“Moronga”: la misma cloaca emporcada de sangre

A lo largo de sus páginas, el lector entiende que “Moronga”, la novela más reciente de Horacio Castellanos Moya, es también un acertijo, un manual para armar un crimen. 


Hace unos meses pregunté ingenuamente a mis amigos de Facebook si alguien sabía dónde encontrar Moronga –la novela más reciente de Horacio Castellanos Moya. Segundos después, me cayó un Whatsapp que, entre broma y advertencia, me decía que no anduviera preguntando esas cosas. Otros mensajes le siguieron, con las típicas bufonadas de “ay sí, Kafie quiere moronga” y más de algún vivo me envió una imagen personalizada del “negro del Whatsapp”. 

Con esto me quedó claro que el nombre de la última novela de Castellanos Moya es, en buen salvadoreño, un salbeque. Sin embargo, al adentrarme en sus páginas y catalogar la variedad de usos que tiene esa palabra a lo largo de la historia, me quedó la impresión de que el autor salvadoreño hubiera querido llamar su novela más reciente Verga, y no Moronga. Pero claro, seguramente se lo impidieron los escrúpulos del mercado editorial internacional.

Pero aparte de su clara provocación, Moronga es una novela seria, actual, y al mismo tiempo cimentada en nuestra historia. 

“Moronga” es una novela del salvadoreño Horacio Castellanos Moya y publicada por la editorial Random House.

Narra las experiencias de José Zeledón y Erasmo Aragón, inmigrantes de origen salvadoreño en los Estados Unidos. Ambos estuvieron involucrados –aunque en distintos niveles y lugares– con la guerrilla durante nuestro conflicto armado. Ambos son, ahora, habitantes de esta era del “Big Brother”, en la que se registra casi toda tu vida en imágenes, sonido o en la huella que vas dejando por el internet. Ambos poseen traumas y manías de las que son incapaces de desprenderse: la paranoia y la desconfianza son su credo. Finalmente, ambos son miembros de la estirpe ficcional creada y nutrida por Castellanos Moya a lo largo de su carrera literaria.

La historia de estos dos personajes está contada con un estilo particular: la vida de José Zeledón se cuenta de manera escueta, con antiguo rigor de combatiente, como el personaje mismo. Por otro lado, la vida de Erasmo Aragón es pura verborrea, un rebotar entre el pasado y el presente, entre lo que es y lo que puede ser, y el lector termina dudando sobre la veracidad de lo que este personaje cuenta. Curiosamente, ambos personajes evocan prototipos en nuestra realidad nacional, con abrumadora mayoría para el segundo caso. Pero esa es otra historia.

En esta lograda divergencia de estilo se reconoce la madurez literaria de Castellanos Moya. Se trata de una historia polifónica. A lo largo de sus páginas, el lector entiende que la novela es también un acertijo, un manual para armar un crimen. 

Desde los parajes áridos de Texas; pasando por el invierno inclemente de Milwaukee; hasta los suburbios indulgentes de Washington D.C. Desde las pugnas de poder en las organizaciones clandestinas de El Salvador de los años ochenta; pasando por la realidad del narco y los prostíbulos de la Guatemala actual; hasta las salas de video vigilancia en la Norteamérica de hoy en día… Moronga nos pinta un retrato certero de muchas de nuestras adicciones y violencias. Cristaliza, además, la vida monótona y embobadora de cientos de miles de inmigrantes centroamericanos en los Estados Unidos, escupiendo sobre el mito del sueño americano.

Lo único que me incomoda de la novela más reciente de Castellanos Moya –y quizás de la mayoría de su obra literaria– es su fijación con el pasado de esa “cloaca emporcada de sangre” (p. 276) de la que un día se marchó, y que en gran manera continúa siendo El Salvador. No estoy diciendo que nuestro país es un jardín de rosas, pero si hay algo que a este novelista salvadoreño se le puede criticar es su incapacidad de voltearse al futuro y encontrar en él (aunque sea) una pizca de esperanza. En fin, Castellanos Moya está a años luz de ser un Coelho –y gracias a la Diosa por ello.

Moronga, o más bien la obra entera de Horacio Castellanos Moya, es un doloroso espejo al que todos los salvadoreños deberíamos encararnos. Y reconocer así que nuestro pasado, nuestra guerra, nuestra posguerra, nuestra migración, pesan. Y que ni la Pílsener, ni la selecta de playa, ni el sermón del domingo tendrán ese efecto cicatrizante que tanto necesitamos, y que resulta de lograr hacer las paces con nuestro pasado lacerante.

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