Las redes sociales y nuestras emociones

Durante miles de años, la humanidad ha seguido diversos patrones, costumbres, rituales y ceremonias para afrontar los más diversos estados emocionales que forman parte de nuestro ser evolucionado a lo largo del tiempo. Ira, frustración, luto, dolor, ansiedad, alegría, solidaridad, todo ha tenido un momento y un tiempo dentro de cada cultura y cada territorio del planeta, con espacios suficientes para que se produjeran los momentos más íntimos o públicos, más entrañables o abiertos para abordar cada una de esas situaciones emotivas y darles el debido curso y, así, asumir el futuro de mejor manera.

Una familia cuyo hijo partió al frente de batalla y pereció en combate recibía una carta con la mala noticia, a la vez que algún tipo de condecoración u ofrenda por los servicios prestados por aquel combatiente. La familia pasaba entonces a una etapa de duelo, que por lo general duraba un año, tiempo durante el cual aquel grupo tenía la oportunidad de procesar la ausencia súbita del ser querido, recordarlo, llorarlo, extrañarlo, evocarlo, ver sus retratos o fotografías, ofrecerle ceremonias religiosas, sepultarlo (si fuera el caso) y procesar en forma colectiva e individual aquella pérdida.

Las mujeres en parto contaban con un período de 40 días para superar el sube y baja de emociones que entraña el alumbramiento de un nuevo ser. El cuerpo saca al feto y lo convierte en un recién nacido, pero las hormonas maternas no se acomodan dentro del cuerpo femenino con la misma rapidez, por lo que no es nada infrecuente leer que, en siglos anteriores (y actuales), había mujeres en situaciones de depresión o estrés posparto que terminaban en suicidios o infanticidios. No todo puede verse como la imagen feliz construida por la publicidad, porque muchas veces la distancia con la realidad va más allá del contenido de un comercial de bebé sonriente y madre amorosa.

La pérdida o ausencia del ser amado también tenía implicaciones directas sobre las emociones e implicaba otros rituales para superarla. Así, la escritura de cartas de un corresponsal a otro otorgaba el tiempo suficiente para que se pudiera asumir el contenido de aquellas misivas y darles la respuesta más óptima, más pensada, más reflexiva y precisa. Escribir a mano sobre papel de correo daba, además, un aire más entrañable a ese proceso de trabajo interno de las emociones. Flores secas, perfume en el sobre, sellos lacrados y otros elementos servían también para otorgarle un sentido extra, un detalle paratextual a las emociones, pero formaban un conjunto que buscaba solventar el problema de la distancia geográfica o vital. Se trataba de lanzar una botella con un papel escrito hacia la inmensidad del dolor, del amor o de la esperanza.

La caridad, la solidaridad, la piedad y otros sentimientos de cohesión social también tenían momentos para ser trabajados y procesados. No todos los días se podía ver y condolerse ante las tragedias humanas. Los periódicos transmitían las noticias de las guerras lejanas, de los terremotos ocurridos en tierras distantes, de los huérfanos recluidos en miserables condiciones en la propia ciudad o en otras de diversos países. La imagen (grabado, fotografía, pintura, etc) cumplía un papel complementario, pero no era común ni cotidiano verlas en los medios impresos, pues esas imágenes solo aparecían en revistas de gran tiraje y su circulación era, pese al amplio desarrollo de las industrias tipográficas, bastante limitada aún. Las emociones provocadas por la tragedia vivida por otros seres humanos permitían procesarlas de manera adecuada y orientar sus cauces hacia el apoyo mediante los donativos, la edificación de asilos, orfanatos, hospitales y otras formas sociales de ayuda a los demás.

Por más corteza cerebral que el ser humano haya desarrollado gracias a la evolución y a la historia, lo cierto es que el sustrato mamífero persiste dentro de nuestra masa encefálica. Dependemos de nuestros razonamientos y emociones para sobrevivir en la aldea global del siglo XXI. Pero si bien es cierto que muchas cosas han cambiado en nuestro entorno (y eso hace muy difícil que ahora podamos ingerir alimentos de la misma manera en que lo hacían nuestros antepasados homínidos), los seres humanos también hemos dado pasos importantes hacia el conocimiento de nosotros mismos, así como de nuestros compañeros de flora y fauna sobre el mundo en este “ser y estar” compartido. Pero mientras asumimos un desmedido control de la naturaleza, también hemos contribuido a la forja de diversas culturas y civilizaciones a lo largo de los siglos y en los más disímiles parajes de la realidad.

Los siglos XIX y XX fueron las centurias de las comunicaciones y de la conectividad. Pasamos del telégrafo, el teléfono y la radio a la televisión, la internet, los satélites espaciales y las sondas interplanetarias, que desde hace varias décadas llevan las voces humanas hacia los confines del espacio más allá de la órbita de Plutón.

Durante los 16 años que corren del siglo XXI, las redes sociales han cimentado la capacidad de comunicación global dentro de los países de rentas altas y medias, con énfasis en aquellas sociedades sometidas a procesos acelerados de industrialización digital. La banda ancha se volvió parte de nuestras vidas. La existencia tomó giros vertiginosos. Lo que es hoy, mañana puede haber tomado un sentido distinto. Lo que ahora es moda, mañana es historia. Lo que este día es noticia, al día siguiente puede ser reemplazado por algo más interesante o impactante.

Este siglo lleva toda la impronta del vértigo. Ya no nos basta con querer leer un libro de papel, sino que ahora queremos llevar una biblioteca entera en un Kindle, sin tomar en cuenta la vieja conseja de “el que mucho abarca, poco aprieta”. Queremos inmediatez comunicativa mediante el microblogging, pero es casi seguro que no nos tomamos mucho tiempo en leer las notas compartidas más allá de los 140 caracteres con que fueron subidas a la cibercarretera mundial.

Cada uno de esos posts, tuits o notas compartidas entraña una serie de emociones. Frente a ellas, tenemos pocas oportunidades de procesarlas de la manera más adecuada posible. Muchas de esas publicaciones de internet nos orientan hacia el enojo o la frustración. Pocas dejan espacio para la esperanza o la solidaridad entre humanos y muchas nos tratan de enternecer con historias de animales abandonados o maltratados, mientras el mundo ya ni se conduele ante casos como los de los migrantes centroamericanos asesinados en su trayecto sobre La Bestia, el niño sirio Aylan ahogado en una playa desierta, el bebé degollado en Quezaltepeque, las víctimas latinoamericanas de la corrupción y el narcotráfico o los 400 muertos habidos durante el más reciente naufragio en el mar Mediterráneo al tratar de alcanzar las costas griegas para escapar de las cruentas guerras en el Oriente Medio.

Las redes sociales hacen que nuestras emociones suban y bajen a velocidad vertiginosa, sin darnos casi tiempo para procesarlas y asumirlas. De la ira y el enojo podemos pasar en cuestión de segundos a la felicidad, la ternura o el encanto, como lo denotan los nuevos botones reductivistas de Facebook. ¿O de verdad pensamos que solo podemos expresarnos ante algo con un “Me gusta”, “Me encanta”, “Me enoja”, “Me divierte” o “Me entristece”? ¿Ese es todo el espectro posible de emociones que podemos desplegar ante una publicación de Twitter, Facebook o demás redes sociales? Porque los contenidos visuales y digitales son diferentes y nuestra manera de asumirlos y procesarlos también es diferente.

Por si eso fuera poco, las redes sociales tampoco nos brindan la oportunidad de expresar nuestros sentimientos y emociones ante lo que nos provocan las publicaciones fraudulentas o de dudoso origen. Bajo un aparente aire de seriedad, en la red circulan a diario decenas de miles de contenidos basura o de dudosa calidad. ¿Cómo reaccionamos ante esos timos y mentiras, en especial si descubrimos su contenido malicioso? En siglos anteriores, las mentiras solían tener un castigo familiar y social. Si no, que nos lo recuerde el pastorcillo y sus gritos al ver al lobo. Pero en la actualidad hay demasiados lobos en las redes, los pastorcillos somos muchos y los fraudes y mentiras circulan y se difunden, en especial gracias a la profusa difusión de los “memes”. Hemos caído en una cultura de la “memecracia”, donde el poder de uno de esos bulos virtuales puede tener consecuencias insospechadas.

Como todo en la vida, la tecnología digital ofrece grandes posibilidades al mundo del hoy y del mañana. Quizá haya más beneficios que situaciones negativas en todo ello. El tiempo lo dirá, a largo plazo. Sin embargo, en este momento, nos hace falta una adecuada educación emocional ante los contenidos de las redes sociales. No podemos darnos el lujo de estar día con día en esos sube y bajas de emociones. Nuestra psicología individual y social tiene demasiados elementos en juego, los que no deben dar pie a situaciones que pueden agravarse en el mediano y lejano plazo. La soledad, el abandono, la imposibilidad de crear y tener fantasías por nosotros mismos, la escritura manual y otras herencias de nuestro desarrollo evolutivo y cultural corren serio peligro de degenerarse a profundidad. ¿Haremos algo al respecto?

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