La metáfora de Birdman

Hay mucho de lenguaje poético en esta película de Alejandro González Iñárritu. Hay mucho de metáfora sobre las desgracias y mezquindades que habitan los cuartos más oscuros del alma, pero también de las redenciones, los pequeños triunfos, que hacen soportable la inmensa levedad del ser de la que hablaba el checo Milán Kundera. Así debe entenderse el Birdman del director mexicano en principio: como un poemario habitado en lo individual por personajes a través de los cuales el cineasta nos cuenta sobre esas mezquindades y redenciones, y en lo colectivo por la siempre desafiante paleta de Emanuel Lubeski, el director de fotografía.

 Mucho se habla del estilo visual, exquisito le dicen algunos críticos angloparlantes, que los mexicanos González Iñárritu y Alfonso Cuarón han traído a Hollywood en la última década. Son, estos dos, directores diferentes, dueño cada uno de una estética propia, depurada y efectiva; más honesta consigo misma la de Iñárritu, más condescendiente la de Cuarón si me preguntan. Pero han tenido, estos dos, algo en común: a Lubeski, uno de los magos más imponentes de la fotografía cinematográfica actual.

Y, para el caso que nos toca, el de Birdman, me parece que la idea de González Iñárritu, la de contar su metáfora sobre la redención, no hubiese sido completa sin la cámara, los encuadres y la paleta de colores de Lubeski.

Esta película cuenta la historia de Riggan Thomson, un actor venido a menos, famoso en su día por actuar en una trilogía sobre el hombre pájaro que rompió la taquilla, y que, hoy, en el ocaso de su carrera, quiere mostrarle al mundo su valía en las tablas como director, adaptador y protagonista de What we talk about when we talk about love (De qué hablamos cuando hablamos de amor), del autor Raymond Carver, el cuentista estadounidense que inventó el llamado género del realismo sucio –uno de cuyos seguidores latinoamericanos más relevantes es el chileno Roberto Bolaño.

A partir de esa premisa, González Iñárritu y Emanuel Lubezki hicieron una película que sirve para hablar del descenso de Riggan Thomson a los infiernos de la irrelevancia, entendida esta como la ausencia de contratos millonarios, de títulos taquilleros y de reconocimientos de la prensa especializada; y que sirve, también, a través de las mismas metáforas visuales, para hablar con un sarcasmo muy bien logrado de la irrelevancia de la industria cinematográfica estadounidense, entendida esta como la ausencia de temas relevantes, de actuaciones memorables, de historias dignas de ser recordadas.

Birdman es, sí, una metáfora del descenso en los pozos de la existencia. Pero también es un cuento sobre la redención, descrita con mucho tino en los diálogos de Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton, y en la confección toda de este personaje que lucha por convencerse a sí mismo de que la valía que alguna vez le dio la fama era, en realidad, un castillo de aire, y de que su valía como actor dura apenas unos minutos, esos que permanece volcado en crear, frente a la cámara o en las tablas, los personajes que despiertan la repugnancia o la identificación de quienes los vemos en el cine o en el teatro.

Este viaje existencial lo cuentan González Iñárritu y Lubeski con recursos que llegan a ser sorprendentes. El director se empeña en meternos la idea de que nuestro viaje por la vida es solo un breve recorrido, con pocos altos y muchos bajos, en el que el pasado es, siempre, parte indistinguible del presente.

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Fotos tomadas del sitio oficial de la película.

Dije arriba que Birdman es una metáfora. Es una representación poética asentada en el tiempo del director, que es uno y lineal, creado por la ilusión de un plano secuencia que parece no tener cortes y está construido sobre sutiles transiciones de cámara y sobre un uso del espacio fílmico basado en la calidad efímera del teatro más que en la perenne del celuloide.

Es también el filme momentos poéticos que explican, cual pequeños poemas que dan sentido a toda la obra, lo profundo del viaje existencial. Ahí están, para el caso, dos secundarios importantes: Sam, la hija de Riggan, interpretada por una Emma Stone que parece haber encontrado aquí un buen depósito para sus cualidades interpretativas –que las tiene; y Mike, un actor joven, interpretado por un brillante Edward Norton, que aparece primero como la representación de toda la vitalidad que Riggan no es y termina siendo toda la ofuscación que Riggan es.

Birdman tiene mucho de desafío para un espectador entrenado, solo, en las fórmulas dramáticas planas del cine que nos rodea. Por eso es valiosa.

Hace un par de semanas escuchaba a un locutor de una de las estaciones de música country más populares de los Estados Unidos decir que Birdman era un montón de basura y una pérdida de tiempo, y que a él lo mejor de esta temporada de Oscares le había parecido American Sniper, el ejercicio apologético que hizo Clint Eastwood para contar la vida de Chris Kyle, el francotirador más letal de la marina estadounidense en Iraq. Es así: Sniper es la corriente masiva, el cine fácil; Birdman es la corriente alternativa, retadora, como la buena literatura, la de Carver o la de Bolaño.

Eso escrito, he de decir que el poemario visual de González Iñárritu me parece sublime en muchas partes e insuficiente en otras, en las que debe forzar diálogos –el intercambio entre la Sam de Stone y el Mike de Norton, ese diálogo, no deja de ser forzado- o improvisar demasiado con las salidas dramáticas. Para mí, Birdman vale más por los momentos en que el guión, el gesto de Michael Keaton, la idea de Iñárritu y los tonos de Lubeski crean algunas de las escenas más bellas que he visto en los últimos tiempos.

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