Los policías preparan su propia venganza contra las pandillas

El mismo día que enterraron al séptimo policía asesinado por pandilleros en noviembre, el gobierno anunció su nuevo plan de respuesta llamado “Némesis”, que significa venganza. Este plan, que es un recalentado de medidas que ya se ejecutan, promete poco. Sin embargo, ante la nueva apuesta gubernamental, policías del nivel básico dicen estar tomando sus propias medidas: unos han decidido huir y otros han optado por crear células en todo el país para matar pandilleros y sus familiares. Las autoridades, ante las cámaras, niegan esto último y dicen que es “especulación”.

Foto FACTUM/Archivo

En el centro de una pequeña iglesia hay cinco policías uniformados. Cuatro están de pie y uno está muerto. Los cuatro primeros flanquean al último y a su hijo, que también está dentro de un ataúd y con la mortaja puesta.

El predicador comienza a predicar.

— Esta guerra, dijo el apóstol Pablo, no es entre ustedes mismos; esta guerra es contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes de maldad en las regiones celestes. Por eso siempre debemos estar preparados, porque nadie sabe ni el día ni la hora en el mal puede venir sobre nosotros…

La prédica se interrumpe con cánticos y los cánticos con prédica. Las bancas de la iglesia del cantón San Juan Los Planes, en las faldas del volcán de San Salvador, están repletas y el viento entra imperioso por las puertas agitándolo todo adentro. Las llamas de cuatro candelas luchan por no apagarse, a ambos lados de los cuerpos del subinspector Lorenzo Rojas y su hijo, Marvin. Fueron asesinados el 16 de noviembre por un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha. Y hoy, dos días después, decenas de policías están reunidos para llevarlos hasta la tumba.

Afuera de la iglesia hay una treintena más de policías dispersos. Dos de ellos se han quedado en una esquina y hablan mientras termina la prédica. Platican a susurros, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se detienen cuando ven que me acerco demasiado. Luego de unos minutos y varias preguntas con respuestas monosílabas, ambos entienden que el asunto es más una plática que una entrevista, y se comienzan a relajar.

La pareja de policías habla enfurecida. Cuentan que fueron compañeros del subinspector Rojas y que lo conocían de tiempo. Que su muerte les ha dolido, dicen, y juran frente a la iglesia que quienes lo mataron lo pagarán.

Agentes policiales permanecen cabisbajos en las afueras de la Iglesia Católica del caserío San Juan Los Planes, durante la misa de cuerpo presente del sub-inspector Lorenzo Rojas y su hijo, de 22 años, asesinados por pandilleros en la cima del volcán de San Salvador, jurisdicción de Quezaltepeque, La Libertad, el 18 de noviembre de 2016 Foto FACTUM/Salvador MELENDEZ

Agentes policiales permanecen cabizbajos en las afueras de la Iglesia Católica del caserío San Juan Los Planes, durante la misa de cuerpo presente del subinspector Lorenzo Rojas y su hijo, de 22 años, asesinados por pandilleros en Quezaltepeque, La Libertad, el 18 de noviembre de 2016.
Foto FACTUM/Salvador Meléndez.

—Cada muerte de un policía para nosotros es una presión. Esto es como una olla que se va llenando, se va llenando… Y no crea, va a llegar un momento en que la policía va a estallar – dice el primer policía a quien llamaremos Montano. Montano es alto y robusto, usa gorro navarone y chaleco antibalas.

El otro policía tiene la cara descubierta y es más alto y delgado que Montano. Escucha las palabras de su compañero y luego de una pausa abona su cuota de furia.

—Sangre va a seguir corriendo. Pero no creás que solo sangre de nosotros. También esos malditos tienen que ir cayendo, se tienen que acabar, dice el policía al que le diremos Zepeda.

“Nos están matando”. Esas fueron unas de las primeras palabras que los policías dijeron al iniciar la conversación. Y no es mentira. El subinspector Rojas es el último de los siete policías asesinados en todo el país en las primeras dos semanas de noviembre, y es también el número 44 abatido en lo que va del año. Los ataques más recientes, según las mismas autoridades, vienen de parte de la Mara Salvatrucha, una de las dos principales y más numerosas pandillas de El Salvador, contra quienes el Estado ha demostrado estar en una “guerra”, que aún no ha sido declarada oficialmente.

Los policías tienen miedo y furia. Dos sentimientos que, según Montano y Zepeda, no son contradictorios. Miedo todos tienen, dicen, miedo de morir. “¿O a usted le gustaría morirse?”, pregunta como para terminar de convencer.

Y el miedo, cree Montano, se puede canalizar de dos maneras. Unos quieren huir, abandonar esta guerra sin sentido y largarse del país con sus familias y olvidarse de todo lo que pasó. Otros, en cambio, han creído que la única manera de quitar ese miedo de su vida es acabando con sus enemigos.

—Acá entre nos le digo – me dice Montano, y achina los ojos como dudando de que yo sea la mejor persona para contarle el secreto –, la orden ya está girada. El comunicado ya está y los compañeros ya se están organizando en todo el país. Estamos formando grupos a nivel nacional que se encarguen de matar mareros y familiares de mareros.

Entonces le pido más detalles de lo que me acaba de decir.

El policía vuelve a mirar de reojo a su compañero y ambos guardan silencio unos segundos. Al final, Montano termina convencido de que quiere contarlo.

—Ya hay equipos de policías en varias partes del país que están formando grupos para matar a los mareros y familiares de mareros. Se hacen pasar como si fueran grupos de exterminio, pero son policías. No son gente civil, son miembros de la corporación. Pero esto es extraoficial, ¿va?, me dice.

Zepeda ha estado escuchando las palabras de su compañero de cerca y asintiendo con la cabeza o repitiendo las últimas palabras de las oraciones, como para confirmar. Por último, Zepeda se cansa de estar callado y dice: “Solo así se puede parar esto. Solo matándolos a todos”.

El odio de los policías no es un invento suyo. Ambos se discuten la palabra como niños tras una piñata por contar sus penurias que, según ellos, justifica el sentimiento y sus ganas de matar.

—Yo no puedo salir ni al parque con mi mujer y mis hijos, dice Zepeda.

—Yo tengo tres años de no ir a la playa porque tengo miedo que ahí me agarren, dice Montano.

—Yo nunca dejo la pistola y toda la vida ando como que ando patrullando, nunca descanso del todo, añade Zepeda.

—Para llegar a mi casa, yo todos los días tengo que cambiar de ruta. Un día me bajo en un lado, otro día en otro. Un día me bajo varias cuadras antes y me voy caminando… A veces me encuentro a un bicho sentado en una esquina con un teléfono en la mano. Entonces pienso “¿será poste?”, “¿será que me tienen vigiado y más adelante me van a matar?”, finaliza Montano.

—Aquí, nosotros todos los días nos levantamos pensando que va a ser el último. A veces yo vengo caminando y pienso “¿seré yo el próximo?”, dice Zepeda y deja caer un amplio silencio en la conversación.

Entonces recuerdo las palabras que me dijo en julio de este año otro policía: “ser policía es como ser pandillero. Ellos todo el tiempo viven pensando en que se van a morir, ya sea que les va a caer los contrarios o la policía. Nosotros también ya entramos a esa paranoia”.

La Policía Nacional Civil es un cuerpo de 28 mil miembros. De ellos el 90% son agentes del nivel básico. Este nivel está conformado por agentes, cabos y sargentos, gente que gana entre $424, lo menos, y $660 mensuales, lo más. Un agente, luego de graduarse de la Academia, comienza ganando el mínimo y tiene derecho a un aumento del 6% de su salario cada cuatro años, lo que equivale a un monto de $25 a $40 por periodo. Con este dinero, el 90% de los 28 mil policías están obligados a vivir en zonas controladas por pandillas.

Ese salario, con la que tienen que sobrevivir familias completas, según los policías, es lo que los hace ser blanco fácil para las pandillas. Entre 2014 y 2015 fueron asesinados 101 policías. De estos, nueve de cada diez murieron cuando salían de sus casas, en las colonias controladas por las pandillas, mientras estaban de licencia.

Esto, sin embargo, no siempre fue así. Según las estadísticas de la PNC, un año antes de que se acelerara la vorágine, en 2013, fueron asesinados 14 policías, y el año anterior, 15. En 2014, la cifra aumentó a 39 y en 2015 a 62. Para lo que va del 2016 han sido asesinados 44, cuando todavía falta poco más de un mes para terminar el año. Esto, a decir de las autoridades, es un logro. Un logro que “solo” hayan sido asesinados 44 policías, un logro que la curva no haya seguido subiendo, aunque los muertos de este año sean el triple que los de hace tres años.

Protocolo funerario del sub-inspector Lorenzo Rojas en el cementerio del caserío San Juan Los Planes, en la cima del volcán de San Salvador, jurisdicción de Quezaltepeque, La Libertad, el 18 de noviembre de 2016. El policiía fue asesinado junto con su hijo, Marvin Rojas, de 22 años, por presuntos pandilleros. Foto FACTUM/Salvador MELENDEZ

Protocolo funerario del subinspector Lorenzo Rojas en el cementerio del caserío San Juan Los Planes, en la cima del volcán de San Salvador.
Foto FACTUM/Salvador Meléndez.

***

El agente Esquivel gana $475 cada mes. El cada mes se encarga de enfatizarlo él mismo cuando dice: “con eso mantengo a cinco personas… cada mes”. Vestido de civil, Esquivel más parece un oficinista del Centro de Gobierno que un investigador de la Policía. Pero su salario no llega al de un burócrata: un ordenanza III del área administrativa de la Asamblea Legislativa gana $115 más que él. Por eso a Esquivel le preocupa que los pandilleros del cantón cumplan la amenaza y dejen a su familia sin su único sustento.

Esquivel, que en realidad no se llama así, ha llegado al local de una oficina de Derechos Humanos para ver cómo marcha su gestión. Este año, un grupo de pandilleros le dio 15 días para abandonar su casa: sabían que era policía y pensaban que era quien llamaba a las patrullas. Esquivel puso la denuncia en su lugar de trabajo, la policía, y contempló el viaje de su expediente al completo ostracismo del archivo.

Entonces acudió a la oenegé, como lo han hecho otros tres agentes en los últimos dos meses, para pedir ayuda para ser asilado en otro país.

Desde la sala donde cuenta su historia se aprecia el volcán de San Salvador. Esquivel ha llegado pasadas las 2 de la tarde de este viernes 18 de noviembre. Sabe, porque se lo han comentado en un grupo de Whatsapp, que el subinspector Rojas todavía está siendo enterrado. “Esto es un poquito más que una guerra; estamos viviendo como dice la Biblia casi el fin del mundo”, dice Esquivel.

Esta guerra, dice Esquivel, tendrá más ataques. Él ya tomó la decisión de irse, pero sabe que un grupo de compañeros se ha organizado para salir a matar pandilleros.

—Se está organizando porque ya se habló, ¿verdad? Que otro policía más que maten van a comenzar a matar mareros y hasta a las familias. Directamente se ha tirado un comunicado.

Esquivel saca su teléfono de la bolsa izquierda, del lado contrario donde lleva el arma. Busca en Whatsapp y después de unos minutos encuentra la imagen. El comunicado va firmado por El Grupo de Exterminio de El Salvador, y efectivamente es una amenaza contra los pandilleros –y sus familiares- de la MS-13 y las dos facciones del Barrio 18.

Ese comunicado circuló desde el jueves 17 de noviembre en redes sociales. Es obvio que ningún policía lo ha firmado y que no es oficial. Esquivel lo sabe pero por eso explica.

—Es que esto es lo que va a hacer la policía, y lo ha tirado como un grupo de exterminio para no dar color. Se ha tirado como que personas ajenas a la institución, pero sí hay gente de la policía.

 ***

La escena parece coreografiada. Del fondo del pasillo salen, uno a uno, los miembros del gabinete de Seguridad. Caminan con el pecho erguido y los brazos sueltos. Se paran debajo de las luces que hace unos minutos mandaron a instalar y se detienen unos segundos para que la prensa se acomode y enfoquen las cámaras. Un militar, un policía, un director, un viceministro y un vicepresidente forman la primera línea. Los demás se quedan al fondo, pegados a la pared, en segundo plano.

El primero en tomar el micrófono es el vicepresidente de la República, Óscar Ortiz. Esta noche viste un pantalón negro y una camisa color lila suave. Antes de hablar se aclara la garganta y termina de enrollarse las mangas. Su pequeña silueta está al centro de los cinco hombres en cuyas manos está la seguridad de todo el país. Comienza su discurso con aires triunfales.

—Esta tarde nos hemos reunido con el gabinete de Seguridad, y hemos conocido y aprobado el plan Némesis. Un plan que responde a una situación de coyuntura extraordinaria que ahora hemos analizado y aprobado.

Némesis, como ya es conocido, significa “venganza”. Así es como el gabinete quiso llamar al plan con el que piensan menguar la guerra. Y lo presentan el mismo día del entierro del último de siete policías asesinados en menos de dos semanas.

El nuevo plan, sin embargo, de nuevo tiene poco. Cada una de las medidas que comprende Némesis ya están implementadas desde hace semanas o meses. Pero el vicepresidente Ortiz insiste hasta el cansancio en que esta vez es diferente.

Y aunque la palabra venganza tiene mucho que ver con el sentimiento de los policías del nivel básico, el discurso de Ortiz y su séquito es mucho más contradictorio.

Una vez termina la conferencia, el equipo de comunicación institucional de la vicepresidencia abre el micrófono para preguntas. Eso sí, antes han advertido a los periodistas que solo se podrá hacer una pregunta por tipo de medio: una para radio, una para televisión, otra para medios digitales y una para periódicos impresos.

El primero en ser cuestionado es el director de la policía, Howard Cotto, que está en la primera fila, junto a Ortiz. La pregunta va sobre las pláticas que periodistas de Factum han tenido con policías del nivel básico y sobre las dos medidas “extraordinarias” que los agentes han anunciado: huir del país y crear grupos paralelos para matar pandilleros y familiares de pandilleros.

La otra pregunta va para el vicepresidente Ortiz y gira en torno a las aseveraciones que tanto él como el secretario de comunicaciones de la Presidencia, Eugenio Chicas, hicieron a mediados del año pasado, cuando dijeron que para finales de 2016 la guerra contra las pandillas estaría mucho más controlada.

Las palabras de Chicas y Ortiz, a la luz de las estadísticas, terminaron siendo una mentira, pues si bien –si las cosas siguen así– este año finalizará con menos homicidios que el 2015, la comparación se hace con el año que ha sido considerado el más violento de lo que va del siglo, y no con los años anteriores a los que mal podríamos llamarles “normales”. En 2013 y 2014 fueron asesinadas 2,492 y 3,912 personas, respectivamente. En 2015, sin embargo, El Salvador despuntó en la cifra de sangre con 6,640 asesinatos, la cifra más alta de toda Centroamérica.

Sin embargo, al tomar el micrófono, Ortiz se negó a contestar las preguntas y comenzó a hablar de lo que quiso con un discurso triunfalista.

Cotto fue más directo y al saber que periodistas de Factum han escuchado de viva voz a policías decir que están conformando grupos de exterminio para matar pandilleros y a sus familiares, tachó de “especulativa” la información y lo negó categóricamente.

Sobre las renuncias de los policías y las peticiones de asilo que varios de ellos ya han hecho en otros países dijo que era información “falsa”, aun cuando otros medios como La Prensa Gráfica ya han dado indicios de ello.

Luego de las primeras tres preguntas, a los miembros del gabinete de seguridad se les mira agitados. Molestos. Incómodos. La encargada de prensa de la vicepresidencia, luego de varios intentos, logra recuperar el micrófono y por fin se lo da a otro periodista, aliviada.

El segundo periodista, sin embargo, les da otro mal sabor de boca con su pregunta y cuestiona que todo lo que acaba de ser anunciado no es nada nuevo. Ortiz vuelve a la carga y lanza nuevamente un discurso que poco o nada tiene que ver con la pregunta que le acaban de hacer.

Finalmente, el tercer y último periodista que se ha atrevido a preguntar remata al gabinete con la misma pregunta: ¿qué hay de diferente en este plan si todo lo que ustedes acaban de decir ya estaba dicho? Entonces Ortiz se queda callado un segundo y, titubeando, dice: “No es la diferencia. Es que estamos golpeando al crimen. Y lo estamos golpeando fuerte y lo vamos a seguir golpeando fuerte”.

Después de eso, el vicepresidente agranda su discurso triunfal una vez más y da por finalizada la conferencia de prensa.

Las luces se apagan y los funcionarios se retiran. Evidenciados. Cabizbajos. La coreografía salió mal.

*Con reportes de César Castro Fagoaga

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