La historia del taxista (o la dictadura de la pandilla)

La plática comenzó por un comentario suyo. Le llamó la atención la tranquilidad de mi colonia. Su relato arrancó cuando le pregunté por la suya, y terminó cuarenta y cinco minutos después, cuando llegamos al aeropuerto. Escribo la historia de este taxista en su voz, aunque muchas de sus partes resultaron de mis preguntas. Por su seguridad no menciono su nombre ni el de su colonia.

Vive en Ilopango, en una colonia controlada por las pandillas. Los pandilleros son, todos, del barrio, y a la mayoría los conoce el taxista desde pequeños. Los residentes, todos, conocen a todos los pandilleros. La pandilla controla el ingreso a la colonia: es la autoridad en la colonia, tiene presión psicológica sobre los residentes, algunas veces recurre a la violencia.

Es en el control de entrada donde cobra los impuestos, especialmente a los buses y a los repartidores de bienes y servicios que entran al barrio. También deciden, los pandilleros, quién entra y sale. Ese peaje, y la venta de drogas, son las mayores fuentes de ingreso de la pandilla en esta colonia. Antes cobraba a los residentes también, pero desde hace más de un año, después de un cambio de líder, allí ya no se grava a los vecinos.

La autoridad de la pandilla alcanza a todo el barrio y a todos los aspectos de su vida. La Policía llega de vez en cuando, pero el taxista dice que ello solo trae consigo mayor tensión para los vecinos, por el miedo a que algo pueda pasar si se da un enfrentamiento. Antes del cambio de líder, la pandilla llegaba incluso a disponer de las niñas de la colonia: avisaba a los padres de que se iban a llevar a la adolescente por unos días y les decía “que no se preocuparán, que la iban a devolver mejor, ya hecha mujercita”. Avisaban, decían, “para que le pusieran la vacuna para la planificación”.

El nuevo líder tiene una nueva política, de acercamiento a los vecinos. Eso, dice el taxista, lo de reclamar a las hijas de los vecinos, ya no pasa.

El miedo de los vecinos a la pandilla es grande. Deben vivir con ellos, pero no se puede ser su enemigo, ni su amigo. Ambos caminos pueden llevar a la muerte. La estrategia del taxista —dice que le ha dado resultado hasta ahora— ha sido ganar su respeto. Lo hace, explica, respetando su poder y acercándose a ellos. Muchas noches le toca trabajar hasta tarde al taxista, y regresa a su casa a las dos de la madrugada. Esas noches pasa comprando algo de comer y compra también algo para los pandilleros que están en el control de entrada a la colonia. Al llegar les pregunta si han comido. La respuesta es siempre la misma: “Sin comer desde las seis de la tarde que empezamos el turno, jefe, y encima aguantando frío”. Eso cuenta el taxista. Y cuenta que, entonces, les da la comida que les compró.

La pandilla determina lo que se puede y no se puede hacer en la colonia. Pone orden en el barrio. Y decide las excepciones a sus propias reglas. El taxista cuenta que tiene un vecino roquero, incómodo con su ruido y frecuentes fiestas; a él no lo toca la pandilla, porque les compra drogas y algunos de sus miembros también gozan en esas fiestas.

El mayor miedo del taxista son sus hijos: un adolescente, una niña de 12 años y otro pequeño. No les deja salir a jugar en la colonia. Él y su esposa prefieren que pasen la tarde viendo televisión o jugando a juegos electrónicos. Pese al enorme costo financiero, los sacaron de la escuela pública del barrio y los pasaron a una católica privada que les cuesta 95 dólares al mes, a los que hay que sumar 18 al mes por niño, para pagar el bus. Es muy peligroso, dice el taxista, caminar.

Sobraban razones para sacar a sus hijos de la escuela pública. Recientemente hubo dos violaciones en esa escuela: a una niña de 14 y a un varón de 16. Por no hablar de la calidad de la enseñanza. Hasta los maestros tienen miedo, lo que deriva en privilegios para los hijos de los pandilleros, que nunca aplazan una materia. En la escuela hay bullying, hay peleas… El hijo del taxista llegó dos veces golpeado a la casa.

El hijo adolescente del taxista tiene pasión por el futbol. Jugaba en la cancha de la colonia. Pero allí llegan todos los jóvenes del barrio, pandilleros y no pandilleros, y allí empezó el joven a hacer amigos mareros y a desarrollar, se queja su padre, alguna rebeldía contra sus padres. Sin quitar la vista de la carretera, el taxista cuenta que, consciente de todo eso y temeroso de que su hijo ingresara a las maras, se armó de valor y fue a buscar el jefe de la pandilla a su propia casa. Él, dice, lo recibió cordialmente. El taxista empezó diciéndole al pandillero que el objetivo de la visita era evitar que su hijo ingresara a la pandilla. El pandillero le respondió preguntando si estaba queriendo discriminarlos. Tomando coraje, tragando miedo, el taxista respondió que no, pero que no quería para su hijo una vida de pandillero, y le pidió considerar el sacrificio que ellos, como familia, hacían para que sus hijos tuvieran una vida mejor que la de los padres.

Salió bien. El jefe de la pandilla, dice el taxista, le prometió no presionar al adolescente para que entrara a su clica, aunque advirtió que no se hacía responsable si él los buscaba. Una respuesta de doble filo, porque el taxista sabía que su hijo estaba empezando a interesarse por la pandilla, especialmente porque tenía sexo esporádico con una mujer de la clica. El taxista cuenta que él y su esposa hablaron con su hijo, le hicieron ver el futuro que les esperaba, el sacrificio que ellos hacían… Entendió, dice el taxista. Ahora tiene la esperanza puesta en que el joven entre a una escuela militar privada. “Le dará disciplina y otro futuro”, dice. Será, también, otra carga económica fuerte para la familia.

El aeropuerto puso fin a la conversación y abrió otro viaje, esta vez de reflexiones. La mayoría de los salvadoreños viven en este miedo, en estos delicados equilibrios con las pandillas, en este no saber cómo será el futuro. Lo que dijo el taxista es cierto: qué diferente es la vida en mi colonia.


Mauricio Silva tiene más de 40 años de experiencia en administración pública y una maestría y doctorado (ABD) en esa área. Actualmente es director para Centroamérica en el BID.

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