Marchamos para construir ciudadanía, no por vagas

Crecí en una familia conservadora, donde los valores familiares tradicionales eran lo más importante. En casa aprendí que no se habla públicamente de lo que incomoda, que no se discute de política ni religión en una reunión, que debía vestirme según la ocasión y que lo principal siempre era mantener la decencia y el orden acorde a la moralidad de las “buenas costumbres”.

Fui del grupo de niñas a las que nuestras mamás siempre nos decían “No hagas cosas buenas que parezcan malas”; “Date a respetar frente a los hombres”; “El hombre llega hasta donde la mujer se lo permite”. Me enseñaron que no se sale a marchar, que no se va a las manifestaciones, que no se exige nada a la autoridad porque el orden social tiene un propósito. Que esas cosas solo son para vagos, para comprados, para resentidos sociales y desocupados que no trabajan ni estudian.

Este año dejé de lado todas esas ideas aprendidas en la infancia. Este año decidí que sí era necesario salir, exigir, hablar (escribir) de todo eso que incomoda; porque se debe —a mi parecer— combatir desde el terreno de lo político el orden social, que tiene entre sus propósitos el establecimiento de discursos dominantes para mantener el statu quo de la sociedad. A través de sus acciones, los movimientos sociales permiten pensar órdenes sociales alternativos a partir de la proyección de imaginarios desde la sociedad civil que fomenten una ciudadanía activa más tolerante, capaz de ser garante de sus propios derechos.

Este 8M sí marché, salí por la lucha de todas las que tienen menos privilegios que yo, por las que son minoría, por las mujeres pobres que mueren por abortos mal realizados, por las niñas violadas, por las que sufren a diario acoso callejero, por las que están en silencio, por las que están dentro de una relación donde prima el maltrato físico y sicológico, por las que ganan un salario menor al de sus pares, por las que sufren acoso laboral. Salí a marchar por las que ya no están, por las que han sido asesinadas, por las que han desaparecido, porque ya no pueden gritar, ni decir, ni exigir; por ellas, más que por mí.

Vi que había tomado una buena decisión sobre salir a marchar porque cuando iba hacia el contingente escuché a personas que caminaban cerca de mí decir: “Ahí van esas desocupadas, en lugar de estar trabajando”; “Bajemos a la plaza a ver a las morritas”; “Esas mujeres solo lo hacen porque no son inteligentes y son vagas”. Pero no, no somos desocupadas, las que marchamos tenemos nuestros trabajos, nuestras carreras. Reconocí en la marcha a destacables investigadoras universitarias, a activistas de derechos humanos, a profesionales y a jóvenes estudiantes que están cursando una carrera universitaria.

Platicando con un amigo sobre este tema, me preguntó: “Si las que marchan también exigen y hacen desde sus campos laborales todo lo posible para luchar contra las desigualdades, ¿por qué tienen que ser radicales y salir a la calle a gritar y a detener el tráfico?

Y, simplemente, todo se traduce en la apropiación del espacio público, un espacio público en el que habitamos, cada día, a cada momento, con miedo. Tomar una plaza, un par de calles, un parque, un redondel, nos reafirma en ese espacio que es físico, simbólico y público. ¿Por qué incomoda que las mujeres tomemos el espacio para reivindicar nuestra lucha, nuestros derechos, y mostrar las desigualdades, pero no incomoda que los hombres se tomen ese espacio para acosar, intimidar y violentar a las mujeres? Según datos de la Encuesta Nacional de Violencia contra la Mujer, el 67.4 % de las mujeres en El Salvador ha sufrido algún tipo de violencia. Con relación al ámbito público, el 51.9 % de las mujeres ha experimentado algún tipo de acoso en las calles. De ese total, el 68.3 % de agresiones proviene de un desconocido. Según la Digestyc, a través del Sistema Nacional de Datos, Estadísticas e Información de Violencia Contra las Mujeres, el 42.5 % de la violencia sexual que padecen las mujeres ocurre en el ámbito público (espacios abiertos, transporte público, establecimientos no residenciales).

Cuando hay patrones sociales que te afectan directamente como la falta de equidad laboral en cuanto a salarios y prestaciones, acoso callejero o constantes machoexplicaciones (mansplaining) es cuando vale la pena salir a denunciar. Entonces me pregunto: ¿Qué es ser radical? —siguiendo con lo que me preguntó mi amigo, cuando alegaba lo innecesario de salir a la marcha—, y me respondo: Exigir que no me maten, exigir que no me violen, exigir que una mujer tenga la posibilidad de decidir sobre su cuerpo, exigir que me paguen un salario equitativo al de mis pares hombres, exigir que no me falten el respeto cuando camino en la calle. Si eso es ser radical según mi amigo, ¡adelante, me declaro una radical!

Pero no lo veamos solo desde la emoción, que fue otras de las críticas que recibí de mi amigo. Marchar no es solamente salir a gritar consignas (aunque si lo analizamos desde la teoría del Performance de Richard Bauman, bien puede ser válido). Una marcha —sea feminista o de otro tipo— tiene como propósito desarrollarse en el campo de lo público para fomentar la construcción de ciudadanía. Esta se construye gracias a la conjunción de tres elementos: posesión de derechos, pertenencia a una nación y participación social. En este sentido, las marchas del 8 de marzo reivindican a la comunidad y fortalecen la idea de cercanía y empatía. Aunque mujeres y hombres no sean empáticos con la causa feminista, una marcha es parte de la construcción de una democracia plural e incluyente.

Invadiendo el espacio público intentamos transformar el espacio privado. Ya no actuamos desde el papel social tradicional, sino que al salir nos proyectamos como un nuevo tipo de ciudadanía con el uso de símbolos y colores que dicen algo. De esta manera representamos públicamente lo que tradicionalmente ha sido parte de la vida privada de esas cosas que no se dicen públicamente, como nos enseñaron cuando niñas. Las mujeres convertimos la ciudad, con estas marchas, en un espacio donde la población es primero un espectador de las demandas y de la anomalía que se vive, para que luego —y con suerte—, sean garantes de esas demandas y exigencias.

Creo que la experiencia colectiva de marchar juntas debe ser una renovación de “los feminismos”, porque no se trata de ser o no de un grupo en particular, un colectivo o una asociación civil. Lo que nos une debería ser el hecho de ser mujeres y que estamos luchando por nuestros derechos, por lo que ser parte de un colectivo o de las “lesbianas unidas” no debería ser un requisito para participar del movimiento. Y me apropio de una de las frases que más usaba mi esposo: “Revoluciones van, revoluciones vienen; yo sigo con la mía”.

Referencias recomendadas
Amorós, C. (1991). Hacia una crítica de la razón patriarcal (2ª edición). Anthropos.
Butler, J. (2007). El género en disputa: el Feminismo y la Subversión de la Identidad. Paidós.
Delgado, M. (2011). El espacio público como ideología. Ed. La Catarata, Madrid.


*Alexia Ávalos: Salvadoreña. Residente en México. Comunicadora. Maestra en Estudios de la Cultura y la Comunicación por la Universidad Veracruzana. Actualmente trabaja como encargada de comunicaciones del Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación y coordinadora de la Revista Balajú, editada por el mismo centro.

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