pandilla en el municipio de Panchimalco, ubicado al sureste de la capital, según las autoridades “para crear temor en la población y enviar un mensaje a los niños y jóvenes qué les sucederá a quienes se nieguen a incorporarse a estos grupos”.

Los relatos compilados por Kennedy explican la encrucijada en que se encuentran varios niños y niñas en el país ante la amenaza perenne de las pandillas, donde las alternativas son pocas: unirse a ellas, morir o moverse de casa, colonia, pueblo o país.

Esta es la encrucijada de Pedro y Eugenia respecto a sus hijos. Si no los llevan consigo, en cinco años más Juan cumplirá 16 y entrará al rango de edad más peligroso para los jóvenes en El Salvador, el país donde asesinan más niños y adolescentes en todo el mundo, según el último informe anual de Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). Junto a Guatemala y Venezuela, la más pequeña de las naciones centroamericanas posee la tasa más elevada de homicidios en jóvenes menores de 20 años. Según este organismo, en el país mueren 27 menores o adolescentes por cada 100,000 habitantes.

Sin embargo, la elocuencia de cifras y números desmerecen la del padre preocupado por sus hijos. “Si los dejo en Sonsonate más tiempo, me los matan”, dice Pedro poco antes de dar la luz verde para que el coyote guíe a Carol, a sus dos hijos y los dos hijos de ésta por la travesía hacia el Norte.

Así, un día cualquiera, hacia el mediodía, Carol salió con los cuatro niños rumbo al encuentro con el coyote que esa noche los llevará hacia Guatemala, donde pasarán un par de días escondidos en un hotelucho antes de cruzar el Suchiate.

En mi memoria resonó el vaticinio de Carol la última vez que la vi personalmente.

– En la próxima que venga ya no vamos a estar.

Y así fue. El silencio por el teléfono, la ausencia por Facebook y la puerta de su casa cerrada indicaban que el viaje había comenzado.

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Paso en el río Suchiate. Foto: Manu Ureste

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En la pantalla de la televisión, la voz estentórea del presidente Barack Obama es severa. El gobernante de la primera potencia mundial calcula cada una de las respuestas que ofrece durante una entrevista concedida a la cadena ABC. Es 27 de junio.

“No envíen a sus hijos a la frontera”, dijo Obama a los padres de familia centroamericanos. “Si ellos llegan serán enviados de regreso. Lo que es más importante, ellos podrían no llegar”, recalcó.

Tres días después de esas advertencias fue identificado el cadáver de Gilberto Ramos, un niño guatemalteco de 11 años de edad, quien murió por el calor del desierto en un poblado cercano a McAllen, Texas, a menos de una milla de la casa más cercana.

En esa coyuntura, Pedro hace un recuento minucioso del itinerario que cumplen sus hijos gracias a los contactos que va ofreciendo el coyote. En principio, tiene la certeza de que sí está funcionando la garantía prometida. Los niños pasaron una noche en Guatemala, luego cruzaron sin retrasos el Suchiate, fueron escondidos en un hotel en Tapachula durante dos días, antes de seguir la ruta hacia Oaxaca. En aquella ciudad de origen prehispánico, donde otrora se desarrollaron las civilizaciones zapoteca y mixteca antes de su colapso definitivo tras la Conquista española, fue donde mal durmieron los cuatro niños y Carol durante una noche.

El siguiente paso fue la periferia del Distrito Federal a vuelo de pájaro porque, en menos de dos días, llegaron a Reynosa, la ciudad más poblada del estado de Tamaulipas, y, sin lugar a dudas, el lugar menos seguro para un grupo de migrantes indefensos como los cientos de centroamericanos que pasan a diario por la zona.

Fundada a mediados del siglo XVIII como una villa colonial al servicio de los reyes de España, ahora esta es una ciudad industrial estratégica en la ruta de la emigración ilegal porque colinda con el margen sur del río Bravo, la última barrera antes del salto a EE.UU.

Pedro mira nervioso el teléfono e insiste nuevamente. Marca el número que le dicta su esposa y vuelve a escuchar esa vocecita fastidiosa con el mismo mensaje: “You have reached a non working number. Please check the number and call again”. Eugenia lo mira agobiada, con el semblante cetrino de alguien que espera lo peor, con un rictus en la comisura de los labios cuando repite número equivocado… número equivocado.

Dos meses atrás, cuando los niños fueron capturados en Tapachula durante el primer intento esta mujer acabó en el hospital con una crisis nerviosa. Ahora está a punto de sufrir otra mucho más grave. Tanto a ella como a Pedro les sorprende la rapidez con la que sus hijos atraviesan el territorio mexicano. Pero tienen una mala corazonada. El número telefónico que el coyote les dio en el último enlace no funciona. ¿Los engañó? ¿Copiaron mal algún dígito? ¿Es un problema de la red? ¿Y si a los niños les pasa algo…?

El 26 de julio, el presidente Obama convocó a la Casa Blanca a sus homólogos del  Triángulo Norte centroamericano para acordar una responsabilidad compartida respecto al tema de los niños migrantes.

Los mandatarios de Guatemala, Honduras y El Salvador volvieron con la misión de desestimular la emigración ilegal a partir de una campaña en los medios de comunicación que alerte a las familias sobre el peligro y los engaños. Además, el gobierno de Sánchez Cerén se unió al coro para repetir el mensaje: la reforma migratoria no incluirá a los niños ni Washington está dando asilo.

Poco después, los cancilleres de los tres países anunciaron “El plan de la alianza por la prosperidad en el Triángulo del Norte”, que tiene por objetivo frenar la ola de migrantes centroamericanos que dice huir de la violencia o la pobreza.

Junto a sus homólogos de Honduras, Mireya Agüero de Corrales, y de Guatemala, Carlos Raúl Morales, el canciller Hugo Martínez presentó al Secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, la estrategia regional para enfrentar las causas que originan la migración, a través de la promoción de más oportunidades económicas y sociales con el financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

“No pongas en riesgo sus vidas” exhorta el afiche que promueve el gobierno salvadoreño con la caricatura de dos niños de espaldas izando una cometa con la forma del mapa que abarca Centro y Norteamérica.

El drama de Pedro y Eugenia, los padres de los niños, está por comenzar. Un enlace escueto con el coyote confirma el peor de los temores: están secuestrados.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en México denunció que cada año son secuestrados hasta 20,000 personas.

Un informe de la Casa del Migrante de Saltillo denunció que en la última mitad del año 2013, la Policía Federal acumuló el mayor número de denuncias por extorsión a migrantes, incluso más que del cártel de los zetas y de las pandillas Barrio 18 o Mara Salvatrucha.

De los 113 casos de violación de derechos humanos que documentaron, entre extorsiones, cobros de cuota, secuestros y robos, el 47% de los migrantes denunció que la Policía Federal les exigió todo su dinero y pertenencias para dejarlos continuar, el 16% dijo haber sido extorsionado por los Zetas y el 8% por las pandillas.

El coordinador de la Casa del Migrante de Arriaga, Carlos Bartolo Solís, sostiene que el coyote ya no tiene que pagar solo en una caseta migratoria, sino que ahora tiene que pagarle a los marinos, soldados y también a los federales que se va encontrando a lo largo del camino.

“Y desgraciadamente, vemos que los agentes se aprovechan de los migrantes porque son personas vulnerables, que desconocen sus derechos y que vienen pasando situaciones muy difíciles”, dijo Solís.

Hasta este momento del drama, Pedro solamente sabe que unos sujetos uniformados entraron a la habitación donde estaban sus hijos porque el traficante confirmó que le pidieron un rescate de mil dólares por cada niño. Junto a ellos estuvo otra familia retenida por los sujetos. Después de largas 72 horas, el coyote telefoneó brevemente: los niños están libres porque los traficantes pagaron el rescate y cruzarán el río Bravo esa madrugada. Es 30 junio. Intentarán pasar hacia McCallen, dice. No sale de su asombro.

– Es tremendo. ¡Los mismos policías de México los querían secuestrar! –exclamó Pedro–. El pollero tuvo que negociar por cuánto dinero los dejaban pasar, porque se los querían quedar. Y lo peor es que decían que si no les pagaban… los iban a matar.

Días más tarde, un nuevo silencio siguió a la última movida. No hay nuevas que confirmen el éxito o el fracaso del cruce de Carol y los cuatro niños.

Donde vivieron los niños, durante una nueva visita, la casa luce desolada, aunque encuentro a una mujer que vino a cuidar la propiedad. Nadie sabe nada de ellos. Desde la madrugada del cruce han pasado siete días y no hay noticias. Ni un aviso. Entonces hago un enlace con los padres.

– Pedro, ¿alguna nueva?, arremetí. El hombre responde algo ajeno a mi pregunta.

– Solamente quiero llevarlos a los parques, al acuario, al cine, muchos lugares bonitos,  caminar con ellos, abrazarlos, correr, jugar, les fascina comer pizza y hamburguesas –musitó, ensimismado, Pedro.

En el pequeño apartamento donde Eugenia y Pedro vivían pegados al teléfono reinó la angustia, la zozobra, el remordimiento…

– Quisiera que los gobiernos fueran diferentes, que en mi país hubiera más políticas para crear mejores empleos. La verdad es que ellos solo ven sus intereses y no los intereses de los ciudadanos, de la población. No hay mecanismos para aplicar a una visa de trabajo para poder venir por temporadas y volver, argumentó este hombre antes de llevarse las manos a la cabeza.

5. Migrantes en albergue de Arriaga

Migrantes en albergue de Arriaga. Foto: Manu Ureste

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La pantalla de la computadora titila monótonamente. Repaso las páginas de Facebook de Carol, Andrés y Pedro. El hombre dejó de colocar mensajes optimistas. No más frases inspiradoras que reflejen su estado de esperanza. Luego, observo fugazmente la cuenta del niño y encuentro que meses atrás mostró unas fotografías de un viaje a la playa, en casa de unos parientes en La Libertad, cuando tuvieron que refugiarse debido al aumento del peligro en su lugar de origen.

En unas imágenes, veo a los hermanitos jugando con Marcos, el primo de cuatro años, del que tampoco tengo idea de su destino. Cuando entro a la cuenta de Carol, de repente, me percato de que ella posteó un mensaje público hace pocos minutos. En cuestión de segundos, una segunda y una tercera persona envían saludos y bendiciones. ¡Tiene acceso a Facebook! Entonces escribí:

– Hola Carol, ¿Cómo está?, ¿ya llegó?

Suspense. No hay respuesta. Los segundos se convierten en minutos que se me hacen eternos. De repente, cuando estoy a punto de moverme del asiento, apareció su mensaje.

– Si gracias adios si ya estamos con mi esposo imis hijos.

Siete días pasaron desde la noticia del cruce del río Bravo una madrugada de lunes. Una semana terrible para los padres de los niños y, pienso, el enlace con Carol es la única oportunidad para tener nuevas. Sé que debía ser cuidadoso para mantener el hilo de la conversación y obtener un dato cuanto menos.

– ¡Me alegra su noticia! ¿Juan y Andrés, están con usted?

– Espere, escribió… Si, ellos ai quedaron –, agregó.

– ¿Los vio en el albergue?, me atreví a deducir.

Minutos más tarde ella desconectó Facebook y unos días borró todo su rastro. Pero el dato fue suficiente para enviar el mensaje hasta Estados Unidos: Los niños pasaron, pero fueron capturados.

Corro hacia la casa donde vivieron los hermanitos para confirmar el dato. Encuentro a la misma mujer con una expresión cariacontecida que confirma que recibió una llamada telefónica avisando que los niños estaban en Houston, alojados en un salón grande, que solamente vieron de lejos a Carol y sus hijos, que estaban bien, pero tenían frío porque el aire acondicionado era muy fuerte.

La noticia devolvió la esperanza moribunda a Pedro y Eugenia que inmediatamente acudieron a una organización para ayudarles a ubicar a sus pequeños. Podrían estar en el refugio de McAllen, el que aparece repetidamente en las noticias, donde hay cientos de menores durmiendo sobre el suelo, apretujados unos junto a otros. Y lo que viene no va a ser fácil, pero ya pasó lo peor, opinó este hombre que sonó menos agobiado.

De McAllen, los niños fueron trasladados a otro albergue ubicado al suroeste de Texas, antes de ser enviados hacia Miami, donde estuvieron en dos casa-hogar con mejores condiciones y atención más cercana. Allí les dieron ropa, tres raciones de comida y tiempo para jugar con los otros niños en la misma condición.

Los detalles del episodio azaroso de los hermanitos llegarían fragmentados poco después, así como de la actitud que tuvo Carol, quien abandonó a sus sobrinos en el albergue y veló solo por los suyos. Eso lo digerirían después. Ahora, en principio, Pedro y Eugenia deben confirmar el vínculo con sus hijos a partir de una llamada telefónica de un oficial de migración que les pidió pruebas para constatar el parentesco. Los días siguientes reunieron las actas de nacimiento de ambos, copia de sus documentos personales y proporcionaron su domicilio y enviaron todo por fax. A renglón seguido les dijeron que debían realizar una transferencia bancaria para cubrir el costo del vuelo desde donde estaban los niños hasta su aeropuerto cercano. Los pequeños iban a volar desde Fort Lauderdale, Florida, con escala en Newark, Nueva Jersey, antes de su destino final.

Varias semanas después de tener nuevas de los niños y saber a tientas el resto del periplo que vivieron tras cruzar el río Grande una madrugada, los padres de Juan y Andrés viajaron hasta la terminal aérea donde fueron citados para encontrarse con los niños. Pero no sabían más nada. Viajaron inquietos.

Echaron un vistazo a los vuelos de llegadas, a las personas que salieron al encuentro de otras dándoles bienvenida, a quienes viajaron a solas con la cara larga, a los sujetos con aire de banqueros cuyo tiempo es oro, a los mochileros relajados que llevaban el equipaje a las espaldas, a los despistados, a unos que otros latinos repletos de bártulos. Buscaron en medio de aquella gente que iba y venía el rostro de sus pequeños ángeles. Y todavía no llegaba nadie. Seguían a la espera de sus hijos, con el miedo de que aquellas voces fueran falsas, una estratagema más de la red compleja de traficantes de personas, que nunca los vieran, que fueran víctimas de una estafa, que fuera una trampa de la migra y acabaran deportándolos a todos… Ambos estaban ansiosos. Sus cabezas daban vueltas cuando hacia la tres de la tarde de un domingo alcanzaron a divisar las dos caritas morenas que venían acompañadas de unos trabajadores sociales, vieron sus ojitos chispeantes, su cabello bien delineado, a los dos hermanitos tomados de la mano, las imagen de Facebook hecha realidad. ¡Y corrieron a su encuentro!

A partir de ahora la vida de Juan y Andrés dependerá de la aplicación de la Ley sobre Protección de las Víctimas de Trata, conocida como la William Wilberforce Victims Protection Reauthorization Act, que fue promulgada por el gobierno del expresidente George W. Bush en 2008, para proteger a los niños víctimas de traficantes de personas.

La ley abarca a los menores migrantes que viajan solos, siempre y cuando no sean mexicanos. Si son detenidos, deben ser transferidos a un albergue en un plazo de 72 horas, y de ser posible, puestos bajo la custodia de un familiar en espera de su comparecencia ante un juez de migración.

Para los expertos en el tema migratorio, la William Wilberforce Act solamente es un paréntesis, un punto de transición entre la detención y la expulsión final del menor.

En el apartamento, donde hace unos días reinó la zozobra, hay un felicidad que irradia mucho más calor que el sol de los últimos estertores del verano. Se acerca otoño con sus hojas suicidas cayendo por doquier, inundando el sendero que lleva al parque, a la escuela donde Eugenia y Pedro siempre soñaron llevar a sus hijos. Pese al dolor vivido, al pánico, al riesgo de ser envueltos en la durísima legislación migratoria norteamericana, los cuatros están completos. Han cerrado un círculo tras ocho años de separación.

“Yo no pienso que nos vaya a ir mal. La verdad es que somos gente muy trabajadora. No tenemos ningún record policial. Pienso que nos va a ir bien en la Corte. Yo confío mucho que nos va a ir bien y tengo fe en Dios. Tenemos que contactar un abogado para que pelee por nuestro caso…”, reflexionó Pedro.

La tenacidad de esta familia por reunificarse podría verse recompensada por el anuncio a la nación hecho el pasado 20 de noviembre por el presidente Barack Obama sobre la puesta en marcha de una orden ejecutiva para frenar las deportaciones de inmigrantes indocumentados con hijos estadounidenses o residentes permanentes, siempre y cuando hayan ingresado a los Estados Unidos antes del 1° de enero de 2010 y que carezcan de antecedentes criminales.

La medida, de carácter temporal por no ser una ley que proviene del Congreso, viene aparejada de permisos de trabajo y otros beneficios; pero podría ser revertida igualmente por otra orden ejecutiva tras la finalización del mandato del presidente Obama.

Si bien Pedro ingresó antes de esa fecha, ni su esposa ni sus hijos son estadounidenses, por lo que podría no calificar para este estatus de protección. Pero un bebé que viene en camino, el hermano de Juan y Andrés, traerá consigo algo más que un pan bajo su brazo. Con su nacimiento viene la llave para evitar que deporten a su familia, al menos mientras encuentran una solución más permanente a su estatus legal.

En tanto, en Sonsonate, la rutina entre la vida y la tragedia sigue igual. Ajenos a la medida de Obama, el 24 de noviembre, ocho personas fueron asesinadas durante la fiesta de graduación de una joven. La peor masacre del año fue en esta zona, reiteró la policía.

Pedro, Eugenia y sus dos hijos decidieron que la muerte no les iba a sorprender en Sonsonate ni en El Salvador. De ahí su lucha.

* Las identidades reales de sus protagonistas fueron protegidas por razones de seguridad. Este reportaje fue producido en asociación con Round Earth Media, organización de la sociedad civil de Estados Unidos que impulsa a la próxima generación de periodistas internacionales.

Julia Botero, Jennifer Collins, Manuel Ureste y Conrad Fox participaron en la elaboración de este trabajo periodístico realizado de manera conjunta en Estados Unidos, México y El Salvador.

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