Magia incombustible

Permítanme, primero, sacar a los elefantes del cuarto para poder hacer un comentario honesto sobre “Star Wars, el despertar de la fuerza”, la séptima entrega de la saga que el cineasta George Lucas empezó en 1977 y que hoy está a cargo de Disney, acaso la industria más poderosa e influyente en el mapa del entretenimiento mundial. Primer elefante: soy un fan, confeso, a veces irracional; con los años, y sobre todo después de los episodios I, II y III, las “precuelas”, entendí que Lucas no era un mago infalible, y que su segunda apuesta fue un tanto fallida, pero los momentos de decepción que me trajo, por ejemplo, Jar Jar Binks, fueron siempre menores si los comparo con el asombro absoluto que me sigue provocando la magia que nace de la pantalla cada vez que me siento a ver “El Imperio Contraataca” o “Star Wars”, la original, a la que luego le pusieron episodio IV y el apellido “A New Hope”. Esa clase de magia solo puede crearla un genio, un visionario, que es lo que Lucas fue en 1977 y durante toda la década del 80. Segundo elefante: está claro que la película con la que hoy está alucinando el planeta entero es, primero y ante todo, un gigantesco esfuerzo mercadológico por relanzar la marca Star Wars para recuperar y sobrepasar con creces los miles de millones dólares que costó a Mickey Mouse y sus secuaces comprar Lucasfilm, la productora de Lucas, creadora de la magia original. “El despertar de la fuerza” no es, en términos mercadológicos, otra cosa que una muy exitosa apuesta por vender muñequitos, camisetas, carros, de todo, a los viejos adeptos, mi generación, y a los nuevos, la generación de mis hijas menores (4 y 7 años), para quienes la historia y los personajes no serán nunca más una extraña obsesión de su padre, sino un objeto de adoración y consumo tan apetecido como, digamos, Frozen. Eso dicho…


Buena parte de la magia sigue ahí. Y no es, en esencia, gracias a J.J. Abrams, uno de los nuevos hijos preferidos de Hollywood, quien es aquí director, productor y escritor. La magia sigue ahí porque la séptima entrega de la Guerra de las Galaxias ocupa con muchísimo tino los elementos del lenguaje cinematográfico que Lucas instituyó en 1977 y, a diferencia de las precuelas, Disney y Abrams hacen lo justo y necesario para adaptar ese lenguaje a claves estéticas más contemporáneas.

Un ejemplo. Uno de los adelantos más anunciados de la séptima entrega es la vuelta de Han Solo y la Princesa Leia, dos de los tres protagonistas de antaño, dueños de un lugar privilegiado en el panteón de los niños de los 70, aquellos que no conocíamos más cine que el cine, a quienes no nos quedaba más que esperar, uno, dos, cuatro años para volver a verlos en la pantalla grande en una nueva entrega de la parte inicial de la saga. Nosotros nunca tuvimos dvd, streaming, ni siquiera los ancestros prehistóricos de Netflix: el VHS y el Betamax eran ciencia ficción en aquellos años, como Tatooine o la Estrella de la Muerte. Pues bien, en la séptima entrega Han Solo ha vuelto, y no solo en el personaje al que da cuerpo Harrison Ford, sino también, de alguna manera, gracias a la implantación de rasgos tan hansolianos como la sonrisa torcida o la autosuficiencia, en otros personajes como Rey, la nueva heroína…

Rey, la nueva heroína de Star Wars. Fotos tomadas del sitio oficial.

Rey, la nueva heroína de Star Wars. Fotos tomadas del sitio oficial.

Rey es Han Solo, pero también es Luke Skywalker, granjero, mesías en potencia. Y también es Leia, líder en ciernes. Rey, interpretada de forma correcta, aun sorprendente en algunos tramos, por Daisy Ridley, una novata actriz británica sin más créditos anteriores que haber dado voz a un par de animaciones, está llamada, como diría Obi-Wan Kenobi, a cumplir su destino: dar vida a la tercera trilogía de Star Wars. Ya otro falló en esa búsqueda: ver a Hayden Christensen como Anakin Skywalker en la segunda trilogía. Pero Rey arranca con más fuerza en esa misión de ser la nueva princesa-generala-jedi (hay un gesto en el que incluso me recuerda a Cersei Lannister, de Game of Thrones, la reina madre de la televisión contemporánea).

El resto del elenco y escenarios, seguimiento directo de los primeros dos capítulos, están también ahí: el nuevo “Arturito” (que así se llama en América Latina, lo de R2-D2 suena a extravagancia hípster), el viejo Citripio, la versión light de Yoda, la cantina de Mos-Esley, la versión enviagrada de la vieja Estrella de la Muerte. Y están, además de Han Solo, otra viejas glorias, como el Halcón Milenario en todo su decrépito esplendor… Y están los malos, que es, creo, donde más deja a deber esta nueva versión.

De los malos diré poco, para no coquetear demasiado con el spoiler. Diré esto: Inventar algo o a alguien que sea un malo más pulcro que Darth Vader, aun una versión que lo iguale, será siempre difícil, por lo preciso del arquetipo en que se convirtió el Jedi seducido por el lado oscuro, el hombre-androide de capa negra y máscara inescrutable al que daba la voz James Earl Jones. Quizá por eso fue tan débil el Anakin de Christensen (bueno, no, esa debacle tiene mucho que ver con el actor mismo).

El malo de la séptima entrega sigue el patrón: un joven traumatizado, atraído por el lado oscuro debido a las carencias afectivas de sus primeros años. La metáfora, tan vieja como universal en la literatura, se cuenta sola y tiene, por supuesto, referentes en cualquier cultura (El Salvador de los 2000: piense en las letras y los números de las pandillas nuestras de todos los días). La versión del nuevo milenio se llama Kylo Ren y lo interpreta Adam Driver. La estética es menos clásica y —se acuerdan lo que escribí arriba sobre el marketing— este malo se parece más a un vocalista de banda grunge de los últimos 90 que a un caballero del mal.

En los nuevos personajes hay elaboración, la que requiere una película que es continuación de una saga mítica y está llamada a desdoblarse en varias entregas más. El gran problema de este nuevo relanzamiento parece estar, al menos por los pases que vimos en el séptimo capítulo, en la capacidad de la nueva camada de cineastas para alargar la trama. En “The force awakens”, el guión es tan pobre como predecible: basta media hora de película para saber qué va a pasar, incluso quién va a morir.

Casi todas las fórmulas que hicieron grande a la Guerra de las Galaxias, como son la referencia al imperio del mal, la historia del maestro y su aprendiz o la metáfora del héroe solitario, están de nuevo en la pantalla. Están ahí puestas con bastante tino, pero, en este tablero, la unión no viene dada por el guión, sino por otros elementos que han sido la columna vertebral de la saga, como la partitura inconfundible, mágica, de John Williams: ¿se acuerdan de la música que acompaña las escenas en las que aparece la Estrella de la Muerte o Darth Vader? ¿o de las notas que oímos cuando vemos las letras que se deslizan por la pantalla en la apertura de cada episodio? Pues esa música.

La magia de Star Wars parece incombustible y me es difícil pensar en un espectador, de los viejos como yo, a quien esas letras y esa música no hagan revivirla. Pero hasta la magia de Dumbledore tuvo un final. Yo puedo vivir hasta la eternidad en las galaxias muy lejanas que Disney tenga a bien proponerme. Aún no sé si me bastará con volver a ver a la princesa, al pirata y al granjero, envejecidos ya, para dar vida a más magia. Por ahora, y visto el episodio siete, nada iguala todavía la épica de aquella batalla entre Darth Vader y Luke Skywalker… Pero hay magia, sigue habiéndola, porque la Guerra de las Galaxias es, al final, padre y madre audiovisual y cinematográfico de muchos de nosotros.

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