La resaca de la Operación Jaque

El Salvador tardó casi tres años en seguir, al menos mediáticamente, el sendero que Estados Unidos tomó para perseguir a la Mara Salvatrucha. En octubre de 2012, en plena tregua entre el gobierno salvadoreño y las principales pandillas, el Departamento del Tesoro determinó que la forma de combatir a la MS era apuntar al bolsillo. La designación de la MS como Organización Criminal Trasnacional, un mote que sirvió para elevarla a la crema de las mafias mundiales, servía, en la práctica, para cortar de tajo cualquier posibilidad de negocios de los pandilleros –o sus testaferros- en Estados Unidos.

En papel, y en boca de los funcionarios de seguridad y fiscalía, la denominada “Operación Jaque” tiene el mismo objetivo que la designación estadounidense: golpear las finanzas de la MS. Iniciada en 2015, una parte de esa investigación culminó la semana pasada con múltiples arrestos, incautación de dinero, allanamientos de negocios y la presentación en sociedad del supuesto “cerebro financiero” de la peligrosa pandilla.

Esta es la primera vez, algo reconocido por las mismas autoridades, que el Estado decide atacar a las pandillas a través de sus negocios, una estrategia distinta –aunque no antepuesta- a la guerra frontal iniciada por el gobierno del presidente Sánchez Cerén después de romper con el acuerdo pactado por su antecesor. Aunque pueda parecer una obviedad, se sabe que el pago de extorsiones, principal financiamiento de las pandillas, significa miles de dólares para las grandes y pequeñas empresas y comercios informales, la policía y fiscalía nunca habían tomado esa pista.

Y no ha sido poca cosa. De cara al público, y muy a pesar de la lógica publicitaria tras las capturas, la Operación Jaque ha significado el reconocimiento implícito desde el Estado de que la MS se ha convertido en un emporio criminal, con dominio territorial, con sus narices en negocios lícitos, y lejos del control de las autoridades. Y, no menos importante, que parte de su crecimiento fue en buena medida fraguado desde la tregua descubierta en marzo de 2012. Reconocer que el gobierno anterior, donde Sánchez Cerén sirvió como vicepresidente, aportó en el crecimiento de un monstruo es duro para cualquier administración, y poco probable escucharlo en público de la boca de los funcionarios de seguridad.

Presentada con bombo y platillo, la operación sirvió, además, para mostrar que la relación entre fiscalía y gobierno central, deteriorada por el exceso de protagonismo –y agenda diferente- del anterior fiscal, ahora parece ser óptima. Parece. La conferencia de prensa que coronó la operación, presidida por el fiscal Meléndez, el ministro Ramírez Landaverde y el director policial Cotto, estuvo cargada de mensajes que deben leerse entre líneas. No fue casualidad la insistencia del fiscal y del director policial de hablar, probablemente por primera vez en un tono casi paternal, a las bases de las pandillas. Después de asegurar que habían desmontado millonarios negocios, las autoridades se esforzaron en decirles –o sugerirles- a los pandilleros rasos que esas empresas de sus líderes no eran para todos, que la horizontalidad pregonada por las pandillas era una falacia y que ellos, los pandilleros de abajo, han sido unos tontos útiles. A falta de pruebas que sustenten el golpe a las finanzas de la MS, o las afirmaciones que se han comenzado a filtrar desde el proceso judicial sobre los supuestos pagos millonarios hechos durante la tregua –algo que, sin una comprobación sensata, se antoja difícil de creer-, el mensaje a las bases de las pandillas se yergue como el principal aditivo en la estrategia gubernamental contra las pandillas. Intentar dividirlas es, quizás, uno de los dos principales mensajes.

El segundo, sin embargo, es también importante por las potenciales implicaciones futuras. Durante esa misma conferencia, y en los días posteriores, a través de otros funcionarios públicos, las autoridades de seguridad machacaron con que varios de los pandilleros detenidos se reunieron con columnistas y periodistas que supuestamente escriben a favor de las pandillas.  El mensaje no incluyó nombres, hechos particulares ni posibles delitos cometidos: fue solo eso, un mensaje; casi un anuncio de intenciones. Algo que no debe tomarse a la ligera si se recuerda que el gobierno no ha encajado particularmente bien las publicaciones periodísticas que han documentados abusos y arbitrariedades policiales y del ejército en su guerra contra las pandillas.

A esto se suma la detención de un pandillero retirado, que desde hace años trabaja en una ONG –y que recibe cooperación del Reino Unido, acusado de “atentar contra el Estado”. Pero no de la forma convencional. Más allá de la acusación formal por terrorismo y conspiración para homicidio, presentada esta semana en tribunales, la Fiscalía lo señala de usar organizaciones fachada de derechos humanos para desgastar al Estado. Dany Romero, el pandillero retirado, dice haber documentado más de 100 casos de presuntas ejecuciones ligadas a la policía, una investigación conocida por académicos y organismos de derechos humanos salvadoreños e internacionales. La Fiscalía, que incautó toda la documentación de esos casos durante un allanamiento, ya ha adelantado que no investigará las supuestas ejecuciones denunciadas.

Por lo anterior cabe preguntarse si la Operación Jaque es solo una investigación dirigida a las finanzas de una de las principales pandillas de El Salvador. En particular, cuando el Estado ha puesto especial interés en crear una narrativa oficial que valide como única la forma en que se combate a las pandillas, una estrategia que, por cierto, reacciona con alergia si se le expone a la lupa. Sin un monto cuantificado de lo que manejaba la pandilla–las autoridades no fueron capaces de precisarlo-, y sin una pista clara que dé credibilidad a los supuestos pagos millonarios durante la tregua, la duda seguirá presente.

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