Interstellar

Cooper es un astronauta traumado por un accidente que sufrió en el lanzamiento fallido de su nave. Cooper es el padre de dos muchachos, un niño y una niña, Murph. Cooper es, desde que no vuela y debido a la inminente destrucción de la Tierra por algo muy parecido a los estragos del cambio climático -más nitrógeno, menos oxígeno en la atmósfera-, un granjero que cultiva maiz, el único grano cultivable en este pre-apocalipsis. Y Cooper es, de pronto, astronauta otra vez. Su misión: viajar a través de un agujero negro que seres de otro mundo han dejado, cual puertas interestelares, al ladito de Saturno a buscar nuevos mundos que la raza humana pueda repoblar. El astronauta debe dejar en la Tierra a Murph, su tesoro, sin saber si podrá volver a rescatarla. Cooper es Mathew McConaughey. Y esta es la última alucianción cinematográfica de Christopher Nolan (The Dark Night, Inception).

Esto es Interstellar, una película que se parece a Signs (2002), de M. Night Shyamalan, en la que Mel Gibson salva a sus hijos de la llegada de una raza alienígena hostil; que podría ser Contact (1997), de Robert Zemeckis, donde McConaughey comparte cartel con Jodie Foster en una historia sobre las explicaciones que ciencia y religión quieren dar a la pregunta por la vida extraterrestre; y, en el fondo, quiere ser un poco como 2001: A space oddisey (1968), el clásico de Kubrik que inauguró el género interstelar.

 

Interstellar no es ninguna de esas películas y eso es bueno. Lo malo es que este cuento cinematográfico de Nolan sobre la raza humana y su sitio en el universo no logra el sello estético que ya había adelantado el director en Inception, llena de una oscuridad matizada por muchas sombras que enseñan, sin mostrarla, la presencia de la luz, y de un montaje trepidante que es una maduración dramática de las cámaras lentas propuestas por Matrix.

Interstellar tiene, sí, retazos impresionantes propios de Nolan, como ese uso maniático que hace de la luz, con el que incluso llega a emular la estética y elegancia kubrikiana, o esa maestría para extraer la esencia a sus actores. Lo que no termina de tener esta película es personalidad propia, como sí la tuvo Inception, el poderoso ensayo visual sobre el mundo de los sueños, o Prestige, la película sobre magia en que Christian Bale (actor fetiche al parecer) comparte cartel con Hugh Jackman y Scarlett Johanson en un triángulo dramático bien logrado.

También tiene Interstellar motivos que empiezan ya a ser patrones en la cinematografía de Nolan, como el poder-guía de las relaciones entre padres e hijos o el uso inteligente de cámara y montaje.

En ese apartado, el de la puesta en escena, esta película sí marca una evolución respecto a la cinematografía anterior del director: aquí la gramática de Nolan, que combina primeros planos abrasivos, cuyo objetivo final es acentuar el ser interno del personaje, con planos abiertos que también hablan del ser humano enfrentado a eso que no puede gobernar, al mejor estilo western.

Luz, encuadre y actuación combinan muy bien en una de las escenas más poderosas de la película, esa en que Cooper (McConaughey) se comunica por primera vez con Murph, su hija, después de unos días en el espacio, que por efectos de la relatividad espacio-temporal del hoyo negro en el que se encuentra el astronauta, son décadas para la muchacha. Padre e hija tienen la misma edad cuando ella decide vencer el resentimiento que la embarga desde que él la dejó para embarcarse en una comunicación unilateral: ella ha grabado un mensaje que él escucha, solo, en su cabina espacial tras saber que su misón de salvar el mundo parece una empresa imposible. A fuerza de los elementos básicos del lenguaje cinematográfico, que son la actuación y el encuadre, McConaughey y Jessica Chastain (Zero Dark Thirty) -que es Murph adulta-, hacen creíble la tesis definitiva de la película: los motores últimos de cualquier empresa humana son el instinto de superviviencia y el miedo a perder lo que se ama. No son necesarios efectos especiales deslumbrantes o una estética super elegante para llevar esa idea al espectador; bastan los pasos básicos del cine: actuación y encuadre.

Parece irónico que, siendo Nolan un director esteticista hasta el cansancio y siendo la suya una obra que se esfuerza mucho por definir un estilo propio, lo mejor de esta película, que según la crítica estadounidense está llamada a ser su obra de maduración, sea esa gramática básica. Parece irónico pero no lo es: en estos tiempos en que la sobrexposición a lo audiovisual nos atrofia el gusto siempre es reconfortante volver a cineastas que buscan en buenas actuaciones y narraciones inteligentes la base de su arte.

Por eso Interstellar vale la pena: la búsqueda en los motivos humanos últimos ante la pérdida es, aquí, el eje central. Es una pena que Nolan se haya distraído tanto en intentar parecerse a otros y, en el camino, haya sacrificado a esos personajes y actores que merecían más tiempo frente a la cámara.

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