“Mi hijo es una bendición, lo que afecta es que se le ponen muchos obstáculos”

Donald Osorio y Lissette Miranda son los padres de Daniel, que tiene discapacidad intelectual. Daniel, a quien sus padres llaman Dani todo el tiempo, mira el televisor absorto y parado cerca del aparato. Es alto para sus 11 años y hace lo que más le gusta: ver dibujos y películas de acción. De vez en cuando da palmas y sonríe, da saltitos como cuando se está contento.  José Alfredo, su hermano de dos años y medio, corretea, se ríe, habla solo, juega con muñecos que lanza contra el suelo, desmonta un patín. ·s un terremoto.


Donald es mecánico y hace una pausa en las labores del taller para compartir su experiencia como padre de un hijo con discapacidad. La madre, Lissette Miranda, trabaja en la casa y prepara algo en la cocina mientras su sobrino hace las tareas escolares en una pequeña mesa a la par de ella. Lissette echa de menos el empleo que tenía en una tienda de repuestos, lo dejó para dedicarse por completo a la casa y a sus hijos,  pero reconoce que por el momento no tiene otra opción.

Los Osorio Miranda conviven a la par del taller familiar, por el momento ocupan ese espacio de una sola habitación donde conviven los cuatros. El plan es mudarse a un terreno que están arreglando para irse a vivir, pero de momento así les toca. Su casa, aunque es pequeña, está  ordenada y limpia. Son una familia como otra cualquiera, pero sus necesidades no.

Dani fue diagnosticado con una deficiencia intelectual idiopática, es decir, de origen desconocido, esto le genera un retraso mental severo. A su edad aún necesita usar pamper y no habla. Sus padres cuentan que acceder a la educación pública ha sido muy complicado, en el Instituto Salvadoreño de Rehabilitación Integral (ISRI) ya terminaron con sus terapias hace años y el centro educativo privado que antes pagaban, ahora les resulta inaccesible por la situación económica familiar. A pesar de todo no pierden la esperanza en que pueda volver, pues es el lugar donde más ha aprendido y mejor lo trataban.

Hace tres años que Donald y Lissette se animaron a volver a ser padres, al principio temían que volviera a sucederles lo mismo, pero se armaron de valor y decidieron darle un hermano a Dani. El pequeño José Alfredo ha contribuido, sin saberlo, en el desarrollo de su hermano; gracias a su carácter juguetón, Dani se ha vuelto más sociable y con ganas de salir a la calle. Debido a la falta de ayudas y las dudas por el día que ellos falten, esperan que José Alfredo sea  el “bastón” de su hermano mayor.

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El llanto con el que Dani recibió al mundo no supuso el mensaje de alivio que sus padres esperaban y que los médicos normalmente predicen.

“Fue un parto un poquito complicado, pero hasta cierto punto normal, nació, todo bien. Ella botó agua, pero los médicos dijeron que no hubo sufrimiento, no hubo asfixia. Como los médicos dicen: no hay daño si el niño llora, como un punto clave para la formación del cerebro de un recién nacido; y él lloró, fue algo de lo que ella (madre) dice que está consciente”, empieza contando Donald.

A los cuatro meses de nacido, estos padres primerizos empezaron a preocuparse porque su hijo no se comportaba como el resto de niños de su edad. Se dieron cuenta cuando iban a la clínica, hablaban con otros padres y madres y les decían todas las cosas que sus bebés ya hacían, pero Dani no, él apenas se movía.

“Fue alérgico al pecho, le dio neumonía a los tres meses, fue una situación de tanta enfermedad que los médicos no se percataron de nada. A la edad de ocho meses ya consultamos con otro médico, con un neurólogo pediatra, la directora del ISRI por ese entonces. En la primera evaluación dijo que había un daño, pero en el TAC (Tomografía Axial Computarizada) arrojó que él lo que necesitaba era estímulo, para ella iba a ser un niño como cualquier otro”, dice Donald.

Entonces empezaron las terapias con Dani, pero al cabo de tres a cuatro meses dijeron que no mejoraba según lo esperado. Tras realizarle más exámenes y evaluar el caso entre varios médicos, se llegó a la conclusión de que el niño tenía un retraso mental severo que fue tipificado como idiopático, es decir, sin una causa o un por qué. La esperanza de lograr que Dani se desarrollara como cualquier otro niño se esfumó.

“Al principio nosotros pensábamos ¿pero por qué severo? Ahora caemos en la cuenta del porqué. Vaya, él tiene dos años y medio (José Alfredo, el hijo menor) y usted lo ve cómo se maneja y se comporta, pero su mundo (el de Dani) es diferente, a él no le llaman la atención los carros, no le llaman la atención los juguetes. A él le gusta la tele, le gusta la natación, los caballos porque casi desde esa edad ha ido a terapia de caballos”.

Dani empezó a dar sus primeros pasos hasta los cuatro años y medio, gracias a las terapias. Sin embargo aún necesita usar pamper, un gasto que la familia hace, mientras que su hermanito pequeño ya casi está saliendo de eso, dice la mamá.

Las terapias en el ISRI se prolongaron hasta los siete años, cuando los médicos evaluaron que ya habían hecho todo lo que podían por él y debido a la gran demanda que reciben, abren las plazas para admitir a otros menores de edad que aún no han recibido terapias. Pero esta decisión fue dolorosa para ambos padres, precisamente por la forma en que se lo comunicaron:

“Nos dijo (el médico)que él no iba a caminar, que era por gusto, que nosotros teníamos que entender que él iba a estar como animalito en la casa, en esa consulta nos quería convencer de que él así como había nacido, así iba a morir”, dice Lissette. Y agrega: “Yo solo le dije, mire, usted no es dios para saber qué va a ser de Daniel “. Y le dije a mi esposo: Jamás vuelvo a pasar una consulta con ese doctor, aquí era para haberlo grabado porque se equivocó de carrera, no sabe ni dónde está, porque hay milagros, como la Teletón, aunque yo de eso también me quejo porque ocupan a los niños para tener dinero”.

La coordinadora del área educativa del centro infantil del ISRI, Delmy de Ortiz, aunque no conoce el caso en particular, expresó que la respuesta del doctor pudo haber sido tosca, pero que la decisión del grupo que lo evalúa y decide detener las terapias lo hace en función de los avances del niño, y si las mejorías se detienen se puede incluso llegar a hacerle daño, por lo que viendo la necesidad de integrar a otros nuevos, se decide suspender. Sin embargo, señala que las puertas no están cerradas y siempre se puede volver para evaluar si es recomendable continuar con las terapias. Ortiz reconoce que para los padres es difícil aceptar que no va a haber grandes mejorías para sus hijos, pero que las terapias no pueden cambiarlo todo.

A todo esto, Dani no se ha estado quieto, pasa unos minutos delante del televisor y luego sale caminando hacia la puerta, hacia la cocina, toca la mano de su padre o de su madre, se para delante de mí y sonríe mirando hacia otro lado, a veces se sienta por unos segundos. Por eso su padre reconoce que necesita un colegio donde usan técnicas para mantenerlo centrado.

“Hace cuatro años que lo llevamos a un colegio especial, el único problema es que hay que pagar una cuota bastante alta, que por él siempre, pero ya son dos niños y solo un sostén en la casa. Pero igual lo logré durante tres años, es muy buen colegio”, dice Donald.

Lissette resume así los avances logrados en el centro privado: “Cuando llegó no subía gradas, no tomaba en pajilla y después ya empezó a aceptar a más gente”.

Antes de ir al centro privado, Donald y Lissette probaron con las escuelas públicas especiales de Mejicanos, San Miguelito y San Jacinto, pero ya sea por la falta de accesibilidad física (a Dani le cuesta mucho subir por las gradas) o porque necesita usar pamper, les dijeron que él tenía que llegar con un tutor para acompañarlo en el día a día, un servicio costoso y difícil de hallar, señalan sus padres.  Incluso llegaron hasta el Ministerio de Educación para pedir que lo aceptaran en una escuela normal, el centro escolar Santa María, donde lo agarraron para estar con niños de kínder, pero que “es bien difícil integrarlo a él porque en su afán de querer tocar a otro niño le puede hacer daño, porque él físicamente va bien con su edad. Y no quieren ponerlo con niños de edad porque dicen que los va a distraer”, dice Lissette.

Ante la disyuntiva de mandarlo a un colegio público donde tienen que pagar a alguien para que lo cuide y asista, y donde Donald considera que no le enseñan nada, que solo está para pasar el rato y socializar, prefieren volver a mandarlo al centro privado donde le dan una atención específica y se trabaja en grupos reducidos según las necesidades de los alumnos.

“Desgraciadamente no le pone (el país)  atención a la población con discapacidad (…) Estamos a una distancia grande de una integración, de aceptar. Y otras cosa que hemos vivido, que a la propias familias les cuesta aceptar, nosotros lo vivimos por ambas partes, tanto por la materna como por la mía, todavía les cuesta aceptar, algo que a nosotros no”, concluye el padre de Dani.

Junto a las preocupaciones por el futuro de sus hijos, Donald resiente la discriminación, las miradas molestas y morbosas que se clavan sobre Dani cuando han salido a comer a algún lugar.

“El ser humano es muy expresivo, no necesita hablar para denotar lo que está sintiendo. A nosotros nos molesta que lo miren raro, no que lo miren, si no el morbo. Muy pocas personas comprenden, muchos lo ven como una enfermedad y no, es una condición. Pero para mí mi hijo es una bendición, se logran muchas cosas, siento que es una carga que Dios me dio, pero sí la puedo llevar, a veces lo que afecta es que se les ponen muchos obstáculos”, expresa Donald.

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