Infiltrados, un año después

Hoy, hace un año, presenté mi libro “Infiltrados: Crónica de la corrupción en la PNC de El Salvador (1992-2013)” en la UCA. Hace poco lo releí completo, de un tirón, por primera vez. Dos cosas volvieron a asustarme: La primera, que todos los tumores de la Policía siguen ahí, supurando, sin que nadie, en especial las nuevas autoridades nombradas por el gobierno de Salvador Sánchez Cerén, haga algo. La segunda, la normalización de la corrupción, del chanchullo, del desmoronamiento moral y administrativo de una institución que sigue siendo indispensable para el buen funcionamiento de nuestra democracia. Vuelvo a constatar, entonces, la validez de una de las frases más certeras que recogí para el libro, la que me dijo Juan Faroppa, uno de los funcionarios internacionales que ayudó a fundar a la PNC:  “Las élites socio-económicas ya no parecen preocupadas por las policías estatales: pueden pagar su seguridad con empresas privadas, y poco les importa lo que suceda a los sectores sociales mayoritarios que no tienen esas posibilidades, y que solamente esperan protección del paraguas del Estado, cada vez más débil e ineficiente”.

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Pero en El Salvador nadie habla de la Policía. Digo, nadie habla en serio de la Policía.

El gobierno se preocupa más por ocultar sus carencias que por enfrentarlas. La oposición, partidaria y gremial, no pasa del análisis que esconde los pecados propios y resalta los ajenos. Y otros, como el señor Rudolph Giuliani, por citar al gurú de turno… bueno, qué puede decir el señor Giuliani.

Nadie habla de la Policía cuando es indispensable seguir hablando de ella. Cualquier solución a la situación actual de violencia en El Salvador ha de pasar por la recuperación social de extensas porciones del territorio nacional en las que, debido a décadas de desidia institucional, de pobreza, de falta de atención y, desde hace 20 años, de presencia pandillera, el tejido estatal es muy débil; y en esa tarea de recuperación la única institución facultada por ley a ejercer la fuerza pública será siempre indispensable.

Pero por ahora, y a pesar de los muy pocos y aislados esfuerzos de rescatarla, la PNC sigue siendo una colección de infamias.

Una de las experiencias más enriquecedoras que me ha dejado “Infiltrados” nació del contacto con exdetectives, exoficiales o miembros activos de la PNC que vivieron de cerca todo el proceso de decadencia de la institución y que habían guardado silencio hasta ahora por temor a represalias. Desde el día mismo de la presentación en la UCA, el pasado 13 de mayo, empecé a recibir correos y llamadas; todos tenían una historia macabra que contar sobre la PNC.

Algunas de aquella pláticas se quedaron en el primer episodio: una charla de cafetería fue suficiente para entender que no había forma de probar algunas de las acusaciones que mis interlocutores hacían contra excompañeros y jefes. Otros testimonios han dado mucho más de sí: dos de ellos son ya investigaciones avanzadas sobre más hechos de corrupción o sobre estructuras de crimen organizado que aún funcionan en el seno de la PNC.

Me refiero a una de esas investigaciones, que aún no es producto periodístico terminado pero a raíz de la cual ya tengo comprobaciones básicas para sostener lo que escribo a continuación: en las divisiones especializadas de la Policía, en específico en la División Élite contra el Crimen Organizado (la DECO), funcionan varias redes de, pues, de crimen organizado, que al mando de oficiales de rango medio se dedican al sicariato, al tráfico de drogas, a la intimidación de testigos y, últimamente, a la limpieza social. Sigo trabajando en esta investigación, pero, como dije, varias horas de pláticas con víctimas, fiscales y los mismos policías, así como documentos judiciales y requerimientos, me permiten afirmar lo que acabo de escribir.

La DECO es la división a la que Hugo Barrera le apostó al final de la administración Calderón Sol para sustituir a la efímera DICO, la unidad supervisada por la comunidad internacional que a mediados de los 90  resolvió varios de los casos más emblemáticos de entonces, como los asesinatos de Francisco Velis, García Prieto o Vilanova. La DECO fue secuestrada, primero, por Víctor Rivera, Zacarías, un oficial venezolano que tuvo tratos con narcos en El Salvador y Guatemala, y luego por oficiales que empezaron a desviar investigaciones, a cobrar por ellas a víctimas de secuestro y a dilapidar los fondos que entonces les daba la ANEP.

Nada de eso me sorprende ya.

Lo que sigue asqueándome es que nadie haga nada. Nada. Seguido me preguntan en Washington qué pasa en El Salvador. Las respuestas a esa pregunta son muchas y complicadas, pero no dudo que una de ellas pasa por la corrupción de instituciones tan importantes como la Policía o la Fiscalía General, por su incapacidad probada de garantizar seguridad y democracia.

Me preguntan, por ejemplo, si El Salvador necesita una CICIG. Yo creo que sí, no sé si con el mismo formato que en Guatemala, pero sí al menos en forma de un mecanismo internacional que nos ayude a limpiar un poco, a bajar índices de violencia, a subir índices de condena y a alejar a esas instituciones de la miopía y mezquindad de los políticos de izquierdas y derechas.

Yo tengo claro, por ejemplo, que mientras Luis Martínez sea fiscal general nada mejorará en la FGR: cómo va a pasar algo bueno con un funcionario que piensa que no debe explicaciones sobre cosas como viajar en los aviones de Enrique Rais. Pero luego de Martínez -ojo, la reelección siempre es posible- vendrá otro igual; otro cuyo misión será no hacer nada para mantener tranquilos a los políticos corruptos de partidos con deudas criminales que los eligieron.

Y tengo claro que mientras no haya una limpia de verdad en la Policía no habrá en El Salvadorposibilidad de, por ejemplo, añadir un componente de investigación policial profesional a la fórmula necesaria para resolver la violencia y aliviar la impunidad.

Hace poco llegó el exalcalde neoyorquino Rudolph Giuliani a ofrecer a El Salvador fórmulas recicladas contra la violencia, que aparte de no haber funcionado en otros contextos latinoamericanos, parten de una premisa equivocada en el caso de El Salvador: que la fuerza pública, el sistema de justicia y el ente de investigación del crimen están al servicio del bien público; no lo están: siguen al servicio de pequeños intereses políticos, gremiales, privados y, sí, criminales.

En El Salvador lo que falta es seguir hablando de la infiltración, de la podredumbre, de la corrupción institucionalizada, para empezar a eliminarla. Hablar de eso no es, claro, decir “sí, los de mi partido son un poco corruptos, pero los del tuyo son más” o “Flores sí, pero Funes no”; hablar de eso es reconocer el mal en todos los niveles, partidos y colores que sea necesario.

Hace mucho este dejó de ser un problema exclusivo del FMLN (hoy lo es más porque ellos gobiernan, y llevan ya 6 años haciéndolo aunque parece que siguen sin darse cuenta) o de ARENA. Este es un tema de El Salvador, el país más violento del mundo, donde mueren 15, 20, demasiados salvadoreños todos los días, en buena medida porque sus instituciones, como la Policía, siguen infiltradas y a merced de los corruptos.

 

 

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