Los sobrevivientes quieren ser escuchados

Son los testimonios que estas semanas se escuchan en un juzgado de San Francisco Gotera, donde se judicializa la masacre de El Mozote, una de las más grandes de Latinoamérica. 

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


Es media mañana del viernes 22 de septiembre. Un campesino de mediana estatura llegó puntual a la cita judicial. Subió unas gradas y se sentó en la sala de audiencias del Juzgado Segundo de Primera Instancia de San Francisco Gotera, donde lo han precedido tres testigos más, todas mujeres, para  ratificar y ampliar sus declaraciones rendidas hace 26 años, a principios de 1991.

Aquel hombre tiene un afán: quiere que se conozca la verdad y que se haga justicia. Lo mismo dijeron Lucía Romero Vigil, María Teófila Pereira y María Amanda Martínez Vigil. Todos quieren saber quién mató a sus familiares y por eso han acudido al llamado del juez Jorge Guzmán Urquilla. El letrado los llamó para que confirmen lo que ya han declarado y que, si así lo quieren, amplíen sus testimonios sobre lo que vivieron en 1981.

Aquel año, entre el 10 y el 13 de diciembre, decenas de personas (hombres, mujeres y niños) fueron asesinados por miembros de la Fuerza Armada en el norte de Morazán, en los cantones y caseríos El Mozote, La Joya, Los Toriles y Ranchería. A esa matanza se la conoce como la masacre de El Mozote.

Un grupo de militares están siendo enjuiciados como responsables de haber cometido la matanza.

Los acusados son generales, coroneles, mayores y capitanes. Algunos ya están muertos, como el teniente coronel Domingo Monterrosa, a quien señalan de haber dado la orden de masacrar a cientos de personas.

Cada imputado está pagando sus propios abogados particulares. Solo el general Juan Rafael Bustillo es defendido por un litigante público, es decir, un empleado de la Procuraduría General de la República.

Algunos defensores de los militares llegaron, el jueves 21 de septiembre, a la sede del juzgado a bordo de un vehículo con placas nacionales. Es un Mitsubishi rojo, tipo jeep del año 1996, placas N-3-628.

También llega un microbús placas particulares con soldados uniformados a bordo. Desde este vehículo, alguien  hace fotos con un teléfono celular. Solo se ve una mano sosteniendo la cámara.

Al siguiente día, llega el mismo vehículo nacional. Uno de los abogados que se transporta en ese auto es Adrián Meléndez, un coronel retirado que ahora defiende a otro coronel retirado y acusado de participar en la masacre.

Revista Factum constató que ese jeep rojo está asignado al Ministerio de Justicia y Seguridad Pública.

Al preguntarle al abogado Meléndez por qué se transporta en un carro nacional, respondió que es parte de las medidas de protección que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó al Estado salvadoreño, a raíz de la disputa judicial de Meléndez contra sus superiores.

En el proceso penal 231-90 no hay ningún elemento de tropa acusado, a pesar de que diversas investigaciones periodísticas e instituciones oficiales establecieron que fueron estos últimos los que halaron el gatillo, empuñaron los cuchillos, detonaron granadas y quemaron casas y cadáveres.

La declaratoria de inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía por parte de la Sala de lo Constitucional hizo que el caso fuera reactivado. A esa declaratoria le precedió una resolución condenatoria de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en la que el Estado salvadoreño aceptaba su responsabilidad en la masacre.

* * * 

Al hombre que ha acudido a la cita del juez Guzmán Urquilla lo acompañaba un pariente joven. Ambos aparentan estar muy sosegados. Y cuando el juez preguntó si el testigo se encontraba en la sala de audiencias, con voz serena y segura levantó su mano. “Sí, aquí estoy”, dijo.

Luego de escuchar la lectura de la declaración que rindió el 20 de marzo de 1991, el juez le preguntó si deseaba ampliar su declaración. El anciano respondió con aplomo: “Yo pienso que no la puedo ampliar porque en ese tiempo eso fue lo que hice: enterrar a mis hijos”. Punto.

Sin embargo, tal vez sin darse cuenta, ante el juez y una docena de abogados defensores de militares acusados y de fiscales y abogados acusadores, comenzó a enunciar un puñado de recuerdos que le sucedieron poco después del mediodía del 10 de diciembre de 1981.

Los recuerdos despegan de golpe, del sonido de aquel tableteo que hacían las hélices de aproximadamente 20 helicópteros que volaban bajo rumbo al cantón Los Quebrachos. Los vio volar por encima de su casa, donde estaba junto a su esposa y siete hijos. “Yo vi que venían esos animales, bien se veían desde mi casa”.

Luego los vio aterrizar en un lugar llamado Arada Vieja, en una especie de planada que se divisaba desde su casa. Eso fue al mediodía. Al poco rato, en unas lomas vio a hombres vestidos de verde olivo. Intuyó que eran militares. Soldados.

El hombre que da su relato se llama Eustaquio Martínez Vigil. Tiene 67 años y las fuerzas militares le asesinaron a sus siete hijos (con edades entre los ocho meses y los 13 años), a su esposa, Reina Isabel López, a una hermana y varios sobrinos.

Alrededor de las 5 de la tarde, Eustaquio y su familia comenzaron a escuchar disparos de fusilería y explosiones de bombas. Los disparos se escucharon hasta como las 8 de la noche.

Al siguiente día, como a las 4 de la madrugada, decidió irse de su casa junto a su cuñado, Vidal López. En la vivienda se quedaba su esposa con sus siete hijos: Santos, de 13 años; Arnoldo, de 11; Edgar, de nueve; Joaquín, de siete; Heriberto, de cinco; Doré, de tres y Cleofás, de ocho meses.

Los dejó porque creyó que por ser mujeres y niños no les harían ningún daño.

Eustaquio y Vidal tomaron rumbo hacia el río Las Marías, distante unos cuatro kilómetros. En una loma cercana al río permanecieron todo el día y en la noche se escondieron en una cueva. Al siguiente día, el 12, como entre las 9 y 10 de la mañana, escucharon otra disparazón en el cantón La Joya. Desde donde estaban vieron columnas de humo que se alzaban en dirección del cantón donde vivían.

En la tarde de ese mismo día decidieron regresar con sus familias. Como a las 7 de la noche se encaminaron hacia sus viviendas, pero como a unos 50 metros antes de llegar, debajo de unos árboles de mango, Eustaquio vio a su esposa y a seis de sus hijos. Se los habían matado.

A pocos metros, una hermana de Eustaquio también estaba muerta junto a sus dos hijos. Vidal encontró a su mujer y sus cuatro hijos asesinados a balazos. Mientras estaban entre sus muertos, escucharon disparos nuevamente y salieron de nuevo para el monte donde habían estado escondidos.

Eustaquio y Vidal permanecieron cuatro días más ocultos entre matorrales y cuevas, sin comida y sin agua. Eustaquio tenía aún la esperanza aún de que Arnoldo, su hijo de 11 años, se hubiera salvado, pues no estaba entre los seis que había visto muertos.

Al cuarto día regresaron a donde estaban los cadáveres, pero para entonces las casas estaban quemadas. En una casa, donde vivía María Inés Martínez, hermana de Eustaquio, vio a Arnoldo. Tenía varios disparos que le habían desgarrado el abdomen. El cadáver estaba sobre una hamaca colgada en una esquina a donde el fuego no había llegado.

El temor a correr la misma suerte era inmenso y por eso, muy a su pesar, dejaron a sus muertos sin sepultar, a merced de zopilotes y perros hambrientos, y regresaron a esconderse al monte, donde permanecieron cinco días más. Cuando regresaron, enterraron a todos sus familiares, 16 en total. Los sepultaron en una fosa que había sido excavada para construir una letrina y cavaron una adicional.

Al poco tiempo, Eustaquio colocó cruces en las dos fosas. Eso sirvió no solo para saber dónde llevarles flores a sus difuntos, también sirvió para que, tiempo después, los restos fueran exhumados por un equipo de forenses. Les hicieron pruebas genéticas y luego le entregaron los restos de su esposa y seis hijos. Solo falta que le entreguen los restos de Heriberto, su hijo de cinco años, dijo al responder una pregunta de los abogados acusadores.

Historias de terror

Como Eustaquio, las tres mujeres que se presentaron a confirmar sus declaraciones entre el jueves 21 y viernes 22 de septiembre contaron historias desgarradoras.

Teófila Pereira fue la primera testigo que llegó el jueves en la mañana al juzgado para ampliar su testimonio rendido a principios de 1991. Tenía 17 años y un hijo cuando le tocó vivir la pesadilla.

Ella vivía en el caserío Los Toriles. A diferencia de Eustaquio, quien vio aterrizar una flota de unos 20 helicópteros al mediodía del 10 de diciembre, la mujer narró ante el juez que fue el 12 de diciembre a las 6 de la mañana cuando vio aterrizar un helicóptero cerca del río Sapo, en un espacio como a dos cuadras de su casa. De la aeronave se bajó un soldado. Luego el helicóptero se fue.

Bernardina Márquez vivía en el caserío El Cantarito. Era la compañera de vida de uno de los hermanos de Teófila. Aquella mujer estaba embarazada y se le acercaba el tiempo de dar a luz.

María Florentina Pereira, mamá de Teófila, era partera.

Teófila Pereira en su casa en Morazán. Foto FACTUM/Jorge Beltrán Luna

Aquel 12 de diciembre, como a las 7 de la mañana, Florentina y Teófila salieron de su casa rumbo a la de Bernardina. Teófila cargaba a su bebé en brazos y Florentina llevaba la intención de asistir a su nuera en el parto.

Pero no habían caminado más de 15 metros cuando se oyó un disparo. Teófila escuchó el zumbido de una bala. Ambas mujeres siguieron caminando.

Habían avanzado unos 500 metros cuando una nutrida balacera con explosiones de bombas las perturbó. Florentina se regresó a casa, donde había dejado a uno de sus hijos, José Santos, quien era comisionado cantonal. “Mi madre se regresó a la casa por un hijo que había quedado. Solo a morir llegó”.

Con su niño en brazos, Teófila atinó a esconderse cerca de un almendro junto a un cerco de piedras. La balacera y los bombazos se escuchaban cerca y muy intensos.

A eso de las 10 de la mañana, los gritos de un niño la sobresaltaron. Escuchó al niño gritar, luego una balacera y de pronto el silencio. A 100 metros de donde ella estaba habían matado a 12 personas.

Unos seis días antes, recuerda, por una radio había escuchado que el Ejército desarrollaría un gran operativo al norte del departamento de Morazán. Por radio decían que era el Batallón Atlacatl el que iba a llegar en operativo.

Junto al cerco de piedra y el almendro estuvo todo el día, hasta como a las 6 de la tarde. A esa hora vio pasar cerca a uno de sus hermanos quien le preguntó dónde había estado. Teófila le respondió que allí había permanecido escondida porque la  balacera era muy fuerte.

El hermano le dijo que se fueran de allí porque habían matado a toda la gente. Que habían matado a su madre, Florentina. Se fueron para el caserío El Cantarito a sugerencia de su hermano.

Cerca de las 7 de la noche vieron personas que andaban con lámparas y encontraron los cadáveres de la familia de José Vigil y otras personas. Contaron 12 cadáveres. Más distante había tres niños degollados y una mujer embarazada, que también estaba muerta.

Teófila le pidió a su hermano que fueran a enterrar a su mamá y a su hermano, Santos Manuel. A ambos los enterraron en el patio de la casa bajo una intensa luz de luna, pues la víspera había sido plenilunio. En el camino hallaron un reguero de cadáveres: la familia de Bartolo Pereira, a Estanislao Argueta y su mujer…

Mientras Teófila enterraba a su madre y hermano, ignoraba que en el caserío El Mozote estaban insepultas una de sus hermanas y cinco de sus sobrinos.

Los días siguientes a la masacre hubo un reguero de cadáveres pútridos por todos aquellos caseríos. Teófila los vio, reconoció a muchos y a otros no, porque las balas les habían destrozado el rostro o estaban boca abajo.

Los perros jalaban de los brazos los cuerpos de los niños y la presencia de zopilotes era tal que era imposible hallar agua limpia sin excremento de las aves de rapiña. “No sé de dónde había salido tanto animal. Eran parvadas de animales”.

Teófila se mantuvo viviendo a hurtadillas durante un año, más o menos. Luego decidió ir a refugiarse a los campamentos de Colomoncagua, en Honduras, donde los refugiados salvadoreños vivían como en una prisión, que en lugar de muros con alambre de espinos tenían cercos de soldados armados y dispuestos a disparar a cualquier salvadoreño que osara salirse de los lindes del campamento.

“Hoy se les llegó el día, guerrilleros de La Joya”

“Yo no puedo ampliar más porque eso de recordar no es fácil. Me siento triste”, contestó María Amanda Martínez Vigil, cuando el juez Guzmán Urquilla le preguntó si deseaba ampliar la declaración que hizo el 23 de enero de 1991.

María Amanda es hermana de Eustaquio; en el proceso judicial del caso El Mozote está como víctima porque en la masacre de El Mozote le mataron a una hermana, nueve sobrinos y una cuñada.

A pesar de que María Amanda no quiere recordar lo que vivió aquellos días de diciembre, fiscales, acusadores particulares y defensores de los militares imputados la acribillan a preguntas hasta hacerla decir que durante varios días se escondió en una especie de cueva en una piedra y que al regresar vio el reguero de muertos en el cantón La Joya. Un olor pestilente que atraía a bandadas de aves de rapiña. Casas quemadas.

Lucila Romero Martínez perdió siete familiares durante la masacre, entre estas a su abuela. Todos fueron ejecutados a balazos por militares.

Lucila, otra testigo, sobrevivió porque cuando los soldados comenzaron a disparar en dirección hacia el cantón La Joya, ella corrió hacia un campo sembrado de maicillo, huyendo de las balas. Se salvó de puro milagro. Ya refugiada en un escondite, se percató de que una bala le había atravesado la falda que vestía ese día.

Desde el cultivo, lograba escuchar los gritos de las jóvenes implorando que no las mataran. Lucía estaba tan cerca de la muerte que alcanzó a escuchar cuando uno de los militares ordenó que a las jóvenes les metieran un bote de crema en la boca para que dejaran de gritar.

Igual que María Amanda y Teófila, posterior a la masacre de El Mozote, Lucía se fue a refugiar a Colomoncagua, municipio de Honduras, donde había un campamento para salvadoreños que huían de la guerra civil.

Los cuatro testigos no volvieron a las casas donde sus parientes fueron asesinados. Algunos se mudaron a vivir en el centro de Jocoaitique, otros en distintas comunidades, siempre al norte del río Torola.

“¿De qué color era el helicóptero? ¿Cuántos metros medía el helicóptero?”

Parecen preguntas irrelevantes o sin sentido, pero entre el jueves y viernes de finales de septiembre, fiscales, abogados acusadores y defensores de los imputados hicieron casi siempre las mismas preguntas a los cuatro testigos.

El abogado David Morales preguntó a los cuatro testigos de qué color eran los helicópteros que vieron aterrizar o que si recordaban si los militares que vieron en aquellos días portaban alguna indumentaria que recordaran. La respuesta varió entre gris y gris oscuro respecto al color de los helicópteros. Y que aquellos militares vestían de verde olivo, cascos y botas.

El coronel retirado y defensor de algunos de los acusados hizo cuatro veces la misma pregunta: que si el testigo podría decir de cuántos metros era el tamaño de los helicópteros. La respuesta de los cuatro testigos fue siempre la misma: no.

Los defensores también preguntaron a los testigos si podrían decir de qué unidad militar eran los soldados o militares que vieron. La respuesta fue que no sabían.

En una reciente conferencia de prensa, los acusadores particulares se quejaron del papel pasivo que, señalan, está haciendo la Fiscalía en la investigación y de los constantes recursos que los defensores de los imputados están interponiendo para ralentizar las pesquisas.

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