¿Por qué no para de sufrir el ‘Jogo Bonito’?

Hace dos años, cuando el fútbol brasileño recibió una bofetada histórica (aquella paliza de escándalo, 7-1 en semifinales del mundial en el que fungía como anfiitrión), el castigo fue infligido de parte de lo que representaba a su antítesis. Alemania era (es y será) el método científico, la disciplina… Brasil, hasta entonces, era el dogma, el carnaval. Una humillación futbolística de semejante impacto terminó por cimbrar los corazones de muchos aficionados del ‘Jogo Bonito’. Aquello fue el flagelo de una resaca inmisericorde. La fiesta había terminado y había que pagar la cuenta. Ilusos pensamos que la selección brasileña, máximo representante del deporte que enloquece a todo ese país, se había sumergido ya en los más profundo del Hades, pero resultó que nos equivocamos. Luego de la sorpresiva y tempranera eliminación de la Copa América Centenario, ahora somos testigos de cómo Brasil ha descendido otro escalón más. El “Scratch” ha perdido tanto brillo que incluso las decisiones arbitrales —otrora a su frecuente servicio— ya no responden siempre a su antojo.


El nuevo siglo estaba en pañales y los ejecutivos de la marca Nike tenían en claro que el deporte más popular del planeta entero era, sin ninguna discusión, el fútbol. Sabían también que no había otro equipo que representara con incuestionable unanimidad a la alegría de practicar la religión del puntapié que la Verdeamarelha. Patrocinar aquello era una buena inversión. Sergio Mendez y la clásica melodía de “Más que nada” aderezaba a la sonrisa de Ronaldinho, ese descarado dientón que jugueteaba en los camerinos de un escenario pletórico en compañía de Ronaldo (el de verdad), Roberto Carlos (tan artista como el cantante) y Robinho (AKA. “bicicletinho”). Juntos integraban la orquesta que Eric Cantona parecía anunciar con presunta envidia. El jogo era más que bonito. Era la felicidad.

Ese concepto, el del brasileño que enreda su cordón umbilical a un balón de fútbol (que no a una panza), era cualquier cosa menos reciente. Era historia. Y así lo describía el sociólogo brasileño Gilberto Freyre en el prólogo del libro “El negro en el fútbol brasileño”, como parte de la importancia del fútbol en la historia de Brasil. Aquello era 1947.

“El fútbol podría tener en una sociedad como la brasileña —compuesta en gran parte de elementos primitivos de su cultura— una importancia muy especial. Era natural que aquí tomara el carácter particular que en Brasil ha tomado. El desarrollo del fútbol—que no es un deporte como cualquier otro, sino una institución real brasileña— hizo posible la sublimación de varios de esos elementos irracionales de nuestra cultura y sociedad”.

— Gilberto Freyre

Qué cosa, ¿no? “La sublimación de varios de esos elementos irracionales de nuestra cultura y sociedad”. Es decir, la exaltación de un pueblo que razona distinto, quizás con los pies. Y eran tiempos en los que el “maracanazo” ni siquiera había acontecido; cuando el papá de Pelé, el ex futbolista Dondinho, aún no lloraba sin consuelo por la derrota ante Uruguay, mientras su hijo le terminaría prometiendo (y cumpliendo) que algún día ganaría esa copa para él; antes de Garrincha y sus gambetas que daban vida a la samba (o viceversa); antes de la zurda de Rivelino; la magia del “doctor” Socrates y Zico; antes de que Bebeto engendrara al bebé que mecerían los brazos de la torcida del 94; antes de que Romario desplegara las alas con “el aviocito” de sus brazos extendidos; antes de la improvisación imprevisiblemente blanca de Juninho Paulista; previo a los goles imposibles de Rivaldo, el galopar pura sangre de Ronaldo, la inventiva inusual de Ronaldinho, etc…

¿Y luego? ¡Pare de gozar! Comience a sufrir…

Hoy Brasil es Neymar, un tipo que prefería mostrarle al mundo cómo festejaba en Las Vegas una súper estrella de su talante, mientras su selección sufría el batacazo bochornoso de la eliminación frente a Perú. Todo esto ante el beneplácito de la Confederación Brasileña de Fútbol.

La noche del domingo pasado, Brasil perdió el último juego de su fase de grupos. Cayeron 1-0 ante Perú y con eso quedaron eliminados luego de haber obtenido solo una victoria, curiosamente 7-1 contra la débil Haití. Más curioso resultó que Brasil fuera eliminado con un gol que no debió ser legal, ya que fue anotado con la mano del peruano Raúl Ruidíaz. Brasil, que eternamente parte como uno de los favoritos a ganar toda copa por la que compita, se despedía de manera vergonzosa de un torneo al que, según parece, no le dio la seriedad necesaria.

Muchos apuntan a que el culpable de la agonía del “jogo bonito” es Carlos Caetano Bledorn Verri, mejor conocido como «Dunga», actual director técnico de la selección brasileña y que a través de dos ciclos de trabajo ha impuesto un estilo más de corte europeo que privilegia el derroche físico sobre la fantasía, reflejo de cómo era él como futbolista.

No todo ha sido fracaso para Dunga como entrenador de Brasil. En su etapa inicial, el que fuera campeón del mundo en 1994 ganó la Copa América de 2007 y la Confederaciones de 2009. Todo pintaba bien hasta que su equipo cayó derrotado en los cuartos de final del mundial de Sudáfrica 2010 (2-1 contra Holanda). Ya para entonces el equipo comenzaba a palidecer en su estilo. Desde Europa, España acumulaba elogios y trofeos al empoderar al fútbol vistoso, mientras Brasil se alejaba de él. En aquel equipo, el del fracaso de 2010, el “Jogo Bonito” debía recaer en jugadores intrascendentes (como Robinho) o en franco declive (como Kaká). Su importancia claudicaba ante jugadores de más garra y menos técnica, como en el caso de Ramires, Felipe Melo o Gilberto Silva. A Dunga le acusaron de aplicarle una cortina de hierro a la fantasía y su primer ciclo finalizó sin haber sido capaz de devolverle la gloria a Brasil.

Sin embargo, lo que vino después tampoco encontró las respuestas para solventar una crisis que comenzaba a gestarse. Con la dirección de Mano Menezes, Brasil fue eliminado en penaltis por Paraguay en la Copa América 2011. Para entender la dimensión de la falta de talento y carácter que comenzaba a darse, en aquel juego Brasil encomendó su destino a jugadores como Thiago Silva, Elano Blumer, Federico Chaves y André Santos. Todos ellos fallaron el penal que les correspondía.

Decidieron entonces recurrir a una vieja gloria: Luiz Felipe Scolari, con quien obtuvieron la que hasta el día de hoy es la última Copa del Mundo que Brasil ha conquistado, la de 2002. Desde entonces han sido tres naciones europeas las que han reinado en la competencia (Italia, España y Alemania). Si bien con “Felipao”, Brasil tuvo un buen presagio al ganar en casa la Copa Confederaciones 2013, el desenlace del sueño adquirió matices de pesadilla, cortesía de la maquinaria alemana.

Las razones de la agonía del “Jogo Bonito” son variadas. Algunos apuntan el dedo acusador al éxodo masivo de las súper estrellas de las ligas locales rumbo a Europa, quienes persiguen el dinero y privilegian el éxito personal en sus clubes (de donde provienen sus salarios) y no tanto al rédito económico que podría darles una marca que ya no vende tanto, como la de la “canarinha”. Otros opinan a que, en un deporte que cada vez es más globalizado y competitivo, Brasil está pasando por una sequía de talento, y el poco que aparece ya no es tan fiel al de las raíces, el de la diversión que llena las pupilas en los graderíos. Neymar es quizás el único futbolista que llena el perfil del brasileño súper estrella que cada generación debe parir. Pero Neymar es un futbolista cuyo valor en el mercado resulta estratosférico. Según Football Leaks, el costo final de Neymar para que defienda la camiseta del FC Barcelona ronda entre 200 y 270 millones de euros. Para un futbolista de 23 años que realizó 49 partidos con su club en la última temporada y que ya ha defendido la camiseta de su país en 105 oportunidades, tener un exceso de partidos podría dañar severamente su carrera y permitirlo sería una terrible inversión. Por eso es que la Confederación Brasileña realizó un pacto con el Barcelona para que Neymar no jugara la Copa América Centenario y sí lo haga en los próximos Juegos Olímpicos de Río. Esta última competencia no corresponde a fechas FIFA, por lo que no existía una obligación del Barcelona para permitir que Neymar participara en ella. Pero Brasil, que nunca ha ganado la medalla de oro de Juegos Olímpicos, está empeñado en recuperar su prestigio en la segunda oportunidad que tendrá en dos años de hacerlo en su propia casa.

Es innegable: paulatinamente, desde la globalización de las telecomunicaciones, el fútbol se ha ido convirtiendo en un negocio descarado y voraz. Brasil despreció (en cierta manera) la Copa América y privilegió a los Juegos Olímpicos. De momento la jugada pinta mal, porque el bochorno reciente de la eliminación prematura ha vuelto a manchar la reputación del “Scratch du oro”, que acudió a la cita en Estados Unidos con Philippe Coutinho Correia como su jugador más talentoso. Podría ser soberbia (pensar que con un equipo B alcanzaría para superar a Ecuador, Haití y Perú), podría ser escasez de talento, podría ser que los pequeños cada vez encuentran menos imposible desafiar a Gulliver, lo cierto es que el crédito cada vez es más limitado.

“Ahora aparecerá un montón de idiotas a hablar mierda. ¡Que se jodan! El fútbol es así”, declaró Neymar después de la derrota ante Perú y después de las críticas que recibió por festejar en una piscina su hábitat natural con amigos, bellas modelos y champagne. Olvida Neymar que antes el fútbol no era así. Que hasta hace apenas dos años, en la inauguración de su mundial, las decisiones arbitrales solían sonreírles más a ellos. Pero en la agonía del “Jogo Bonito”, al Brasil actual no le alcanza ya ni para recibir aquel tratamiento…

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