La historia de una mujer sin país

En El Salvador, los desplazamientos forzados por la violencia son una realidad cada vez más palpable, pese a los esfuerzos estatales por ignorarlos. En 2016, organismos no gubernamentales dieron cuenta de al menos 700 personas que abandonaron sus casas, sus vidas, después de ser tocados por la violencia, especialmente la causada por las pandillas. Isabel fue una de ellas: perdió su colonia, su bebé y el mundo que conocía por culpa del Barrio 18. 

Animación GIF/Revista Factum


A Isabel se le acabó El Salvador. Logró salvar pedazos de su vida, escapó de las garras de una pandilla, huyó a dos países distintos de Centroamérica y después regresó en busca de esperanzas de vida, pero solo encontró más muerte y miseria. Este país ya no le sirve para vivir. Donde quiera que vaya, le persigue una sombra. La sombra del Barrio 18. Isabel ahora vive presa en un pedazo de país, en un área de diez manzanas de San Salvador de las que no puede salir porque si lo hace, se muere.

El 17 de febrero de 2016 a Isabel le arrebataron todo. Sus hijos, su casa, sus cosas. Todo lo dejó atrás y salió huyendo de su colonia como si fuera una delincuente. Su historia podría resumirse con una golpiza, una amenaza de muerte y una hora de plazo para salvarse, pero su historia es algo más: es la historia de una desplazada por la violencia en El Salvador.

En la mañana de aquel martes, Isabel despertó adolorida y con calentura. Ella pensó que el malestar era solo un síntoma más de su embarazo de cinco meses. Sus otros dos hijos estaban en la escuela y el cielo estaba nublado. Por eso decidió quedarse en casa hasta la media mañana. Entonces recibió una llamada.

Isabel vivía en una colonia cualquiera del municipio de Mejicanos. En sus casi 30 años de vivir ahí, nunca había tenido problemas serios con nadie. Incluso los pandilleros que cada vez más controlaban la zona le guardaban cierto respeto. Quizá, como ella misma dice, porque a todos los vio crecer desde pequeños, quizá porque incluso tenía familiares dentro de la pandilla o quizá, simplemente, porque nunca nadie se había fijado en ella.

La voz de su prima, Alejandra, sonó al teléfono. Le dijo que tenía algo urgente que contarle y que prefería fuera en persona. Isabel se negó en un principio, pero tras la insistencia, aceptó ir a su casa. Una vez ahí, su prima la llevó hasta el chalé donde vendía su madre y cerraron la puerta.

–Mira, loca, la cosa está bien fea, vos, y nosotros creemos que alguien se va a morir, fueron las primeras palabras de su tía.

Isabel, un poco desconcertada, creyó que los pandilleros de su colonia habían tenido problemas con alguien y habían decidido matar. Pronto entendería que el aviso era para ella.

–¡Vaya! ¡La cosa es que tenés dos horas para entregar el anillo y el collar del niño que te has robado, y si no hoy te vas a morir!, gritó la tía y acto seguido le soltó una cachetada.

Alejandra, al ver el primer golpe sobre Isabel, se unió a su madre para darle una golpiza entre las dos. Puñetazos en la cara, en la espalda, en el estómago. “Entregá esas mierdas, entregá esas mierdas si no te vas a morir”. Isabel solo supo pedir piedad a su propia familia. “En la panza no me peguen, que no ven que estoy embarazada”, les decía.

Un carro se detuvo frente al chalé. De él bajó un joven de 18 años.

–Vaya, hija de la gran puta, le dijo el joven a Isabel, tenés una hora, una hora para entregar lo que te has robado, maldita perra. Si no entregás esas ondas te vas a morir vos y tus hijos. Así de sencillo.

El que hablaba era El Demon, un pandillero del Barrio 18 que recibía órdenes directas de Siniestro y llevaba la palabra en el lugar. Con una pistola en la cabeza, Isabel recibió el ultimátum. Tenía una hora para entregar lo que supuestamente se había robado.

Isabel se fue tras la golpiza y la humillación. En el camino, pasó frente a la escuela donde estudiaban sus hijos. Ahí vio a dos pandilleros que conocía. Uno de ellos es su primo. Entonces entendió que la amenaza contra sus hijos también era real y que los esperaban a la salida.

La mujer agachó la cabeza e intentó pasar desapercibida, mientras llegaba donde su madre para contarle lo sucedido, pero su primo le salió al paso y, pistola en mano, caminó hacia ella.

–¡Hincate, basura, híncate que a matarte voy!, le gritaba su primo, ¡Hincate te digo!

Isabel temblaba más. No entendía lo que estaba pasando. Sabía que no se había robado nada. Pensó que todo era una confusión.

De pronto sintió un golpe en el cuello. Era El Demon que la había seguido hasta la escuela y ahora le gritaba órdenes a su primo.

–¡Jálele, pues perro, jálele que a matarla lo han mandado!, gritaba El Demon.

Los dos pandilleros tenían sometida a la mujer. Hincada. Isabel lloraba. Pedía piedad. Decía que no entendía lo que estaba pasando. Clamaba a su Dios.

–¡Hoy sí te vas a morir, hija de puta, hoy sí!, le gritaban los pandilleros.

El primo de Isabel no disparó. Pero El Demon hizo algo que sería determinante en el futuro cercano: le pegó un puntapié en el estómago y se soltó a reír.

–Acordate: Tenés una hora para entregar las mierdas que te dijimos y, si no, ahí dejás a dos basuras que vamos a disfrutar matando, dijo El Demon, y señaló hacia la puerta de la escuela.

Isabel se puso de pie y comenzó a caminar. Mientras avanzaba, sentía cómo el bebé dentro de su vientre se movía mucho. Sintió un dolor agudo.

Como pudo, llegó donde su madre y le contó lo que había pasado. Su madre le dijo que huyera, que si no lo hacía la iban a matar, que agarrara el primer bus que pasara y que se fuera para el centro de San Salvador. “Allá esperame”, le dijo.

Pero Isabel sabía que no podía dejar solos a sus hijos. Entonces, mientras corría a subirse al bus, tomó una decisión: pasar por el puesto policial en la salida de su colonia y pedirles a los agentes que le ayudaran.

–Los policías me llevaron a la escuela. Cuando llegamos ya había otra patrulla esperándonos. Los primeros que llegaron fueron a sacar a mis niños y los metieron al carro. Cuando yo llegué alcancé a ver que todavía estaba mi primo ahí cerca, solo viendo. Después nos fuimos huyendo.

Ese día, Isabel puso un pie por última vez en su colonia, dejando atrás toda una vida de casi treinta años.

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La historia de Isabel no es única. En El Salvador, ante la ausencia de atención del Estado al fenómeno del desplazamiento interno por violencia, ha surgido la Mesa de Sociedad Civil por el Desplazamiento Forzado por Violencia, una iniciativa que solo entre junio de 2014 y diciembre de 2016 ha atendido al menos 339 casos de desplazamientos que involucran a 1,322 víctimas. De estos, 193 fueron atendidos en 2016, con un total de 699 víctimas.

De acuerdo con el informe presentado a principios de enero de 2017, el 86 % de los desplazamientos fueron causados por pandilleros, como ocurrió con Isabel. El documento también registró desplazamientos provocados por abusos de la Policía Nacional Civil (PNC) o de la Fuerza Armada.

Estas cifras son, sin embargo, solo un atisbo, pues el fenómeno aún no está siendo medido en su totalidad. Los números del informe de la Mesa se limitan a las denuncias que las once organizaciones que la conforman han atendido durante los últimos 18 meses, hasta diciembre de 2016.

Desplazamientos por violencia en El Salvador

Procedencia de las familias que sufrieron  desplazamiento por violencia entre junio de 2014 y diciembre de 2016. La información fue recopilada por la Mesa de Sociedad Civil contra el Desplazamiento Forzado por Violencia.

 Esta carencia de información sobre el desplazamiento forzado por la violencia en el país coincide con la postura del gobierno de negarse a reconocer públicamente que cientos de familias están huyendo o siendo expulsadas de sus comunidades por el control territorial de las pandillas. Una postura que se ajusta con la falta de efectividad de las instituciones que se encargan de atender a las víctimas, como la policía, ministerio de Seguridad y Fiscalía, quienes hasta hoy se niegan a registrar los casos que permitan contabilizar el fenómeno.
El vicepresidente de la República, Óscar Ortiz, ha llegado a minimizar el problema en sus discursos. “Tampoco estamos en Afganistán”, dijo el pasado 22 de septiembre cuando se le cuestionó por el tema.

 

Las palabras de Ortiz fueron dichas mientras 19 familias se encontraban viviendo entre paredes de cartón alzadas en la cancha de una escuela del municipio de Caluco, Sonsonate, el primer refugio para desplazados por la violencia desde los Acuerdos de Paz de 1992. Las víctimas de esta movilización forzada fueron 36 adultos y 33 niños. Todos ellos vivieron ahí hasta el 7 de octubre, después de que el Barrio 18 los sacara de sus casas.

El de Caluco fue el desplazamiento más mediático del año pasado; sin embargo, no fue el único. Hay casos que han sido menos conocidos, pero que existen y están documentados tanto por la PNC como por la Mesa por el Desplazamiento Forzado. Algunos de estos han ocurrido en el Cantón Lomas de Santiago, en el municipio de San Juan Opico, en La Libertad; en los cantones Mil Cumbres y Sihuetenango, Panchimalco; en el cantón Las Chapinas, Izalco, departamento de Sonsonate; en la Lotificación El Corralito, en Zaragoza, La Libertad; en la colonia Dina, San Salvador.

Aunque todos estos desplazamientos fueron constatados por medios de comunicación, y confirmados por la PNC, el ministro de Seguridad, Mauricio Ramírez Landaverde, dijo a mediados de octubre que, hasta esa fecha, solo sabían de un caso de desplazamiento colectivo: el de Caluco.

Módulos de malla ciclón y carpas de bolsas plásticas fueron durante un mes en el hogar de una veintena de familias refugiadas del cantón El Castaño, en Caluco, Sonsonate. Los homicidios de dos lugareños empujaron a los demás habitantes a abandonar sus casas y terrenos por las amenazas de pandilleros del Barrio 18 Revolucionarios en septiembre de 2016.
Foto FACTUM/Archivo

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La mañana del 22 de febrero de 2016, cinco días después de los golpes y la patada en el vientre, Isabel dejó a sus hijos con su exesposo y se fue con Mauricio, su novio, hacia Guatemala.

–Ahí me acuerdo que buscamos un hospedaje en el que pagábamos 60 quetzales por noche. No me acuerdo bien del nombre del lugar, pero era algo así como “Casa de Huéspedes El Trébol”, dice Isabel, mientras saca de su billetera unos quetzales que todavía guarda.

En Guatemala vivieron un mes. Ahí, Isabel y su novio pasaban los días enteros en un parque, nada más esperando la noche para ir a encerrarse de nuevo. Como ninguno de los dos tenía trabajo, el dinero que les mandaban sus padres era insuficiente. Entonces decidieron buscar otra salida e irse a Belice.

De Guatemala viajaron a Belmopán, Belice. Ahí, Isabel conoció al tío de Mauricio y a un pastor evangélico de nombre Salvador. El pastor, les dijo, estaba a punto de montar un carwash y para eso necesitaba la ayuda de Mauricio, quien sería su primer empleado. Isabel ayudaría en la iglesia evangélica y en la limpieza de la casa del pastor a cambio de algunos dólares beliceños. Esa fue la promesa del primer día.

Pero las cosas no marcharon de acuerdo al plan. Pasaron los días y el proyecto del carwash nunca se concretó. Tampoco había dólares beliceños para Isabel y mucho menos para Mauricio. Lo único que les quedaba era vivir de posada en la casa del pastor.

Belice se ha convertido en un refugio para los desplazados de la violencia en El Salvador. Lo fue en los ochenta, cuando el país se desangraba por el conflicto político-militar; y lo es ahora, cuando El Salvador ha regresado a las portadas de todo el mundo como el país más violento, tal como lo contó Factum a principios de este año.

Después de unos días en casa del pastor, la pareja se trasladó a vivir en casa del tío de Mauricio, donde se aferraron a otra esperanza: un programa de refugiados para personas que migraban por violencia.

–La condición era que cada tres meses uno tenía que estar yendo a sellar el pasaporte. No recuerdo cómo se llama el programa. Solo me recuerdo que era de España porque todos los que trabajaban ahí eran españoles. Y acababan de empezar ese programa. Pero nosotros no nos estuvimos los tres meses, resume Isabel.

A los tres días de estar viviendo en la casa del tío de su pareja, Isabel empezó a sangrar. El hijo en su vientre se estiraba y se contraía de manera extraña. El dolor era casi insoportable. Fue a una clínica en Belice y le dijeron que su hijo estaba fuera del útero.

Isabel consultó con el tío de Mauricio. El hombre, que no era médico, le dijo que, en Belice, cuando los niños están fuera del útero, solo los sacan y es muy probable que se mueran. Isabel no quería eso. Entonces decidieron abandonar el sueño beliceño y regresar a El Salvador.

El 6 de abril Isabel regresó a El Salvador. Traía el corazón en la mano. Le temblaba el cuerpo. Buscaron refugio en casa de la hermana de su madre, en la comunidad La Cima IV, un territorio también controlado por El Barrio 18. Y ahí se instalaron.

Pasaron tres días y la situación empeoró. Isabel pensó que se iba a ir en sangre. Los dolores no paraban y el hijo en su vientre ya no se movía. Apresurados, corrieron al Hospital de Maternidad, en San Salvador, y la ingresaron de emergencia.

Los doctores le dijeron que su hijo estaba fuera del útero, que tenía pocas posibilidades de vivir, y que le iban a inducir el parto.

Santiago Eliseo era el nombre que Isabel había elegido para él. Nació el 9 de abril a las 3:00 de la tarde. Era blanco y pequeñito. Casi cabía en la palma de la mano.

–Una enfermera del hospital bien buena gente le tomaba fotos al niño y me las iba a enseñar, recuerda Isabel. Por eso es que yo lo vi vivito, recuerda Isabel mientras muestra las fotos del niño que aún guarda en su teléfono celular.

El 14 de abril en la mañana la llamaron de emergencia al hospital. Isabel ya había recibido el alta pero Santiago Eliseo permanecía en una incubadora.

Una enfermera y Mauricio la recibieron en la clínica de Maternidad. Ambos intentaban calmarla. Le decían que todo iba a estar bien, que estuviera tranquila. Isabel estaba serena. Fue la insistencia de ambos lo que la terminó poniendo nerviosa. La enfermera soltó una oración que le hizo saber que algo iba realmente mal.

Un doctor salió a los pocos segundos y le dio la noticia: Santiago Eliseo nació con un coágulo de sangre en la cabeza, producto de algún golpe ocasionado durante el embarazo, según le dijo. Eso le causó la muerte.

–Yo solo me acordé de la patada. De la patada que me metió El Demon y de los golpes que me dio mi tía en el estómago, dice Isabel y agacha la mirada, como para que no le vea los ojos enrojecidos y vidriosos.

Su tía le regaló el ataúd para enterrar a Santiago Eliseo. Lo enterraron el 10 de abril en el cementerio La Bermeja, en San Salvador, en la misma fosa que su bisabuelo. Desde entonces, Isabel no ha podido ir a visitar su tumba.

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Organismos internacionales han detectado en los últimos años un crecimiento alarmante de solicitudes de asilo de parte de personas centroamericanas que huyen de la violencia.

El informe de la Mesa, citando datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), refleja que entre 2010 y 2013 hubo un incremento en las solicitudes de asilo de parte de salvadoreños en Estados Unidos. En 2010 se registraron 3,776 solicitudes; en 2011, 5,258; y en 2013, 6,538.

Para 2014, según el informe de la Mesa, Estados Unidos recibió un total de 11,764 solicitudes de asilo de salvadoreños, y para 2015 fueron 22,675, casi el doble del año anterior.

Aunque la mayoría de salvadoreños buscan asilo en Estados Unidos, las cifras reflejan que los desplazados también están mirando hacia otros países al sur de Centroamérica. De acuerdo con el informe de la Mesa, en 2016 Costa Rica recibió 1,123 solicitudes de asilo de personas provenientes del Triángulo Norte centroamericano; sin embargo, hasta el 23 de junio de ese mismo año, solo 69 habían sido aceptadas.

En este contexto de violencia, el único marco legal que el Estado Salvadoreño ofrece es la Ley Especial de Atención a Víctimas y Testigos. Esta ley, sin embargo, es un artificio para las víctimas: su artículo 2 establece que las medidas de protección se aplicarán a cualquier persona que se encuentre en peligro, pero a la vez condiciona ese peligro a su “intervención directa o indirecta en la investigación de un delito” o “en un proceso judicial”, es decir, únicamente si se convierte en un testigo contra algún criminal, algo que, en muchos casos, solo incrementa el peligro de muerte. Una vez terminado el proceso judicial, las víctimas y testigos son desechados, pues quedan sin medidas de protección.

El año pasado, en el marco de las medidas extraordinarias impulsadas por el gobierno, los diputados de la Asamblea Legislativa reformaron el artículo 152 del Código Penal. Con esta reforma crearon el delito de la “Limitación Ilegal a la Libre Circulación”.

Este artículo dice textualmente: “El que, mediante violencia, intimidación o amenaza sobre las personas o los bienes, impida a otro circular libremente, ingresar, permanecer o salir de cualquier lugar del territorio de la República, será sancionado con prisión de cuatro a ocho años”. Sin embargo, según Fátima Ortiz, la directora de Atención a Víctimas del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, hasta ahora no existe un estudio que demuestre si esta medida ha surtido efecto.

Por eso Isabel está sola. La única institución en la que ha buscado apoyo es en una oenegé de Derechos Humanos que le ha prometido asistencia psicológica. La Policía, según cuenta, solo le ayudó a sacar a sus hijos de su colonia. Para hacer más le dijeron que tenía que poner una denuncia formal, pero no lo hará por el miedo que le han sembrado sus perseguidores.

Isabel no lo sabe, pero muy lejos del motel donde ella vive, lejos del pedazo de país en el que está encerrada, hay una oficina del Estado que ofrece ayuda a víctimas. Es la Dirección de Atención a Víctimas. Sin embargo, lo que esa oficina puede ofrecerle a Isabel solo empeoraría su situación.
En una entrevista con Factum, Fátima Ortiz, quien encabeza la Dirección, explicó que lo único que el Estado salvadoreño puede ofrecerle a víctimas de Desplazamiento son dos cosas: mandar un operativo policial a la colonia de la víctima para espantar o capturar a los pandilleros que ocasionaron el desplazamiento, o encerrar a la víctima en una casa de seguridad.
El encierro en casas de seguridad, que es el mismo trato que recibe un criminal que ha decidido colaborar con la ley, es semejante a una condena, según lo explica la misma directora de Atención a Víctimas. “Las condiciones no son fáciles porque en esas casas vos no tenés acceso a salir, a recibir llamadas. A veces vos no sabés dónde te encontrás. No es una casa, no es un hotel, verdad, donde vos podés entrar y salir”, dijo Ortiz a Factum.
Un Estado que se niega a reconocer el fenómeno solo puede ofrecerles encierro a sus víctimas de desplazamiento forzado.

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Ahora, cuando ha pasado más de un año desde aquel 17 de febrero, Isabel dice ahora tenerlo todo más claro. Dice que todo fue un problema de celos, que todo comenzó cuando se ofreció a cuidar al hijo que su prima Alejandra tuvo en diciembre del 2015.  Alejandra había quedado en estado de coma después del parto.

El esposo de Alejandra es Siniestro, un pandillero del Barrio 18 que está preso. Mientras su prima estaba en el hospital, Siniestro, desde el penal, le escribía a Isabel a su teléfono celular. En una ocasión, Isabel cuenta que el palabrero le mandó dos mensajes que le arruinaron la vida.

–Él me pedía fotos del niño y yo se las mandaba. Pero un día me pidió una foto mía cargando al niño. Yo, algo desconfiada, se la mandé. Y ahí comenzó todo. Después me mandó un audio y me dijo: “Mirá, con todo respeto, si no fueras prima de la Alejandra te diría que fueras mi mujer”. Yo lo ignoré.

Días después, cuando su prima ya había salido del hospital, Isabel llegó a su casa a hacerle limpieza y a ayudarle con el bebé. Alejandra le preguntó si su esposo le había escrito. Isabel contestó que sí. “Ahí ve los mensajes, ahí está mi teléfono”, le dijo, despreocupada.

Alejandra escuchó el audio.

–Cuando yo la vi, la cara ya le había cambiado. Se veía molesta y ya no me habló igual, recuerda Isabel.

A las dos semanas, el teléfono de Isabel sonó. Era su prima diciéndole que llegara a su casa con urgencia, que tenía un problema y necesitaba de su ayuda. Fue el inicio de la historia de Isabel, cuando la amenazaron por el supuesto robo, cuando la golpearon, la humillaron y le dieron patadas al bebé que todavía llevaba en el vientre. Todo por algo que no había hecho.

***

Después de la muerte de su hijo, Isabel pensó en la posibilidad de hacer una nueva vida en El Salvador. Pero la suerte otra vez le jugó en contra. El padre de sus hijos no la deja verlos y, mediante un proceso judicial, solo puede estar con ellos una vez al mes.

A Isabel también la abandonó Mauricio, su novio. Aunque de eso habla poco: cuenta que la dejó porque “tuvo miedo de la situación”. A él también lo habían amenazado los pandilleros de su colonia. Por eso huyó junto a ella hacia Belice y luego a Guatemala. Pero cuando regresaron, él decidió separarse y buscar suerte por su lado.

Isabel buscó vivir donde una tía por un tiempo y ahí encontró tranquilidad. Hasta que los tentáculos de la Bestia llegaron hasta donde estaba.

La mañana del 15 de septiembre de 2016 sus padres la sacaron a pasear. Le dijeron que estaba muy nerviosa y que le caería bien salir a la playa. Ella aceptó. Pero mientras andaba fuera, la madre de su prima Alejandra llegó de visita a casa de los tíos que le estaban dando posada y reconoció su ropa. Así que los amenazó con ir a avisar a la pandilla.

Cuando regresó del viaje a la playa, cuando empezaba a sentir que pertenencia a un lugar, le dijeron que tenía que volver a huir.

Desde entonces, al no tener lugar para vivir, Isabel buscó refugio en las entrañas de un motel de mala muerte en el área metropolitana de San Salvador. Ahí le cobran $8 diarios para poder dormir: ocupar el cuarto hediondo y un camastro viejo de 6:00 de la tarde a 6:00 de la mañana. Sus padres aún la buscan en comedores cercanos para entregarle el dinero y una mudada diferente para que se cambie.

En noviembre de 2016, una oenegé que forma parte de la Mesa de Sociedad Civil por el Desplazamiento Forzado por Violencia se encontró con el caso de Isabel. Ellos le ofrecieron ayuda psicológica y le pagaron varias noches en el motel. Semanas después, la dirección de la oenegé decidió ayudarle y pagarle el alquiler de un cuarto en una zona más decente. Isabel aceptó encantada.

Durante la temporada navideña, Isabel logró encontrar un trabajo en el centro y al mismo tiempo se mudó para su nuevo cuarto, cerca del parque Cuscatlán. Se le veía contenta, sonreía mucho.

Pero una tarde de diciembre, cuando regresaba de su trabajo temporal, vio a unos jóvenes en la esquina de su cuadra, entre ellos uno que vivía en la que una vez fue su colonia, de donde la había expulsado la pandilla. Ese joven era un pandillero del Barrio 18 y la reconoció.

Isabel trató de ignorar al pandillero y bajar el perfil. Se metió lo más rápido que pudo a su casa y se encerró hasta el siguiente día que salió a trabajar. A la tarde siguiente, regresó a su cuarto luego de terminar su jornada. Una vecina se le acercó para contarle, en voz baja, una mala noticia: “hoy en la tarde la vinieron a buscar unos pandilleros y se veían bien enojados”.

Isabel supo lo que había pasado. La sombra del Barrio 18 la había vuelto a alcanzar. Por eso decidió huir otra vez.

Isabel ahora vive nuevamente en el motel de mala muerte. Pide prestado lo que puede, hace trabajos por horas y les ruega a sus padres para que le ayuden a pagar el cuarto. Cuando no puede, duerme en las calles, cerca del motel y espera a que el siguiente día la suerte esté de su lado.

Sentada en una silla plástica, Isabel cuenta que no es muy religiosa, pero que está yendo a una iglesia en el centro donde ha conseguido hacer algunas amigas.

–Yo… hay momentos en que, en el encierro del cuarto donde vivo, yo le pregunto a mi Dios por qué todo, pues. Por qué me pasó todo esto a mí. Por qué mis hijos están lejos de mí y yo no los puedo ver… También hay momentos en que me quebranto y siento como que caigo en depresión al sentir que estoy sola. Y todo, todo, todo lo que me ha pasado. La muerte de mi bebé; ver a mi mamá, ver cómo se ha adelgazado por mis problemas… Entonces doblo rodillas y le hablo a Él. Pero al final, cuando abro los ojos, veo que siempre estoy sola.

*Todos los nombres de esta historia son ficticios. Han sido cambiados para proteger la identidad de las víctimas.

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