Los votos del silencio: la masacre de las monjas Maryknoll

El 2 de diciembre de 1980, agentes del gobierno salvadoreño asesinaron a cuatro religiosas estadounidenses de quienes sospechaban que colaboraban con la insurgencia. La orden Maryknoll, a la que pertenecían las mujers, elevó la denuncia internacionalmente y Washington presionó suspendiendo temporalmente la ayuda militar a El Salvador. Los hechores materiales fueron juzgados, pero el alto mando permaneció intacto. La guerra civil salvadoreña apenas iniciaba y el entramado del silencio le sobreviviría.

La noche del 1 de diciembre de 1980, al concluir el retiro espiritual de la orden Maryknoll en Diriamba, Nicaragua, Ita Ford rezó para decidir si volvía o no a El Salvador. En su mente todavía pesaba el recuerdo de su primera compañera, Carol Ann Piette, quien había fallecido frente a sus ojos el 23 de agosto en un trágico accidente y por el que acabó en una casa de retiro espiritual en suelo nicaragüense.

Rezó y meditó un largo rato antes de anunciar su retorno al trabajo que realizaba en Chalatenango. Ita sufría ese choque de trenes entre su obligación misionera y el dolor, el remordimiento por su compañera muerta, y el miedo. Una noche más tarde, a su arribo al aeropuerto internacional en Comalapa, cuatro guardias nacionales al mando del subsargento Luis Antonio Colindres Alemán torcerían el rumbo de su vida.

Ita Catherine Ford había ingresado a El Salvador por primera vez junto a Carol para incorporarse al trabajo que el arzobispado de la Iglesia católica ejecutaba en el departamento de Chalatenango. La idea era paliar el impacto que los campesinos sufrían debido a las incursiones del ejército en busca de los primeros focos de los incipientes grupos guerrilleros.

La vida en el campo era insegura y la población rural prefería emigrar y abandonar las tierras antes que perder la vida.

«No fue fácil asignarlas», recuerda Fabián Amaya, ex-vicario departamental de Chalatenango: «ellas querían trabajar donde se necesitara ayuda pese a que era peligroso».

Amaya, quien recién finalizaba su formación eclesiástica en la Pontificia Universidad de Comillas con estudios de publicidad y radio en la Universidad de Madrid, recuerda el manejo tendencioso de la información al que recurría el ejército para estigmatizar el trabajo pastoral.

«La Iglesia católica salvadoreña era el centro de las sospechas. El ejército no podía tolerar que los religiosos se relacionaran con los refugiados y los desplazados oriundos de las zonas en conflicto. Desde el punto de vista estratégico, los militares siempre fustigaron aquel contacto porque consideraron que los desfavorecía pues decían que los campesinos eran el primer eslabón de los rebeldes», recuerda Amaya.

El ejército también tenía claro que a falta de un enemigo con uniforme debía buscarlo entre aquellos que lo parecieran. Esa era la lógica del conflicto entonces.

Las monjas de Maryknoll lo sabían, pero aun así continuaron. Lo que a otros les producía desazón y miedo a raudales a ellas las motivó a trabajar a tiempo completo en Chalatenango desde junio de 1980. Las hermanas Carol e Ita habían trabajado juntas en Chile, donde desarrollaron misiones en zonas pobres y reprimidas por la dictadura militar. Llegaron a El Salvador el 24 de marzo de 1980, el mismo día en que el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue asesinado por un francotirador mientras oficiaba una misa.

Ese mismo año, el padre Amaya regresó de sus estudios eclesiásticos y fue asignado en esa zona. Por eso recuerda el primer aviso contra las Maryknoll. La señal apareció en la puerta de su residencia en la ciudad de Chalatenango: la pinta de una mano blanca, la marca de uno de los escuadrones de la muerte…

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El 23 de agosto de 1980, Carol Ann Piette conducía un jeep hacia la comunidad San Antonio Los Ranchos porque trasladaba a un grupo de campesinos que recién había sido liberado por el jefe de una guarnición militar en la zona.

Ita, junto a dos seminaristas, tuvo la idea de trasladar a los pobladores porque pensó que sería una grata sorpresa para las familias; decidió organizar el viaje con un deseo ingenuo de festejar unidos con la comunidad.

«Y les agarró la noche en medio de la montaña chalateca justo cuando estamos en invierno y pasó aquella tragedia», recuerda Amaya.

Camino de regreso, una lluvia torrencial aumentó el caudal del río El Zapote y arrastró el jeep en el que viajaban. Los dos seminaristas lograron saltar del carro, mientras Carol arrojaba a Ita a través de la ventana a costa de su vida porque quedó atrapada; no pudo salir cuando las aguas la volcaron y fue corriente abajo ante el estupor de todos. Nadie escuchó sus gritos ahogados; solo el sonido estrepitoso de la tormenta. La añeja asociación misionera de Carol e Ita fue disuelta por la fatalidad.

La hermana Ita debió guardar reposo a lo largo de un mes hasta que la orden encomendó a otra monja para continuar con la tarea; su nombre, Maura Elizabeth Clarke, oriunda de Belle Harbour, Nueva York.

La hermana Maura había trabajado 20 años en Nicaragua y fue testigo de la dictadura de Anastasio Somoza y del triunfo de la Revolución Sandinista.

Esta religiosa también abrigaba otra causa: «nosotros como americanos tenemos alguna responsabilidad sobre lo que está sucediendo en América Latina», escribió en su diario. Luego participó en los primeros movimientos contra la ayuda militar norteamericana a gobiernos militares del istmo.

Cuando supo de la muerte de Carol, la hermana Maura se presentó como voluntaria para acompañar a Ita en su trabajo pastoral, atendiendo al llamado de ayuda para El Salvador que hiciera monseñor Romero antes de morir. «Mi miedo de muerte me está desafiando», escribió la religiosa en su diario.

«Aun estando de cierto modo preocupada por los días difíciles que tenemos por delante en El Salvador, siento la convicción, Señor, de que tú me quieres allí; tú me darás la luz y la fuerza que necesito», escribió antes de emprender el camino que la vincularía con Ita para siempre.

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Desde lo alto de la cúpula de la iglesia de Chalatenango y a cien metros a la redonda, el ejército observaba cada paso de las dos monjas Maryknoll. En la guarnición, que estaba al mando del coronel Ricardo Peña Arbaiza, tenían la certeza de que el traslado de víveres, el ir y venir de sacos con granos básicos y la atención a refugiados era parte de un juego ideado por la guerrilla.

Los anales de Socorro Jurídico del arzobispado –comprendidos entre octubre de 1979 y julio de 1981– registran los casos de asedio: se persigue «a aquellos que se han puesto al lado del pueblo y han salido en su defensa», advierte el texto.

Cuando Maura e Ita retomaron el trabajo de la Pastoral Asistencial, ambas previeron que la guerra ocasionaría el éxodo de miles de campesinos. Las incursiones de la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda empezaban a poner en marcha un estilo que luego los salvadoreños conocerían como ‘tierra arrasada’.

«Nosotros tenemos refugiados, mujeres y niños en nuestra puerta y algunas de sus historias son increíbles. Lo que está pasando aquí es increíble, pero pasa. La paciencia de los pobres y su fe por este dolor terrible constantemente me llama a una contestación de fe más profunda», escribió Maura en su diario.

En otra parte del país, en el departamento costero de La Libertad, otro tándem de religiosas enfrentaban sus propios desafíos. La monja ursulina Dorothy Kazel, de 49 años, y la laica Jean Donovan, de 27, formaban parte del equipo misionero de Cleveland, Estados Unidos, que había llegado al país para desarrollar tareas asistenciales en la zona.

Ambas mujeres, blancas, pelicastañas, destacaban a leguas en medio de las covachas paupérrimas que visitaban. Niños desnudos, ancianos desamparados, madres parturientas, niños por doquier, niños a montones, sin amparo, sin futuro, salvo el pequeño aliento que llevaban ambas misioneras.

El ejército estudió los movimientos de las cuatro religiosas y presumió que a partir de septiembre estas integraron un plan de asistencia masiva donde tuvo presencia territorial la organización guerrillera Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Para la Fuerza Armada una cosa llevaba a la otra.

¿Por qué viajan tanto? ¿Por qué entran a las zonas en conflicto? ¿Llevan armas?, eran las preguntas regulares de las autoridades de la época. El Ministerio del Interior sabía de los antecedentes de Maura, la monja venida de Nicaragua. O los de Dorothy y Jean, que habían hecho guardia de honor durante las exequias del arzobispo Romero, o los de Ita, que llevaba meses trabajando con las comunidades de Chalatenango. El ejército llevaba mal lo religioso.

De hecho, el magnicidio de Romero agudizó la vulnerabilidad de los trabajadores de la Iglesia católica en el país. Los hábitos y las sotanas eran vistos como el uniforme del enemigo por parte de los militares, al mismo tiempo en que pobladores de sitios en conflicto veían a sus portadores como los únicos capaces o interesados en llevar ayuda y sosiego a las comunidades.

En el departamento de La Paz, el sacerdote franciscano italiano Cosme Spessoto dirigía la parroquia de San Juan Nonualco. Desde que vino al país en 1950 tenía un sueño: cultivar una vid de denominación salvadoreña. Creía que la humedad de la tierra podía servir para una buena cepa. Pero la tarde del 14 de junio de 1980, dos pistoleros segaron sus planes mientras él rezaba al pie del altar.

El 6 de octubre, sujetos uniformados allanaron la casa del padre Antonio Reyes y lo asesinaron. Un mes más tarde, el 16 de noviembre, apareció un pliego de cartulina en la fachada de la parroquia de Chalatenango con amenazas a muerte calzadas por el autodenominado Frente Anticomunista.

El 28 de noviembre, la Guardia Nacional capturó al padre Marcial Serrano en el cantón Chatita, Santiago Texacuangos, al este de la capital. Sus verdugos lanzaron su cadáver al lago Ilopango con piedras atadas a los pies. La Iglesia nunca pudo recuperar el cuerpo.

En San Salvador, una bomba explotó en la fachada de la Catedral metropolitana.

Un día antes, habían sido asesinados los seis dirigentes del Frente Democrático Revolucionario (FDR) poco después de ser secuestrados a rastras del centro escolar Externado de San José. Ese fue 1980…

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Cadáveres de dos de las religiosas estadounidenses asesinadas por la Guardia Nacional en 1980. Imagen tomada de www.uca.edu.sv

Cadáveres de dos de las religiosas estadounidenses asesinadas por la Guardia Nacional en 1980. Imagen tomada de www.uca.edu.sv

Un asesor estadounidense sostuvo que el coronel Peña Arbaiza viajó hasta San Salvador para advertir al embajador Robert White sobre las amenazas contra las monjas. La fuente dijo que desarrolló una investigación sobre el caso, en la que concluyó que todo el operativo de captura y asesinato fue planificado al margen del alto mando.

El exvicario Amaya, empero, recordó que «nosotros sabíamos que las vigilaban, ya que su trabajo consistía en llevar asistencia itinerante a las zonas golpeadas por la guerra». Trajo a la memoria que la Iglesia creyó que era mucho más seguro que ellas no trabajaran en un lugar fijo porque «si se establecían en un poblado, las habrían relacionado como simpatizantes de alguna organización».

Las mismas religiosas pensaban que esa forma de operar las mantenía fuera de peligro. «Ellos no matan a norteamericanas rubias y de ojos azules», solía decir Jean Donovan a sus familiares cuando intentaban persuadirla de abandonar El Salvador. Pero se equivocó.

En noviembre de 1980, Maura Clarke e Ita Ford acudieron a una asamblea general de la orden Maryknoll en Managua, aprovechando el fin de semana en que se celebraba el Día de Acción de Gracias. El 2 de diciembre, Dorothy y Jean acudieron temprano al aeropuerto para recoger a la delegación Maryknoll que volvía del encuentro.

Ita y Maura no llegaron en ese vuelo, por lo que sus compañeras decidieron transportar al primer grupo hacia el puerto de La Libertad, donde tenían su base. La hermana Teresa Alexander, quien llegó en ese grupo, les comunicó que no era necesario que volvieran al aeropuerto más tarde, pues Maura e Ita tenían previsto abordar un taxi para regresar a San Salvador. Pero ambas insistieron en regresar por el vuelo vespertino, debido a que el camino era peligroso. Eran alrededor de las cinco de la tarde.

Foto de archivo de Robert White, embajador de los Estados Unidos en El Salvador en 1980, año en que fueron asesinadas las religiosas estadounidenses.

Las mujeres ignoraban que en paralelo se desarrollaba un operativo militar con el objetivo de capturarlas. En ese punto, Jean y Dorothy probablemente olvidaron las advertencias que días antes les hiciera el mismo embajador estadounidense Robert White, quien las mandó a llamar para decirles que las trabajadoras religiosas de Chalatenango estaban en la mira del ejército. En ese punto, ignoraban que su vida acabaría en pocas horas. En ese punto, la operación para matarlas estaba en marcha y era irreversible.

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 Con órdenes precisas, el cabo Margarito Pérez Nieto y el guardia Alirio Elber Orantes Menjívar se presentaron temprano en el aeropuerto para aguardar la llegada de las hermanas Clarke y Ford, provenientes de Managua. Mientras esperaban, siguieron también los movimientos de Dorothy Kazel y Jean Donovan.

Pérez Nieto se «comunicó con alguien superior por radio o por teléfono» para notificar que «ellas (Clarke y Ford) no habían llegado en ese vuelo» y para preguntar «¿debemos esperar por el próximo?».

Al otro lado de la línea se encontraba el subsargento Luis Colindres, quien recibió además el reporte de «dos mujeres con aspecto sospechoso» en la sala de espera de la terminal aérea, en referencia a Dorothy y Jean, de quienes sospechaban «que llevaban armas en sus carteras».

El vuelo llegó hacia las cinco de la tarde. Las cuatro religiosas emprendieron la ruta hacia San Salvador. Estas probablemente no fueron conscientes de que todos los vehículos, excepto el suyo, habían sido retenidos en el estacionamiento del aeropuerto a esa hora. La carretera estaba sola, sin autos y sin testigos que dieran cuenta del momento en que su camioneta fue interceptada.

Vestidos de civil, los guardias nacionales Carlos Joaquín Contreras Palacios, Francisco Orlando Contreras Recinos, José Roberto Moreno Canjura, Daniel Canales Ramírez y Salvador Rivera Franco detuvieron el automóvil de las religiosas en una caseta de peaje. Durante media hora la revisaron exhaustivamente sin encontrar nada.

Anticipándose a los hechos, Colindres había solicitado a un puesto de vigilancia cercano al aeropuerto, el de San Luis Talpa, que no intervinieran si escuchaban o veían algo extraño.

Los guardias llevaron a las monjas en su propia camioneta hacia Rosario de la Paz, donde la Guardia Nacional tenía una delegación. Ahí llegó Colindres, en un jeep con la insignia de la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma (CEPA), para dirigir la operación de exterminio, siguiendo al pie de la letra las instrucciones superiores: había que matarlas; aunque antes debían pasarla mal.

«A las ocho de la noche, las monjas estaban muertas», relató uno de los exguardias, cuando el caso fue investigado por abogados de Nueva York, en la cárcel donde estuvo recluido. «Fue una operación larga porque fuimos una por una hasta acatar la orden de eliminarlas», agregó.

Una vez ejecutadas, dejaron los cuerpos ahí a la vista, en medio de la nada, y llevaron el auto de las religiosas a un escampado donde lo quemaron.

El vehículo fue encontrado al día siguiente, pero sin rastro de las religiosas, por lo que la congregación puso la denuncia a los cuerpos de seguridad y alertó a la comunidad internacional sobre la desaparición de sus miembros.

El embajador White hizo la respectiva denuncia al gobierno salvadoreño; obtuvo, de parte del entonces ministro de Defensa, el general José Guillermo García, la promesa de declarar «estado general de alerta» para buscar a las monjas en todo el territorio nacional. Pero por esa vía no se supo nada.

Según recrea la hermana Madeline Dorsey, también de la orden Maryknoll, el primer indicio que tuvieron sobre el paradero de las religiosas no vino del sector oficial, sino de parte de un campesino, quien contó al párroco de su iglesia que el miércoles 3 de diciembre había sido obligado a enterrar a «cuatro mujeres blancas sin identificar».

En la madrugada del jueves 4 de diciembre, Dorsey se hizo acompañar de otras religiosas para apersonarse al lugar y solicitar la exhumación de los cuerpos que yacían en una fosa recién cavada en la Hacienda San Francisco, cantón Santa Teresa, en la jurisdicción de Santiago Nonualco, en La Paz. Minutos después, la hermana Teresa Alexander acudió al Juzgado de Paz de la localidad, cuyo personal había efectuado el reconocimiento de los cadáveres antes de sepultarlos sin notificación alguna a embajadas o consulados, pese a que evidentemente eran de origen extranjero.

La descripción física leída por el secretario del juzgado coincidía con la de las cuatro religiosas, además del hallazgo de un anillo de la orden Maryknoll como signo inequívoco de que se trataba de ellas. La exhumación fue solicitada y para entonces la esperanza de encontrarlas con vida se había esfumado.

La reconstrucción del operativo en que las cuatro religiosas fueron asesinadas consta en la compilación de antecedentes que dio lugar a la Resolución No. 17/83 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de la Organización de los Estados Americanos, emitida tres años después de los hechos; así como en las memorias del embajador White, ahora un exdiplomático retirado en California, quien tuvo acceso a la transcripción de las conversaciones sostenidas entre los implicados en la masacre.

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La hermana Madeleine Dorsey es una nonagenaria que vive en la casa matriz de la orden Maryknoll en Nueva York. Tenía 60 cuando se estableció en El Salvador y fue testigo de la barbarie con que sus cuatro colegas, amigas y hermanas misioneras fueron asesinadas.

La hermana Dorsey evoca en sus memorias el momento del hallazgo de los cuerpos. «Es una historia de muerte, sepultura y resurrección», dice la hermana Maddie, quien junto a la hermana Teresa Alexander, el padre Paul Schindler, el embajador White y la cónsul estadounidense Patricia Lansbury, presenciaron la extracción de los cuerpos de la fosa en la que habían sido enterrados a flor de tierra.

El primer cuerpo en ser extraído fue el de Jean Donovan, quien según el parte forense tenía «una venda en el cuello de tela de camiseta de punto». Los huesos de su cara habían sido destruidos por un proyectil de fusil G-3 y sus órganos genitales estaban edematizados. «Las han violado, las han violado…», pensó con rabia el embajador White. Para Dorsey fue doloroso ver el cuerpo de Jean y su «adorable rostro que había sido destrozado».

La blusa gris y la falda verde azul de Maura Clarke tenían las huellas de otro proyectil que surcó la región parietal izquierda. Junto a ella estaba un «blúmer enrollado color café claro». «La cara de Maura parecía emitir un quejido silencioso», escribió la nonagenaria.

Dorothy Kazel también fue amordazada y llevaba un pantalón celeste marca «Vancort», puesto al revés, según consta en el expediente judicial. El disparo atravesó el parieto-temporal. Pese a la saña con que fue asesinada, Maddie recuerda «la expresión tranquila» de Dorothy.

El cuerpo inerte de Ita Ford fue el último en ser extraído de la fosa. No tenía ropa interior, según el parte. «Finalmente, estaba la pequeña Ita. Me acerqué para limpiar la tierra de sus mejillas y colocar su brazo cerca de su costado», relató. Maternal, limpió el rostro de Ford usando el borde de su falda.

«Nosotras, las hermanas, caímos de rodillas en reverencia. Sentí como si fuera un momento de resurrección. Sí, sus cuerpos muertos y abusados estaban allí, pero sus almas estaban con el cariñoso Salvador», dice Madeleine Dorsey.

La fotografía del paraje rural con los cuatro cadáveres y tres religiosas arrodilladas frente a ellos dio la vuelta al mundo con un mensaje bien claro: la violación a los derechos humanos infligida contra el clero no tuvo piedad en relación a cualquier otro conflicto armado en la época. En El Salvador, el extremismo de derecha incluso tuvo un lema: haga patria, mate un cura… Y todo lo que oliera a Iglesia católica.

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Los generales (retirados) José Guillermo García (traje gris) y Eugenio Vides Casanova ingresan a un juzgado en West Palm Beach Florida, donde en mayo de 1999 fueron juzgados por los asesinatos de las religiosas estadounidenses.

El Comité de Abogados para los Derechos Humanos, con sede en Nueva York, llevó la causa judicial a solicitud de los familiares de las religiosas asesinadas y sostuvo desde el inicio que el asesinato atendió a una agresión premeditada y fríamente calculada.

El Comité de Abogados reportó que el coronel Peña Arbaiza viajó hacia San Salvador para dar parte acerca de las actividades políticas en Chalatenango; aunque hay otros que traen a cuenta que el militar trató de proteger a las monjas enviando información a la embajada de Estados Unidos, versión que podría estar relacionada con la advertencia que el embajador White hizo a Dorothy Kazel y Jean Donovan unos días antes de su asesinato.

El exdiplomático recuerda que aquella noche les dijo que tuvieran cuidado porque había mucho peligro. Pero White lamenta que «yo no hice ninguna advertencia al gobierno salvadoreño». Al mencionar esa frase lo hizo a sabiendas que el régimen de turno solamente funcionaba a base de advertencias y amenazas veladas. Es decir que si Washington no intervenía anticipándose a los hechos, las autoridades salvadoreñas preferían actuar antes que pedir permiso.

Durante una conferencia de prensa que tuvo lugar en Cleveland, en 1983, previa a recibir un premio con el nombre de la monja ursulina Dorothy Kazel, el exembajador White reforzó la tesis de que miembros del alto mando del ejército estaban enterados del operativo de exterminio.

El exdiplomático se refirió a que los dos guardias destacados en el aeropuerto, Margarito Pérez Nieto y Alirio Elber Orantes, tuvieron comunicación con un superior para esperar instrucciones por la llegada retrasada de Ita y Maura, lo que indica que ellas eran el objetivo, que no se trató de algo fortuito como argumentaron las autoridades locales que investigaron el caso.

Según White, estos dos guardias, quienes según una fuente confidencial fueron asesinados poco después por escuadrones de la muerte, «eran los únicos dos testigos cuyo testimonio podría vincular a altos mandos con la muerte de las religiosas norteamericanas».

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No sólo los asesinatos de las monjas dan cuenta de un nivel de organización que fue más allá de los niveles rasos. También el encubrimiento de los mismos. Según consta en la investigación de la CIDH, los cadáveres de las cuatro mujeres fueron enterrados el miércoles 3 de diciembre por decisión del Juez de Paz de Santiago Nonualco, en presencia de representantes de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional, quienes inexplicablemente «procedieron a enterrar personas de evidente origen extranjero sin notificar a la Embajada Norteamericana u otras embajadas».

El supuesto «estado general de alerta» ofrecido al embajador White por el ministro de Defensa, el general García, y que tendría el efecto de transmitir cualquier información relacionada con las monjas, no fue tal. El jefe castrense anunció por radio y televisión que la Fuerza Armada estaría vigilante y permanecería acuartelada para evitar incidentes; pero omitió hablar del hallazgo de los cadáveres de las cuatro extranjeras enterradas a toda prisa como desconocidas en un paraje rural, como si aquel detalle no fuera relevante.

Durante la investigación, se cruzan nombres de militares con diferentes rangos y responsabilidades en ese El Salvador de los 80, controlado por los cuerpos de seguridad; los mandos aseguraron que nunca supieron nada ni escucharon del plan para eliminar a las extranjeras. En una sociedad férreamente controlada por las fuerzas militares ese argumento es inviable.

El capitán Óscar Armando Carranza, jefe de la sección 1 de la Guardia Nacional, pese a que comandaba uno de los servicios de inteligencia más eficientes del país, dijo que nunca escuchó nada sobre un operativo contra las religiosas.

El subteniente Rafael Antonio Cornejo, aunque era jefe de línea en el aeropuerto, aseguró que tampoco fue notificado acerca de unas mujeres a quienes consideraban sospechosas.

Dos días después del asesinato, la exhumación fue realizada por el profesor José Plutarco Domínguez, que trabajaba como juez de Paz de Santiago Nonualco.

El funcionario judicial redactó el acta en la escena del crimen y fue secuestrado esa misma tarde en las cercanías de una estación de buses. Su cadáver fue encontrado 24 horas más tarde en un camino vecinal cerca de la ciudad de Zacatecoluca. El aviso fue elocuente.

En San Salvador, cuando llegaron los cadáveres al Instituto de Medicina Legal, los forenses declinaron efectuar la autopsia porque esgrimieron que carecían de mascarillas quirúrgicas. Así nunca quedó constatada científicamente la violación de las víctimas.

El 9 de diciembre de 1980, siete días posteriores al asesinato, Eugenio Vides Casanova, como jefe de la temible Guardia Nacional, convocó a todos los oficiales para hablar sobre el caso. Pero nadie tuvo el más mínimo indicio, pese a que los hechores pertenecían a la unidad.

En ese momento, el subsargento Luis Colindres le confesó a su superior, el sargento Dagoberto Martínez, que «él era el problema», pero esa confesión no trascendió hasta que el caso fue llevado a juicio. Durante los siguientes meses todos, absolutamente, guardaron silencio. Washington tuvo que suspender la ayuda militar, la orden Maryknoll elevar la denuncia internacionalmente y el embajador White hurgar entre la podredumbre para que al menos fueran juzgados los hechores materiales. De los mandos, nada. Acá prevaleció el código de silencio.

Los cinco guardias fueron encarcelados hasta octubre de 1982 acusados por la masacre de las Maryknoll y el juicio llamó la atención de todo el mundo. Nuevamente la comunidad internacional puso atención en un lugar pequeño y olvidado de Dios llamado El Salvador, donde los misioneros no tenían escapatoria ni salvación.

Los cinco acusados fueron condenados a 30 años de prisión. Durante el juicio, el jefe de la operación lució cabizbajo, flacucho, bigotudo y avergonzado. Nunca los exhibieron con el uniforme de la benemérita Guardia Nacional, sino que acudieron al Juzgado de Zacatecoluca vistiendo de civil con camisa manga larga a cuadros y pantalones ajustados, tal como el día que manosearon y masacraron a las cuatro mujeres.

Durante su encierro, Colindres, disciplinado, silencioso, jamás abrió la boca salvo para engordar y engordar. En las prisiones donde purgó la condena, curiosamente, llegó a ser el encargado de la tienda de comestibles.

El 24 de junio de 1990 fue puesto en libertad condicional por buena conducta junto a dos de sus antiguos rasos, Daniel Canales Ramírez y José Roberto Moreno Canjura. La imagen de aquel hombre enclenque de 1980 había cambiado por un hombre entrecano, obscenamente obeso, sonriente, con una bolsa de comprados a las puertas de la cárcel.

Adentro quedaron Carlos Joaquín Contreras Palacios y Francisco Contreras Recinos, quienes debían cumplir la pena completa en el penal La Esperanza, al norte de la capital, por haber violado el reglamento penitenciario o quizás por soltar la lengua.

En 1998, un periodista del diario The New York Times los entrevistó adentro de la cárcel y confesaron que el subsargento Colindres dijo que «teníamos órdenes de matarlas». El escándalo pronto fue opacado en el país y volvió la calma del silencio.

Los jefes claves de la época, José Guillermo García y Eugenio Vides Casanova, vivían cómodamente como viejos jubilados en West Palm Beach, cerca de Miami, en condición de asilados políticos. Colindres, por su parte, solamente debía acudir periódicamente al juzgado a firmar en un libro de asistencias donde siguió dando muestras de buena conducta, marcado por el silencio.

Tanto Vides Casanova como García intentan anular los procesos de deportación dictados en su contra por cortes de inmigración estadounidenses en 2012 y 2014, respectivamente, basadas en una ley aprobada en 2004 que impide la estancia en el país a extranjeros violadores de los derechos humanos o que hayan sido cómplices directos o indirectos de torturas y asesinatos. El cumplimiento de las sentencias sigue en suspenso.

Foto de portada.El general José Guillermo García (centro) está en proceso de deportación de Estados Unidos, donde fue juzgado por delitos migratorios. Familiares de las religiosas estadounidenses lo acusan de encubrir a los asesinos. Foto tomada de www.cja.org
 Eric Lombardo Lemus es periodista salvadoreño, freelance para la BBC de Londres en El Salvador.

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