Lenguajes, mitologías y batallas: el legado holístico de J.R.R. Tolkien (1892-1973).

Un territorio determinado dominado por el mal, manifestado en tropas que aterrorizan y matan con saña. Una serie de poblaciones sumidas en la angustia. Un grupo de potenciales salvadores desarmados, seres pequeños casi desarmados y solo dotados de la esperanza en lograr un cambio para aquel perverso status quo. La solidaridad, el diálogo, el entendimiento con los iguales, el uso de la palabra (por encima de los idiomas) para unificar y construir un proyecto común serán las herramientas necesarias que, desde la guerra y el horror mismo, edificarán un tiempo nuevo para aquella tierra sumida en el caos y la desolación, donde se librará la “madre de todas las batallas” entre las fuerzas militares del bien y las del mal.

Con un anillo, un gran mago, unos cuantos elfos y otros cientos de personajes más, esa es una apretada síntesis de la saga épica gestada por el intelectual sudafricano Tolkien a lo largo de varias décadas. En sus trabajos, este escritor, poeta, filólogo, lingüista y profesor universitario británico concibió una serie de trabajos literarios en los que sintetizó gran parte de sus conocimientos, aspiraciones y ficciones, con lo que su saber académico concibió un capítulo extraordinario dentro de una larga suma de libros ingleses de gran proyección interna y mundial, que arrancaba desde las aventuras de Oliver Twist hasta las hazañas mágicas de Harry Potter. Una larga suma de aspiraciones de los niños del Reino Unido por librarse de la camisa de fuerza de una educación severa y restrictiva, donde el paso de la niñez a la adolescencia podía significar una verdadera batalla en contra de severos cánones sociales.

A lo largo de sus obras, Tolkien va a expresar su disfrute por la naturaleza inglesa y de otras partes de Europa. Como en toda épica clásica, el viaje del héroe y el objeto mágico apetecido serán dos de los elementos principales dentro de sus libros. Esos viajes, esa naturaleza frondosa y agreste, esas altas montañas nevadas no estarían inspiradas en Nueva Zelanda (una tierra que Tolkien jamás visitó), sino en Inglaterra, Suiza, Francia y otros países europeos que el autor visitó durante su juventud, en tiempos de paz y de guerra. Mientras era un niño recién llegado desde el sur de África hacia las islas británicas, Tolkien se dedicó a recorrer a pie bosques, canteras, colinas y farallones, en busca de todo aquello que llamara su atención. Para estimularlo contaba con el seguro apoyo de su madre, quien también lo guió por las sendas del conocimiento de la botánica y del latín, que por aquel entonces aún era la lengua de transmisión del culto católico. En 1900, su madre, él y su hermana Hillary fueron convertidos de la fe baptista a la católica, lo cual dio inicio a un oscuro período de enfrentamiento dentro de su propia familia. Para los conversos, la senda del exilio interior estaba más que garantizada, así como la exclusión de las rentas y bienes familiares.

La diabetes lo despojó de su madre cuando aún era un adolescente temprano. Por eso, los hermanos Tolkien pasaron a custodia directa del sacerdote Francis Xavier Morgan, un galés originario de Andalucía (España) que se dedicó a enseñarle la lengua castellana. Para entonces, Tolkien ya había empezado a escribir mitos y leyendas inventadas, inspiradas en las de la grecorromana, escandinava y germánica, en la que dio paso a la gestación de los primeros esbozos de la Tierra Media, que después pasarían a ser las bases literarias para su libro “El Silmarillion”.

En 1915, obtuvo su licenciatura en lingüística del Exeter College. Desde niño hasta adulto, aprendió latín, francés, alemán, inglés medio, inglés antiguo, finlandés, gótico, griego, italiano, noruego antiguo, español, galés y galés medieval, aunque no por ello dejó de tener conocimientos del danés, neerlandés, lombardo, noruego, ruso, serbio, sueco y diversas antiguas formas del alemán moderno y eslovaco. Además, creó un alfabeto rúnico para su libro infantil “El hobbit” y concibió varias lenguas inventadas, como el nevbosh, el naffarin, el sindarin y el quenya. Este último quizá haya sido su lenguaje artificial más querido, puesto que lo construyó a partir del latín con algunos elementos del griego y otros aportes de lenguas nórdicas. A todo eso sumaría, a mediados del siglo XX, el adunaico de Númenor, una lengua de inspiración semítica, congruente con sus estudios de la Tierra Santa desde el punto de vista del catolicismo anterior al Concilio Vaticano II.

Aquellos eran tiempos en que la lingüística andaba de moda, en especial por los estudios comparativos entre idiomas y por la gestación de diversas lenguas artificiales para alcanzar un solo idioma universal, que hiciera posible la unificación total de la humanidad, en una especie de retorno a la mítica torre de Babel de la que se habla en el Génesis judeocristiano. Así, mientras el suizo Fedinand de Saussure gestaba la nueva lingüística, el esperanto y el volapuk se enfrentaban a esos afanes académicos y despertaban la imaginación de miles de personas en el mundo, entre ellas las de los salvadoreños Francisco Gavidia y Carlos Guzmán, quienes gestarían sus respectivas lenguas artificiales a las que llamarían Salvadir y Karlanto, respectivamente. Casi al mismo tiempo, el estudio de los lenguajes del pasado abriría un campo inusitado en la mente de un joven poeta argentino, que pronto volcaría sus intereses hacia la narrativa corta. Hoy, sobre su tumba en Ginebra, una inscripción en una de esas lenguas guarda, casi con magia, los restos de Jorge Luis Borges.

La trilogía de "El señor de los anillos" inspiró a que el cineasta Peter Jackson hiciera una exitosa y multimillonaria adaptación al cine. Foto de Flickr con licencia Creative Commons.

La trilogía de “El señor de los anillos” inspiró a que el cineasta Peter Jackson dirigiera una multimillonaria adaptación al cine. Foto de Flickr con licencia Creative Commons.

En su trabajo como estudiante y tesista, Tolkien se nutrió de miles de años de leyendas y tradiciones, desde los lugares más remotos del planeta hasta los pueblos europeos más cercanos a su lugar de residencia. Leer fue un esfuerzo nutricio, como también lo fue vivir con intensidad, viajar, compartir con otros jóvenes gentlemen inquietos en pubs rebosantes de cerveza. En aquellos sitios siempre había espacio para la discusión seria de temas científicos, literarios y políticos. No eran espacios para la diversión dispersa, sino sitios para fundar clubes y organizar veladas intelectuales cada cierto número de días o semanas. Lugares para intercambiar ideas (aun, las más descabelladas), para escuchar y ser escuchado, para discutir y ser vencido con argumentos. Pero también eran lugares para observar, en vivo y en directo, la naturaleza humana de los grandes, los pequeños, los poseedores, los desposeídos, todos vinculados en una misma actividad en aquellas pocas horas de intercambio y libación. Una tradición cultural semejante a la de los cafés españoles e iberoamericanos del siglo XIX e inicios de la siguiente centuria.

Aunque Tolkien había vivido varias aventuras significativas durante sus pocos años, en su existencia aún faltaba la parte complementaria otorgada por los horrores de la guerra y la muerte. Con el rango de teniente segundo, se enroló en el 11º Batallón de Servicio de los Fusileros de Lancashire. Como especialista en lenguaje de signos, fue enviado a Francia en 1916. En el frente de trincheras se desempeñó como oficial de comunicaciones durante la cruenta batalla del Somme hasta que enfermó en octubre y fue repatriado a las pocas semanas. En esas mismas trincheras combatió el salvadoreño de origen francés Ernesto Bará. Mientras, los poetas José Basileo Acuña (costarricense) y Salomón de la Selva (nicaragüense) también tendrían ocasión de lanzar plomos y registrar versos contra las fuerzas del Káiser, de donde surgirían piezas literarias centroamericanas tan emblemáticas como el poemario “El soldado desconocido” o los ocho libros de crónicas gestados por el periodista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, toda una institución cultural en los medios de Madrid y París de entonces.

Tolkien sufrió consecuencias de sus males de guerra durante dos años, en los cuales ascendió hasta el grado de teniente, concibió tres hijos y continuó con la redacción de sus cuentos épicos, a la vez que reinició su carrera académica interrumpida por la Gran Guerra. Sin embargo, el Tolkien que retornó del campo de batalla francés ya no era el mismo. En su ánimo quedaron aquellas escenas de muerte y devastación, donde miles de seres humanos eran guiados hacia la oscuridad por las más modernas maquinarias, como los aviones, los tanques, las bazucas y los gases letales. Nadie podía permanecer inmune ante tanto horror, ante tanta desolación. Era necesario invocar las técnicas de la literatura y el calor del hogar para sobrevivir ante tanta barbarie contraria a cualquier elemento básico de humanidad. Fue así como retomó sus afanes por metaforizar aquella realidad donde los humanos podían darse una tregua para celebrar la navidad con la misma intensidad con la que luego se dedicaban semanas enteras a lanzarse toda la potencia destructiva de los más modernos morteros y obuses de corto, mediano y largo alcance.

En 1925, asumió una cátedra de lingüística en el Pembroke College (Oxford). Esos años de trabajo en ese sitio fueron de los màs productivos para el autor. Fue allí donde escribió diversas narraciones de corte infantil, redactados para sus propios hijos, John y Michael. Una de ellas fue “Roverandom” (publicada hasta en 1998), en el que la magia se combina para dotar de aventuras a un perro de juguete, inspirado en un juguete verdadero que uno de sus hijos perdió en la playa. Esa capacidad de fabular dentro de su ámbito familiar lo llevó a concebir las aventuras de otra historia infantil, titulada “El hobbit”. Gozada dentro de su hogar y su círculo íntimo de intelectuales (al que pertenecía el no menos culto C. S. Lewis, autor de “Las crónicas de Narnia”, cuyas acciones y personajes revelan la conversión de su autor al protestantismo anglicano), aquella narración llegó a manos de un editor, cuyo hijo disfrutó del relato, posibilitó su publicación en 1932 y le abrió a Tolkien las puertas para retomar aquella historia hasta llevarla a ser un conjunto cerrado más profundo y de mayor alcance para lectores de todas las edades. Así fue cómo, durante una década, Tolkien concibió la saga monumental de “El señor de los anillos”, cuyos tres tomos verían la luz editorial entre 1954 y 1955, para pasar despuès a Estados Unidos diez años más tarde. Para entonces, en la pequeña república de El Salvador, Salarrué ya hacía buen tiempo que había redactado y publicado su novela “O-Yarkandal” (1929), abrevada en fuentes milenarias semejantes a las utilizadas por el académico europeo. Sin embargo, el salvadoreño aún espera al editor, al cineasta y al publicista que retomen ese trabajo y lo lleven al escenario mundial del siglo XXI.

"El señor de los anillos" es, indudablemente, una de las obras célebres que J.R.R. Tolkien escribió en tiempos de tribulación. Foto de Flickr con licencia Creative Commons.

“El señor de los anillos” es, indudablemente, una de las obras célebres que J.R.R. Tolkien escribió y que tiempo después sería obra de culto para millones de personas. Foto de Flickr con licencia Creative Commons.

Durante los años de redacción de “El señor de los anillos”, Tolkien se convertiría en padre de Christopher y Priscilla. Mientras, el mundo de la posguerra se encaminaba hacia nuevas rutas de desánimo. La aparatosa caída de la Bolsa de Nueva York y el ascenso del nacionalsocialismo alemán, encabezado por el astuto líder austríaco Adolf Hitler, sumían al planeta en un nuevo frente de luchas obreras prosoviéticas y en una carrera por el rearme de los ejércitos europeos, a la vez que la literatura tomaba partido a favor o en contra de esas situaciones sociopolíticas, entre cuyas producciones sobresaldrá “La rebelión en la granja” (“Animal Farm”) de George Orwell, una crítica severa a las dictaduras que comenzaban a alzarse por doquier. Además, en España se concretizaba una república electa, que a Tolkien le despertaba muchos recelos, pero en especial por su antimonarquismo, por su ateísmo y sus acciones en contra de templos y los hombres y mujeres dedicados a la fe católica. Por eso, sin dudarlo, Tolkien decidió apoyar a la causa nacionalista del general Francisco Franco al momento en que estalló la guerra civil española y promovió la política inglesa de no bloquear el envío de armas al ejército republicano, apoyado por los temidos soviéticos de Stalin y por miles de internacionalistas.

Su fe religiosa hizo que Tolkien adoptara posturas políticas congruentes con su conservadurismo, aunque a veces a él mismo aquella condición religiosa lo hiciera rechazar la inhumanidad de la discriminación racial o las desigualdades sociales extremas. Por eso, en sus obras predomina la monarquía como forma esencial de gobierno, aunque no hay dioses como máximas figuras de poder, sino tan solo magos, demiurgos, elfos y esforzados personajes de baja condición quienes son los poseedores de los dones del Bien deificado, que se enfrentarán a las tropas del Mal encarnado. Por más que quisiera disfrazarlo, Tolkien era un académico de profunda cultura, un padre de una familia católica conservadora y un soldado antibélico. La contradicción más grande de su vida, de su religión y de su pensamiento radicaba en que al Mal solo se le podìa exterminar mediante la guerra y la violencia, para así darle una oportunidad al florecimiento y reinado del Bien. Una contradicción esencial de la que no se libraron jamás ni Peter Pan, ni Bilbo Bolsón, ni Harry Potter ni los héroes y heroínas de Narnia.

La literatura de Tolkien fue concebida para consumo de su familia y de sus amigos. En vida, fue bastante renuente a dar a conocer al gran público el amplio conjunto de sus poemas, cuentos, relatos, idiomas y alfabetos inventados, ensayos literarios y demás apuntes en los que dio vida a los territorios y personajes de un mundo imaginado denominado Arda, dentro del que la Tierra Media solo era uno de sus continentes componentes de todo aquel conjunto fabulesco que su autor agrupó bajo el nombre común de “legendarium”.

Desde su escritorio y la mesa de su comedor, la oralidad daba paso a la leyenda y ésta se materialazaba en una mitología y una épica contemporáneas para consumo de la segunda mitad del siglo XX y de las centurias venideras. Al menos, hay que agradecerle a Tolkien que no haya dispuesto que su familia quemara todos sus manuscritos tras su muerte, como sí lo hizo el checo Franz Kafka. Por fortuna, con Kafka la literatura ganó a un póstumo escritor excepcional gracias a la desobediencia de un amigo, al igual que pasó con Tolkien. Tras su muerte, fue su tercer hijo el que se dedicó a ordenar, editar y publicar las miles de páginas manuscritas que su padre dejara en su despacho. Así ha sido como se ha divulgado, en los ultimos 40 años, gran parte de la obra explicativa de los orígenes de Arda y la Tierra Media. Eso no significa que en vida no haya recibido diversos homenajes en países de lengua inglesa, aunque su fama mundial demoraría algunos años más en llegar de la mano del cineasta Peter Jackson y de seis películas rodadas y exhibidas entre los años 2001 y 2014, con desigual impacto y fortuna entre el público fanatizado con Tolkien.

Durante casi cuatro décadas de trabajo intelectual, Tolkien concibió una obra épica dividida en múltiples partes. Trazó a los héroes, los viajes, el objeto mágico, el enfrentamiento esencial y todos los demás elementos exigidos por la teoría narrativa de Vladimir Propp. Fue revolucionario a partir de elementos clásicos y conservadores, pues supo ver la relación implícita e indisoluble entre la palabra y el pensamiento como los terrenos originales para la creación, la imaginación, la ficción y el trabajo del mago y del demiurgo.

Si Antoni Gaudí decidió construir la última gran catedral de la Tierra, Tolkien decidió fundar una gran metáfora de su mundo vivido, ese donde cada persona lectora pudiera estremecerse y ser estremecido por las aventuras de unos personajes que podrían ser cualquier ser humano de carne y hueso, pero cuyos resultados de pensamiento y acción transformarían para siempre a su entorno. Todo como parte integral y holística de la eterna lucha donde se patentice que “los buenos somos más”, aunque para ello sea necesario mancharse las manos con sangre de orcos y de otras especies al servicio de Sauron.

Ver la luz de la mañana siguiente ha sido, es y será la única justificación para adentrarse en esa batalla. ¿Estaba Tolkien en lo cierto? En lo personal, yo pienso que es necesario consultarle antes a Gandalf.

*Foto destacada de Pesky Librarians, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

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