“Las células están activas”

Buena parte de este artículo fue publicado en La Prensa Gráfica en 2009, a propósito del 12o. aniversario de los atentados dinamiteros perpetrados en La Habana por mercenarios salvadoreños y guatemaltecos. Revista Factum lo reproduce hoy, con algunos pasajes inéditos, a propósito de la muerte de Fidel Castro, el líder de la revolución cubana que inspiró a muchos en América Latina, pero también el dictador implacable con sus adversarios. El texto revela cómo funcionó el aparato anticasatrista clandestino que lideró el terrorista Luis Posada Carriles, incubado en la región bajo el amparo de diferentes administraciones gubernamentales en Honduras, Guatemala y El Salvador. La fórmula es similar a la que Al Qaeda utiliza: células clandestinas formadas por pocas personas, independientes las unas de las otras, que pueden estar “dormidas” durante años y se activan cuando una nueva misión las requiere. La diferencia entre los extremistas islámicos y los anticastristas es una: los seguidores de Osama Bin Laden responden a la yihad, la guerra santa según la entiende el líder; los soldados de la red de Posada trabajan por dinero.


Las células están activas”. “Nunca dejaron de estarlo”. Las frases llegan en la segunda jornada de conversaciones en una pequeña terraza del barrio Miramar, en La Habana. Quienes las pronuncian son dos agentes de la seguridad cubana que trabajaron encubiertos, entre 1980 y finales de los 90, en las operaciones organizadas y patrocinadas por círculos anticastristas en Guatemala y El Salvador. Los agentes, quienes hablan por primera vez con un medio salvadoreño bajo condición de anonimato, opinan que a la febril actividad de esos grupos durante de la década de los 90, cuyo clímax estuvo marcado por una serie de atentados dinamiteros en varios sitios de Cuba en 1997, siguió la lógica de la calma estratégica: los reclutas pasaron a una especie de retiro temporal hasta que hubiese un nuevo llamado de los jefes, los financistas.

Al menos tres informes de inteligencia elaborados en El Salvador en 2009 indican que los dos agentes cubanos pueden tener razón. Francisco Chávez Abarca, acusado por Cuba de organizar los atentados del 97 y procesado en El Salvador  hace cuatro años por pertenecer a una banda de robacarros –fue liberado por autoridades salvadoreñas tras un supuesto arreglo con las víctimas–, volvió al país tras refugiarse durante unos meses en Honduras. Dos testigos citados en esos informes, de los que este periódico tiene copias, aseguran haber visto a Chávez hace dos semanas en un negocio de venta de vehículos usados en el bulevar Constitución de San Salvador. “Regresó y hoy anda en una moto. Se reúne seguido en ese negocio”, dice uno de los investigadores que participó en la elaboración del informe, de quien se omite el nombre por razones de seguridad. Esa venta de carros, consta en otro documento, también fue investigada por sospecha de estar vinculado a la operación de la banda de narcotraficantes Los Perrones en el oriente de la república.

Uno de los informes de inteligencia indica, de hecho, que Chávez Abarca tenía el plan de asistir al acto que realizó el partido FMLN en el Estadio Cuscatlán el primero de junio de este años tras la toma de posesión del presidente Mauricio Funes con el fin de obtener datos de contrainteligencia para los terroristas cubano-americanos y sus socios locales.

Chávez Abarca fue capturado en 2010 en Venezuela, de donde fue deportado a Cuba. En diciembre de ese año fue condenado a 30 años de prisión por actos de terrorismo. En 2013, según dos fuentes de la seguridad de Estado cubano, Chávez recibió visitas de representantes diplomáticos salvadoreños quienes se interesaron por su salud. En San Salvador, Cancillería confirmó las visitas de ese año.

En una confesión que hizo ante agentes de la seguridad del Estado cubano, Chávez Abarca señaló a Ramón Sanfeliú hijo, entonces miembro del partido político salvadoreño Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), como su principal contacto con Luis Posada Carriles, el principal operador de la red terrorista.

“¿El Panzón? Él iba a Guatemala en aquellos días (94-97). Llegó en segunda tanda, cuando la gente de Posada descubrió que había mercenarios por ahí que podían salirle más baratos”, asegura Pericles, uno de los agentes cubanos (Pericles es un seudónimo que se utiliza en este texto para honrar el trato hecho con estas fuentes cubanas de resguardar su identidad). Cuando él logró infiltrar en Guatemala una de las células anticastristas organizadas a principios de los 90 por Luis Posada Carriles, el precio por entrar a Cuba y colocar explosivos era de hasta $20,000. A los salvadoreños les ofrecían $1,500.

Foto de expediente policial salvadoreño de Francisco Chávez Abarca.

Foto de expediente policial salvadoreño de Francisco Chávez Abarca.

Hay, en los recientes informes de El Salvador, otro dato que da cuenta del posible resurgimiento de las células anticastristas en Centroamérica: una reunión realizada en San Salvador el 30 de mayo de este año, en la víspera de la toma de posesión del nuevo gobierno encabezado por Funes. Ahí, según estas fuentes, participaron dos de los cubano-americanos que entregaron dinero y órdenes a las células de Guatemala –en la que estuvo el agente Pericles– y a la de Chávez Abarca, además de un guatemalteco que estuvo también preso en Cuba por otros intentos de atentados dinamiteros, estos de 1998.

“Guillermo Novo Sampoll. Gaspar Jiménez Escobedo. Francisco Chávez Abarca. Jazid Iván Fernández. Algunos de estos sujetos participaron en esa reunión previa al 1º. de junio”, dice el informe. El primero estuvo preso en Panamá junto a Posada Carriles por intentar un atentado contra el presidente cubano Fidel Castro durante la Cumbre Iberoamericana de 2000. El segundo fue identificado por un agente de la seguridad cubana infiltrado en las células como el responsable de entregarle explosivo C-4 para intentar un atentado dinamitero en Cuba a finales de 1994. El cuarto es el guatemalteco que estuvo preso en La Habana.

“Las células están activas”. Eso han dicho los agentes cubanos en la terraza de Miramar. Las mismas células de las que, hace doce años, formó parte otro salvadoreño, Raúl Ernesto Cruz León.

***

El hombre busca en los alrededores del malecón habanero algún rincón para deshacerse de la carga que le viene pesando desde que terminó sus asuntos de este día agitado. Pasan de las cuatro de la tarde del 4 de septiembre de 1997. El hombre opta, primero, por tirar algunas cosas a las aguas tranquilas que lamen los muros en esa parte de La Habana Vieja. Primero un reloj modificado, inservible ya. Luego, frente a una lancha atracada en el Castillo de la Real Fuerza, deja caer unas cajas vacías, pequeñas, que alguna vez albergaron calculadoras de escritorio.

Valla instalada frente a la sección de intereses de Estados Unidos en La Habana en 2006, un año antes del décimo aniversario de los atentados dinamiteros. El rostro del centro es el de Posada Carriles. Foto de Sputnik, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

Valla instalada frente a la sección de intereses de Estados Unidos en La Habana en 2006, un año antes del décimo aniversario de los atentados dinamiteros. El rostro del centro es el de Posada Carriles. Foto de Sputnik, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

Entra al castillo y da un par de vueltas antes de tirar en una fosa los últimos pertrechos, un voltímetro, una bolsa de baterías, una calculadora. Poco antes de la cinco, el hombre se retira a su hotel con la esperanza de descansar. El hombre, Raúl Cruz León, salvadoreño, acaba de terminar una jornada durante la que activó cuatro aparatos explosivos en igual número de establecimientos turísticos de La Habana. El jefe de su célula, el compatriota que lo había contratado meses atrás para los trabajos, le había prometido 60,000 colones (unos 6,870 dólares) por todo el paquete, pero solo le dio 500 dólares para gastos el 31 de agosto de 1997, día en que lo fue a dejar al aeropuerto internacional en Comalapa.

Al final de ese 4 de septiembre, Raúl Cruz León no puede descansar tras el paseo postrero por el malecón. Media hora después de regresar al hotel en que se hospeda desde hace cuatro noches, el Plaza, un grupo de agentes de la seguridad del estado cubano lo arresta por actos de terrorismo.

Poco más de un año después, tras un escándalo internacional que terminaría enfrentando públicamente a los gobiernos de Fidel Castro y del salvadoreño Armando Calderón Sol, Cruz León ahondará en sus motivos frente al agente cubano Francisco Estrada Portales. A las 10:00 a.m. del 6 de febrero de 1998, el salvadoreño revelará en la sede habanera del órgano de instrucción de la Dirección de Seguridad del Estado situado en San Miguel, entre Anita y Goicuría Sevillano, los entresijos de la red centroamericana comandada por Luis Posada Carriles y dirigida, en uno de sus capítulos, por Francisco “El Panzón” Chávez Abarca, un veterano robacarros que, según información reciente de grupos salvadoreños de inteligencia, ha regresado al país tras una larga estancia en Honduras, donde se refugió luego de salir de una cárcel salvadoreña.

“(Cruz León) expresa que su intención fue hacer bulla y destrozos, pero no víctimas humanas. Ciertamente esto se fue de su control y puso en peligro la vida de varias personas en diversos lugares. Conoció después de su detención de la muerte del ciudadano italiano (Fabio DiCelmo) en el hotel ‘Copacabana’ como consecuencia de la explosión y de heridas causadas a otras personas como resultado también de sus acciones. Reiteró que esa no era su intención y actualmente ha comprendido que fue manipulado por Chávez Abarca, quien lo reclutó, lo entrenó y le dio los medios para cometer estas actividades terroristas, presumiendo que tras este se encuentran otras personas a quienes el declarante no conoce y que están en contra de Cuba”, dice aquella declaración, conocida parcialmente hace una década a propósito del juicio que se siguió en Cuba a Cruz León.

***

Cruz León ya había hecho bulla antes, el 12 de julio de 1997. Estela Rivas, guía turística de 63 años, la recuerda muy bien doce años después en las elegantes terrazas del hotel Nacional de La Habana, el segundo en el que el salvadoreño puso una bomba. Estela recuerda el humo y la confusión. Sobre todo el humo. Y, al recordar, da gracias otra vez por lo que no llegó a pasar en los pasillos de este elegante hotel en el que alguna vez, en los años 1950, se reunió la mafia neoyorquina bajo los auspicios de Lucky Luciano y con Frank Sinatra como atracción permanente durante todo un mes.

Raúl Cruz León y Otto Rodríguez Llerena, salvadoreños condenados en Cuba por atentados dinamiteros en La Habana en 1997. Foto tomada de Cubadebate.cu

Raúl Cruz León y Otto Rodríguez Llerena, salvadoreños condenados en Cuba por atentados dinamiteros en La Habana en 1997. Foto tomada de Cubadebate.cu

Vídeo elaborado por el Estado cubano con confesiones de Raúl Cruz León.

“Yo estaba lejos. No tan cerca de donde explotó la bomba. Ya había oído una bomba, porque ya sabíamos lo que había pasado en el Capri –otro hotel situado a 100 metros del Nacional, en pleno barrio habanero del Vedado, donde Cruz León había activado otro artefacto minutos antes–. Oí primero y luego volví a ver. Vi el humo. Después supe que el salvadoreño había puesto la bomba cerca de unas cabinas de teléfono que ya no están, y que un huésped estuvo a punto de entrar pero no entró…” Así lo recuerda Estela. Con vehemencia. Y lo cuenta igual frente a un turista mexicano a quien ha pedido un poco de tiempo para recordar y contar antes de llevarlo a los jardines del Nacional para explicar otra historia, la de como, desde ahí, Cuba montó baterías tierra-mar durante la crisis de los misiles en 1962.

La mente de Estela viene y va de 1997 a 2009. Además del humo recuerda las certezas que tuvo después de la confusión, detalles que aún ahora, dice, la hacen pararse helada en algunas ocasiones cuando pasa frente a los teléfonos que ya no están. Recuerda, por ejemplo, la historia que contaron luego algunos taxistas del Nacional, que terminaría convirtiéndose en una especie de leyenda urbana habanera: poco después de la segunda explosión un hombre vestido de negro se subió en una motocicleta y huyó del lugar. La realidad es, en este caso, menos cinematográfica, o al menos lo es la parca declaración que Cruz León dio en 1998.

“Aproximadamente a las diez de la mañana salió del hotel portando en su hombro la mochila con los explosivos, colocando inicialmente el artefacto del hotel ‘Capri’ y cinco minutos aproximadamente después realizó la misma acción en el hotel ‘Nacional’ una vez consumados estos hechos terroristas  permaneció en Cuba, dedicándose a las actividades normales de un turista extranjero…”, dice el informe de la entrevista levantado por el agente Estrada Portales y firmada por el salvadoreño.

Estela también recuerda otro dato que circuló por La Habana los días posteriores a esos atentados. Una historia espeluznante que tampoco llegó a ser. Cuando Raúl Cruz León puso la primera carga en el Capri estuvo a punto de provocar una tragedia que pudo haberse cifrado en decenas de cadáveres de niños. Junto al hotel hay un sitio de fiestas infantiles, el Salón Rojo, en el que se había suspendido una reunión programada para aquel día. “¿Sabes tú lo que hubiera sido aquello si esos niños estaban ahí?”. La única respuesta que recibe Estela es el silencio de quienes la escuchan.

La ausencia de muertes fue, al decir de uno de los supuestos financistas de aquellos atentados, un mal asunto.

“Si se utiliza una bomba será puesta sin tomar en consideración el hecho de que pueda segar vidas humanas. Como se le teme a los terroristas árabes por sus actividades y reciben reconocimiento, mientras que los grupos anticastro, por el tipo de detonaciones hechas en el pasado sin pérdida de vidas y daños pequeños han recibido poco reconocimiento de la prensa”. Así lo dijo Guillermo Novo Sampoll al FBI estadounidense durante un interrogatorio realizado entre el 24 y el 25 de 1975, copia del cual consta en el expediente judicial panameño seguido contra él y Posada Carriles, entre otros, en 2002. Así lo dijo Novo Sampoll, el mismo que según grupos de inteligencia salvadoreña pudo haber estado aquí el mayo pasado. No bastaba, pues, con la bulla.

La muerte que extrañaba Novo Sampoll ocurriría dos meses después, durante la segunda incursión de Cruz León a La Habana. Estela lo recuerda así: “Me lo contó una amiga que trabajaba de guía en el Copacabana; ella alcanzó a ver los estertores del muchacho italiano”. La escena que esa mujer vio fue la muerte de Fabio DiCelmo, el turista que murió decapitado por los pedazos de vidrio que saltaron tras la explosión del artefacto que el salvadoreño colocó el 4 de septiembre de 1997.

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El agente Fraile, infiltrado en los círculos anticastristas de Miami desde 1993, supo que el plan cubanoamericano de introducir artefactos en instalaciones hoteleras de La Habana había funcionado cuando oyó que la inteligencia de Fidel Castro había desactivado una carga explosiva en el piso 15 del hotel Meliá Cohiba el 30 de abril de 1997.

“Supe entonces que era un centroamericano, que había viajado San Salvador vía San José. Con ese viaje los de Miami se dan cuenta que el circuito funciona”, dice Fraile, un hombre curtido tras muchos años de utilizar una identidad falsa en el seno de las organizaciones anticastristas cubanoamericanas, a quien la inteligencia de Fidel Castro decidió descubrir en 1998 ante el periódico New York Times para revelar todos los datos sobre la operación de Posada Carriles en Centroamérica y Cuba.

Aquel centroamericano que llegó a La Habana vía San José era Francisco Chávez Abarca, salvadoreño. Había sido reclutado en Guatemala, dice Fraile, directamente por Posada Carriles.

El salvadoreño introdujo a Cuba 400 gramos de C-4, según indica el informe confidencial que La Habana hizo llegar a las administraciones salvadoreñas de Armando Calderón y Francisco Flores del que poco se ha sabido hasta ahora. En ese documento, del que el autor tiene copia, se detalla que Luis Posada Carriles entregó a Chávez Abarca $1000 en un restaurante ubicado en la 23 calle oriente de San Salvador como pago por colocar el explosivo, que el cubano compró un boleto hacia La Habana vía San José en una agencia de viajes del centro comercial Galerías y que Posada utilizó, en todas estas operaciones realizadas en el 97, el seudónimo de Ignacio Medina, el cual había adoptado en El Salvador en 1986 tras finalizar su participación en el operativo Irán-Contras.

También enumera ese documento la lista de posibles socios salvadoreños de Posada, los mismos mencionados en El Salvador en 1997, tras los atentados habaneros: el ex ministro del Interior, Mario Acosta Oertel; el ex viceministro de Seguridad, Hugo Barrera; el ex director de la Policía, Mauricio Sandoval; el dueño de talleres Moldtrock, Ramón Sanfeliú; y, una novedad, Julio Villatoro Monteagudo, ex socio de Sandoval preso en Miami por estafa a través de la casa corredora de bolsa OBC. La lista también consta en el expediente migratorio que la justicia estadounidense ha abierto contra Posada en El Paso, Texas.

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Cuando Fraile supo por sus compañeros de la inteligencia cubana sobre el modus operandi de Chávez Abarca, reconoció el sello de Posada Carriles. El veterano terrorista había enseñado de viva voz al agente infiltrado en Miami, tres años antes, cómo preparar explosivos y cómo introducirlos a Cuba. Fraile recuerda perfectamente aquel encuentro en un hotel lujoso de ciudad Guatemala y a sus protagonistas: un hombre gordo, a quien su contacto en Miami identificó solo como Pumarejo, y otro hombre delgado, nariz aguileña y taciturno. Ambos le dieron 900 gramos de C-4 con la instrucción de hacerlos explotar en el hotel Tropicana.

Fue un encuentro más bien breve, marcado por significativos silencios e indicaciones precisas.

“Tal como habíamos acordado, Pumarejo y su anónimo acompañante me visitaron a las ocho y cuarenta y de la noche del día 23 de noviembre de 1994. Pumarejo traía consigo una bolsa plástica… al abrirla, en mi presencia, extrajo dos frascos plásticos, uno de shampoo y otro de acondicionador de cabello. La bolsa plástica guardaba un estuche con seis plumones y un paquete de baterías AAA. No demoré una hora en aprender a armar la bomba y detonarla. Esta vez la explicación me la dio el acompañante de Pumarejo”, escribe Percy Alvarado Godoy –el nombre real de Fraile– en un libro testimonial.

Entonces Fraile no lo sabía. Se lo confirmaron después sus colegas cubanos: además de Posada, el hombre alto y taciturno, el agente había tenido delante de sí a Gaspar Jiménez Escobedo, otro de los anticastristas a los que el informe de la inteligencia salvadoreña ubica en San Salvador en la víspera de la toma de posesión del presidente Mauricio Funes.

Desde su casa de La Habana, Fraile-Percy vuelve a su libro antes de empezar a hablar de aquellos días en que, guiado por la inteligencia de Fidel Castro, logró infiltrar a la organización Alfa 66, para entonces, según su versión, un brazo armado del anticastrismo miamense, enfrascado desde 1993 en atacar objetivos turísticos en la isla. Mientras Fraile se dedicaba desde su apartamento en Miami a ganar la confianza de los cubano-americanos, informaba a la isla de las actividades de sabotaje que se planificaban en suelo estadounidense. La prueba de iniciación llegó en el 94, cuando Posada Carriles, Jiménez Escobedo y los contactos en Estados Unidos le insistieron en la operación del Tropicana.

Fraile pidió instrucciones a La Habana. La decisión la tomó el mismísimo Fidel Castro: las bombas no explotan y Fraile sigue infiltrado. Tras ingresar a La Habana con el explosivo, reportarlo a sus interlocutores en la inteligencia cubana y recibir instrucciones de los altos mandos, el agente clandestino se comunicó con Miami para, apelando a un accidente de salud, justificar la falla en el operativo del Tropicana. Los cubano-americanos se tragaron la historia y permitieron el regreso de Fraile.

“Supe que me había ganado su confianza cuando me dan un celular de Santos Armando Martínez Rueda –un agente anticastrista infiltrado desde la Florida a Cuba con 1.38 kilogramos de C-4, quien fue detenido en el aeropuerto José Martí de La Habana en marzo de 1995–. Si ellos hubiesen sospechado de mí no me hubiesen dejado seguir”, relata el agente cubano.

El libro de memorias al que Fraile ha acudido al iniciar el relato, queda visto durante la charla, no resulta necesario. El otrora agente clandestino recuerda todos los nombres. De memoria. Uno de los que más se repite en el relato es el de Arnaldo Monzón Plascencia, un cubano americano mencionado en un caso de investigación federal en Nueva Jersey, Estados Unidos, como posible financista de las operaciones dinamiteras de 1997.

Con el tiempo, el agente cubano llegó hasta los círculos más influyentes del anticastrismo. Fue el mismo Monzón Plascencia quien en 1994 pidió mantener el plan de explotar una bomba en el hotel Tropicana. “Fue contactado por Monzón, quien le insistió en la acción y le prometió que le entregaría $20,000”, dice el informe de la inteligencia castrista que recibieron entre 1995 y 2000 dos gobiernos salvadoreños. Ese documento también ubica a Monzón Plascencia como financista de la acción perpetrada por el agente anticastrista Martínez Rueda, con cuyo teléfono celular terminó Fraile.

Tras unas tres horas de plática, Percy Alvarado Godoy, el agente Fraile, ha repasado de un tirón sus días como infiltrado y ha echado luz sobre algunas conexiones del anticastrismo de Miami con la operación Posada Carriles en Centroamérica. El colofón de su historia como encubierto viene marcada por las revelaciones hechas a The New York Times –las cuales nunca fueron publicadas– y por la orden previa de abandonar Miami tras los atentados perpetrados por el salvadoreño Cruz León. “Murió un italiano, olvidate de esa operación”, resume el agente la indicación que llegó desde La Habana.

Percy-Fraile espera hasta el final de la conversación para certificar lo que ya había dicho el agente Pericles, otro infiltrado. “Las células están intactas. Esa fue la misión de Posada, crear esas estructuras en Centroamérica. Lo hizo en Honduras, en Guatemala, en El Salvador”.

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El nombre de Arnaldo Monzón Plascencia, recurrente en el relato de Fraile, adquiriría nuevos bríos casi una década después de las operaciones de las células sembradas por el anticastrimo en Centroamérica durante los 90. En 2005, el nombre reaparecería en el caso abierto por un gran jurado federal de Nueva Jersey para averiguar la posible participación de cubano-americanos residentes en ese estado en el financiamiento de actividades terroristas. Es en ese proceso que consta una llamada hecha desde El Salvador en la que Luis Posada Carriles pide dinero para financiar los atentados de 1997. Ahí consta, además, la acusación de que Posada organizó desde Guatemala, con dinero de Monzón, una operación para atentar contra Fidel Castro en 1998.

No es el único caso en el que Posada Carriles aparece perfilado por cortes estadounidense. Está, además de un recurso de extradición solicitada por Venezuela por la voladura de un avión de Cubana de Aviación en 1976, cuya organización también se atribuye al terrorista, el juicio migratorio contra el anticastrista en El Paso, Texas. En ese proceso, calificado de farsa por La Habana, la agencia estadounidense de migración y aduanas (ICE, en inglés) califica por primera vez a Posada como “un peligro para la comunidad” y le atribuye responsabilidad en los atentados del 97, los cuales, recoge un oficio remitido por el ICE al propio Posada, se organizaron en parte desde El Salvador con la protección de autoridades locales.

“Fuentes abiertas de información y sus propias declaraciones lo vinculan con la planificación y coordinación de atentados dinamiteros contra una serie de hoteles y restaurantes que ocurrieron en Cuba durante un periodo de varios meses en 1997”, dice el documento del ICE. Y agrega: “Usted ha reconocido que ha asumido diferentes identidades a lo largo de su vida y que ha utilizado pasaportes y otros documentos de identidad de diversos países para moverse libremente por Centroamérica”. Luego, una revelación sobre los años en que Posada Carriles estuvo en El Salvador; no fue hasta 1998, cuando se supone organizó la acción en Dominicana; ni hasta 2000, cuando ingresó a Panamá con pasaporte salvadoreño para, según la justicia canalera, preparar otro atentado contra Castro; según lo reconoce el mismo Posada al ICE, sus movimientos en territorio salvadoreño  fueron mucho más allá. “Usted ha indicado que desde 1985 hasta 2005 vivió en Centroamérica, principalmente en El Salvador”.

Eventualmente, la deportación de Posada Carriles sería negada por el trigunal tejano. Hoy, el terrorista vive libre en Miami.

***

Hay buen movimiento en la piscina del hotel Copacabana. Corre el 28 de julio de 2009. Casi doce años han pasado desde que Raúl Cruz León puso la bomba en este lugar, a pocos metros de esta piscina. Después de eso, el hotel permaneció cerrado tres años. Hoy luce en todo su esplendor de nuevo.

Interiores del restaurante La bodeguita del medio en La Habana, uno de los lugares donde el salvadoreño Raúl Cruz León colocó bombas en 1997. Foto de Dani Figueriedo, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

Interiores del restaurante La bodeguita del medio en La Habana, uno de los lugares donde el salvadoreño Raúl Cruz León colocó bombas en 1997. Foto de Dani Figueriedo, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

A pocos metros del bar que escolta al complejo turístico, el Caribe se despliega tranquilo y la costa serpentea hasta el lejano malecón habanero. Una menuda mulata acompaña a un turista de vientre abultado; baila los ritmos reguetoneros que inundan el ambiente desde la barra. Dentro de la piscina, dos muchachos con pinta de Daddy Yankee disfrutan cerveza y sol. Son las 6:30 y ese sol no piensa en ponerse. Adentro, en el lobby del hotel, a pocos metros de la puerta que separa las piscinas del bar interior, está, esculpido en bronce, el busto del muchacho italiano, el que murió aquí. Es, parece, el único recuerdo de 1997 en esta tarde de verano.

Muy lejos del hotel, cerca de otros lugares en que Cruz León dejó sus bultos de C-4, Haymeel Espinoza Gómez recuerda aquel septiembre, cuando las detonaciones perturbaron el barrio de Miramar. Recuerda, sobre todo, la reacción de la gente. “Ya en la tarde, cuando habían explotado todas las bombas que puso el salvadoreño, la gente que vivía a pocas cuadras del Copacabana había salido a la calle a buscar al responsable. Gracias a Dios que lo agarró la seguridad, porque si el pueblo lo encuentra se lo come”, cuenta Haymeel, ella misma víctima de Luis Posada Carriles: es hija de Miguel Espinosa Cabrera, el copiloto del avión de Cubana derribado, según informes desclasificados de la CIA estadounidense, por la organización del terrorista cubano-americano.

Foto principal de Angelo Domini, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

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