Hace quince años, cuando el investigador entró a la policía, su cantón era un lugar tranquilo. Caliente, con polvo como caminos, monte -mucho monte- y con la privacidad que da el aislamiento de la ciudad. Entonces los muchachos eran unos niños. Él los vio crecer, jugó con ellos en las canchas engravadas del cantón, ayudó a sus madres cuando hizo falta.
Años después, al cantón se lo comió la Mara Salvatrucha. Los muchachos crecieron con esa garra, tatuada, manchada en las paredes. La vida siguió hasta que se pudo.
Hace dos meses, uno de esos muchachos se acercó a la puerta del investigador. Le dijo que la Mara había investigado bien y que sabía que él pasaba información a sus colegas, al resto de policías, que sabía todo de su familia, que le daba quince días para irse del cantón. Que lo iba a matar. El investigador se quedó de piedra, pero venció momentáneamente el miedo y le dijo al pandillero: “pero si nos conocemos de toda la vida, si yo te vi crecer”. El pandillero recibió una llamada y pasó el aparato al investigador. Era el palabrero del cantón. El mensaje fue el mismo. El policía se armó nuevamente de valor: “Si ustedes saben que no me gustan los problemas, que no me meto con ustedes”.
La siguiente amenaza llegó poco después. El investigador no estaba en casa, y el mensaje lo recibió una de sus hijas, muerta de miedo.
Entonces el policía decidió actuar.
La 9 que siempre anda en la cintura, discreta entre la camisa y el pantalón, quedó en casa. También dejó los teléfonos. El dinero. Se fue solo: él y su pequeñez. Había pedido audiencia con los muchachos. Llegó al lugar y se sentó en medio de ellos. Él lo recuerda como si estuviera rodeado por un consejo.
Los pandilleros le dejaron hablar: “Sepan una cosa, les dije yo, no soy enemigo de ustedes, yo siempre sigo siendo amigo, lo único que ya más lejano. No puedo estar con ustedes porque no me quiero meter en problemas, ni con las autoridades ni con ustedes. En ese momento me dijeron que no había problema, que conmigo no había problema y que podía vivir”.
Después de escucharle, los pandilleros, las autoridades del cantón, le dijeron al policía que podía vivir.
“Es bien duro porque uno hay veces que ve las cosas pero hay que callarse”, me dijo el policía, cabizbajo, en el pequeño cuarto donde estábamos, la oficina de derechos humanos que espera sea su opción para salir del país junto a su familia. Mientras hablábamos, en el volcán de San Salvador se celebraba un funeral: el subinspector Lorenzo Rojas, el séptimo policía asesinado en noviembre, el 44 en lo que va del año.
El investigador lo sabe. La policía lo sabe. Y como él hay muchos agentes que tienen miedo. Que han renunciado, que han pedido asilo, que buscan dejar atrás este país. Lo hacen ante la certeza de que las autoridades en papel, esas que se presentan cuando hay funerales y prometen medidas súper mega híper extraordinarias, no pueden protegerlos. Que quienes nos protegen están desprotegidos.
Por eso el investigador no cree en los discursos, en las lágrimas de reptil que el vicepresidente con botas arroja cada vez que este país se va un poco más al carajo, precisamente cuando ya es evidente que la moral de la policía está por los suelos. En parte, porque los policías -el investigador incluido- saben, por ejemplo, que quien fuera su jefe, el exministro Lara, negoció con las pandillas. Esas pandillas que él juró vencer y ante quienes no tuvo más remedio que postrarse y pedir por su vida. Porque sabe que en la dirección de la policía, en el ministerio de Seguridad y en Casa Presidencial no tienen ni la mínima puta idea de lo que significa vivir en un cantón como el suyo.
Por eso el investigador tampoco creerá lo que horas después, ese mismo día, dirá el gabinete de Seguridad. Sin el presidente, al que solo sacan a pasear cuando se presenta la Colmenita, los funcionarios anunciarán (sin detalles, por supuesto) un nuevo plan llamado venganza, un conjunto de medidas que esta vez sí acabarán con todos nuestros problemas. Es la decimonovena vez que Ortiz ofrece lo mismo y es normal que nadie, ni el investigador, le crea. Es complicado creerle a alguien que dice “estamos teniendo resultados positivos” el mismo día que entierran a otro policía. Es complicado creerle a alguien que ha dicho “¿y cuál es el problema” cuando le descubren que su socio comercial es un capo.
Es complicado. Especialmente cuando las autoridades de papel hablan sin consecuencias y las verdaderas autoridades de tu cantón sí cumplen lo prometido.
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2 Responses to “Las verdaderas autoridades”
Me parece que el titulo de la nota está equivocado o al menos bastante confundido. No se puede pretender, ni en broma, que una “autoridad” tenga el nivel de criminalidad que tienen los que se asume en la nota son la autoridad del cantón. Yo los veo como lo que son en el cantón, y me parece que están bastante lejos de ser considerados la autoridad. Luego de ello resulta que le doy razón a los policías para no creerle a las autoridades ni siquiera a las de la policía, que son los que ellos tienen y ven más cerca de manera cotidiana. Retomo la frase “…Casa Presidencial no tienen ni la mínima puta idea de lo que significa vivir…” y se lo aplico no sólo a este quinquenio presidencial, se lo extiendo a todos los períodos presidenciales que han ocurrido en el país. Afirmarlo sólo para hoy suena a complicidad política y de ello ya hay bastante, inclusive en los medios de comunicación. No necesitamos un especímen mas de esos. Lo que ocurre hoy no se inventó, no se creó sólo hoy. Ha venido existiendo por larga data y no se hizo, ni por cerca, lo que tenia que hacerse en su momento. Ahora ya no es tiempo. No se puede pedir sombra al árbol que fué cortado y recortado desde siempre, aún desde mucho antes que ahora. Tardará en crecer de nuevo, tener ramas, hojas, varios inviernos deben pasar, para que vuelva a dar la sombra a los que se arriman allí.