Los Juegos Olímpicos: hazaña humana

Más de doscientas naciones forman parte de los Juegos Olímpicos,  lo que les convierte en la obra tangible de la epopeya humana. Representan, por antonomasia, el  reflejo de la perfección atlética.   En un sentido literal, las miradas del mundo se concentran durante los presentes días  en la ciudad de Río de Janeiro,  Brasil, convertido en el epicentro deportivo más importante del planeta.


Las Olimpíadas trascienden la esfera de lo deportivo. Son una vitrina en la cual los países organizadores exhiben los progresos en materia económica, social y cultural. Tal fue el caso de Tokio en 1964. La isla mostró su mejor cara, fue una organización tan sistematizada que asombró la forma en que  Japón pasó de ser un país en plena recuperación de un conflicto brutal (la segunda guerra mundial) a uno industrializado.

Esos  juegos del 64 fueron  el aval para nueve años después Japón fuese aceptado en “el hotel diez estrellas” que está formado por el grupo hegemónico del G7 y que aglutina a los países con la mayor producción  industrial del planeta y peso económico.

La historia define a los Juegos  Olímpicos como uno de los lugares predilectos para hacerse ver y pasar a la posteridad a través de la épica atlética.  Ya sea por capricho o por cuenta propia, los hechos que se suscitan en esta cita terminan por reconfigurar visiones de mundo, discursos y posiciones ideológicas.  Por ejemplo, en el marco de la Alemania Nazi,  en la ciudad de Berlín, en el año de 1936, se desarrollaron Las Olimpíadas que marcaron uno de los hechos más importantes de la humanidad; al punto en que 80 años después sigue dando insumos para escribir, hacer documentales y otro sin fin de tareas recopiladoras.

El Fürher, Adolf Hitler, dispuso que la competición fuera comandada por los atletas blancos, y principalmente, aquellos a los que él  identificaba como parte de “la raza aria”. En el medio de un discurso xenófobo y racista, un afroamericano,  bisnieto de esclavos de una plantación algodonera del profundo y colorido sur de los Estados Unidos de América, Jesse  Owens, se colgó cuatro oros. Y por si fuera poco, pulverizó los cronómetros al imponer tres récord mundiales. El racismo se vio silenciado y Adolf Hitler se vio expuesto en su retórica segregacionista.  Como única salida, el entonces hombre fuerte de toda Europa, decidió no bajar del palco oficial a entregar la medalla, como se suponía. En su lugar prefirió enviar a un personero para que colgara los metales sobre el cuello de Jesse Owens. Hitler sintió su orgullo muy humillado y nunca se presentó a otro evento de esa Olimpíada.

Este hecho marcó un antes y un después en los Estados Unidos, ya que la discriminación en este país continuaba con igual fuerza que en  la Alemania Nazi. Esta porción de historia motivó a que los primeros colectivos de afrodescendientes se organizaran en la lucha de derechos civiles. Al menos consiguieron llevar ante un juez a dos matones blancos por el asesinato y tortura  del adolescente Emmett Till. Aunque se necesitó más de dos décadas para la configuración de verdaderos colectivos de afroamericanos en lucha por sus derechos civiles y ciudadanos, aquello fue un comienzo.

Histeria colectiva. El mundo no había conocido tal miedo. En realidad, el mundo presenció en Múnich, en el año de 1972, una amenaza que reconfiguró las alarmas a escala global: el terrorismo.  Nunca antes se había visto un hecho tan súbito y de carácter etno-religioso.

Ocho palestinos pertenecientes a una organización llamada Septiembre Negro, una facción de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), comandada  en ese entonces por Yasir Arafat,  orquestaron la toma de 11 miembros del equipo olímpico de Israel. El comando exigía la liberación de 234 presos palestinos en Israel. El resultado fue una masacre.

El mundo entero fue tomado por sorpresa. Ni la misma policía, Comité Olímpico, ejército y medios de comunicación supieron qué hacer. A partir del funesto hecho, los protocolos de seguridad cambiaron, y a la fecha, la amenaza terrorista sigue infundiendo un temor descomunal.

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Brasil enfrenta en la presente Olimpiada uno de sus desafíos más grande de su historia: ser un buen anfitrión, uno que sea recordado. La tarea les fue dada en el 2009, en un momento de inestabilidad social, económica y política para este gran país del sur, el más grande de Latinoamérica, y que busca su propia medalla simbólica. Y no todo ha sido perfecto. En plena competencia, aún se ha seguido trabajando en la infraestructura, en la logística y en la seguridad de los más de 15 mil atletas de 207 países, según el Comité Olímpico Internacional (COI).

Los problemas de la ciudad de Río de Janeiro para terminar las acomodaciones de la villa olímpica han sido titánicos. En un artículo publicado por la  periodista Samantha Pearson, del Financial Times,  menciona que la organización ha estado batallando con los ductos de aguas residuales, ya que aún no han sido finalizados. La periodista consignaba que el olor a orina era insoportable en ciertas áreas, principalmente,  en las sede donde se hospedan las delegaciones de remo, vela y otros deportes acuáticos. El escrito salió el jueves 4 de agosto, apenas un día antes de la inauguración.

Otro reportaje, uno realizado por el periodista Joe Leahy, del Washington Post, estableció que la seguridad sigue siendo un rival a vencer. Principalmente, debido a que según este documento, la frontera de Paraguay con Brasil es un punto ciego para el trasiego de armas. Y una semana antes de dar inicio con la inauguración se detuvo a diez presuntos terroristas pertenecientes al EI.

El Comité brasileño ha dispuesto por su parte  un contingente nunca antes visto de policías y militares. Según cifras del Ministerio de Justicia de Brasil, están siendo 85 mil elementos desplegados en el país. Hay que esperar si, después de todo este esfuerzo, Río de Janeiro logra la medalla de oro simbólica, por ser un excelente anfitrión.


Foto tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

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