La primaria que despertó al racismo

Es muy probable que el próximo martes 7 de junio todo quede escrito. Ese día van a primarias los estados de California, Nueva Jersey, Dakota del Sur, Dakota del Norte, Montana y Nuevo México. Encuestas recientes indican que Bernie Sanders puede ganar buena parte de los 546 delegados que reparte California. Aun así, sería muy difícil que el senador por Vermont le arrebate la nominación a Hillary Clinton, a quien, de acuerdo a cálculos del Washington Post, le bastaría con ganar Nueva Jersey, donde es amplia favorita, para afianzarse como candidata demócrata.


Todo indica que Estados Unidos y el mundo amanecerán el 8 de junio con la certeza plena de que la ex primera dama y ex secretaria de Estado, máxima exponente del status quo del partido demócrata, competirá contra el magnate inmobiliario Donald J. Trump por suceder a Barack Obama en el despacho oval de la Casa Blanca.

Fue una campaña larga de primarias que ha dejado a Clinton debilitada entre los votantes más progresistas de su partido; expuesta entre los más jóvenes y los nuevos electores, quienes prefirieron por mayoría a Sanders, un septuagenario que hizo suyos estandartes de la izquierda estadounidense como la seguridad social universal, el acceso gratuito a estudios superiores, la legalización de los migrantes indocumentados y el repudio a los tratados de libre comercio.

Dicen los analistas que si Clinton pierde en California llegará muy debilitada a la contienda contra Trump, algo que ya encendió las alarmas en el partido demócrata.

En el lado republicano, Trump es ya, de facto, el nominado. Al menos si se atiende a lo que manda el voto popular en las primarias, que fue despachando uno a uno a los contendientes del billonario, desde Jeb Bush, supuesto favorito del partido, hasta Ted Cruz, el insurgente hijo de la derecha cristiana más conservadora del mapa político estadounidense.

Durante un rato, el partido republicano, temeroso de un candidato que ha hecho cosas inéditas aun para la derecha más retrógrada de este país, trató de desvirtuar la nominación del magnate neoyorquino, ya sea reuniendo esfuerzos tras nombres que nunca despegaron, como el del senador de Florida Marco Rubio, o gritando a los cuatro vientos lo despreciable que es Trump, como lo hizo el ex candidato presidencial Mitt Romney. Todavía hoy hay figuras respetadas del partido, como el jefe de la bancada republicana en el cámara baja, Paul Ryan, que se niegan a apoyar abiertamente la candidatura.

Pero nada les funcionó. Trump es, por derecho propio, el virtual nominado.

Donald J. Trump. Foto de Gadge Skidmore, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

Donald J. Trump. Foto de Gadge Skidmore, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

Ha sido un camino largo, en el que la política estadounidense ha dejado lo peor de sí en el terreno, en forma de insultos, desprecio a las minorías, arrebatos de arrogancia nacional, desenfrenados ejercicios de populismo, incluso irrespeto a las leyes y desbalances en la cobertura de los medios de comunicación, grandes y pequeños, que hicieron de todo esto un espectáculo en el que siempre la sustancia fue menos importante que, por ejemplo, las decenas de horas-aire dedicadas a los improperios de Trump contra una presentadora de televisión o el juez que lleva un caso por estafa contra una de sus universidades que la sustancia.

La mayoría de los momentos más bajos de este show son atribuibles a Trump, pero también hay episodios feos en el lado demócrata. En esa lista hay asuntos tan cacareados y reprobables como la vez en que Trump llamó “violadores” y “ladrones” a los mexicanos, o la multitud de ocasiones en que el magnate hizo comentarios misóginos, incluso sobre su hija, o la inefable frescura con que dijo que él mismo era su principal consejero en asuntos de política exterior.

Ver a Trump fue cansino, asqueante. No solo por entender que su candidatura no fue, al final, una anomalía, sino el resultado de décadas en que la política y la sociedad estadounidenses intentaron –sin éxito, según vemos hoy– esconder bajo la alfombra dos hechos históricos inherentes a la cotidianidad de este país: la desigualdad social y el racismo.

Con estridencia a veces, y sin nunca separarse de un guion que visto ahora no puede tildarse de errático, las fuerzas alineadas en torno a Trump –una mezcla de defensores acérrimos del capitalismo mercantil más irreverente y de anglosajones nativistas– se dieron a la tarea de otorgar corrección política a asuntos que parecían al menos encaminados al destierro del imaginario político en esta país, como el bulo racista de culpar a los migrantes y, en general, a las personas de color o descendientes de extranjeros del declive estrepitoso de la clase media estadounidense, orgullo nacional hasta la crisis del 2008.

Antes de Trump, la retórica antinmigrante existía, claro que sí, pero sus exponentes más radicales solían ser minoría; hoy son parte del mainstream. Gracias a Donald Trump.

En la acera demócrata de la política, la candidatura de Hillary Clinton revivió los viejos fantasmas de la corrupción y los tratos bajo la mesa que muchos atribuyeron a la ex primera dama y a su esposo, como el añejo caso Whitewater, una investigación por tráfico de influencias que llegó a tocar tangencialmente a la pareja –aunque nunca produjo cargos contra alguno de los dos–. O el más reciente caso de los servidores privados que Clinton usó cuando fue secretaria de Estado para enviar y recibir e-mail de carácter oficial.

Hillary Clinton en New Hampshire. Foto de Marc Nozell, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

Hillary Clinton en New Hampshire. Foto de Marc Nozell, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

El caso de los e-mails, que los enemigos republicanos de la candidata han dibujado como el ejemplo máximo de falta de transparencia, no es tan complicado: al usar un servidor privado, la ex secretaria de Estado estaba violando leyes relacionadas con el uso y desclasificación de información pública de acuerdo a una investigación bastante avanzada del FBI. Al final, sin embargo, este caso, como el de Whitewater y otros, han dejado una estela de opacidad en torno a la figura de Clinton. Y eso ya está reflejado en media docena de encuestas según las que uno de los principales defectos de la aspirante es, precisamente, que no es una persona confiable.

En realidad, Trump, que no ha dudado en llamar a su principal contendiente demócrata “Crooked Hillary” (que podría traducirse como Hillary tramposa), también ha sido señalado por torcer la ley en varios tratos de bienes raíces. Ambos, dijo hace poco The New York Times, son candidatos que generan repudio en importantes porciones del electorado.

Y así ha ido la primaria, de una cloaca a otra, hasta llegar a la más apestosa de todas, esa en que los coletazos de la crisis financiera de 2008, convertida en mayores niveles de desigualdad, volvió a exponer los monstruos del racismo y la marginalización.

“Hillary no ha virado a la izquierda”

Como parte de la cobertura que Factum está haciendo del ciclo electoral en Estados Unidos estamos sosteniendo entrevistas a analistas y académicos sobre los resultados de las primarias. Aquí extractos de una conversación con el profesor Eric Hershberg, politólogo y director del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University, en Washington, DC.

Eric Hershberg, Director del Centro de Estudios Latinoamericanos.

Eric Hershberg, Director del Centro de Estudios Latinoamericanos.

 Es casi un hecho. Donald J. Trump, candidato improbable hace un año, es casi el nominado por el partido republicano. De acuerdo a algunos analistas, Trump incluso traerá nuevos votantes al partido. ¿Cuál es el costo de esta nominación? ¿Un partido más conservador?

La nominación de Trump parece ya inevitable, y el liderazgo del partido parece haber fallado en su afán por descarrilar esa candidatura. Hay muy poca evidencia de que vaya a llevar nuevos votantes al partido, y el gran riesgo que corren los republicanos es que algunos de sus votantes tradicionales se abstengan, opten por un candidato independiente o alternativo si es que lo hay o incluso opten por Hillary.

¿Cree que las voces anti-Trump tengan futuro en el partido republicano?

Sí. Hay un bloque que apoya la línea cristiana-evangélica más conservadora, que tiene nexos con el “Tea Party”, que hubiese preferido una candidatura de Ted Cruz y sin duda la apoyará en el futuro. Luego están los Bush, Rubio, Kasich, Ryan del caso, que no van a desaparecer. Si Trump pierde de forma estrepitosa, nombres como estos retomarán el control, pero les será sumamente difícil, ya que hay una porción importante del electorado que no está dispuesto a retornar al liderazgo republicano tradicional.

En el lado demócrata, ¿Viró Hillary a la izquierda? ¿Qué hará para ganar la credibilidad perdida entre importantes bloques de votantes demócratas?

No lo hizo. Va a ganar alguna credibilidad cuando Obama empiece a hacer campaña por ella en forma agresiva, pero si, como parece probable, ella gana por amplios márgenes, eso reflejará más el repudio a Trump que entusiasmo por su candidatura.

¿Cambió Sanders la plataforma del partido?

Tal vez tangencialmente, pero las plataformas no son más que piezas de papel. El área en que creo que él le ha forzado el brazo a Hillary es en el comercio, y específicamente en al acuerdo transpacífico.

 

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