Gracias, pelón

Fijate que admiro tu naturalidad, tu pose fresa no es pose. Sos así. Me llega también que denunciés el maltrato laboral que sufren los pobres legisladores de la República. Tan ninguneados, tan calumniados, difamados, pisoteados. Su imagen la tienen por el suelo, pero, claro, no es su culpa. Si lo que ustedes hacen es trabajar incansablemente para tener el país que tenemos. Gracias por ello. Es difícil para mí ponerme en tus zapatos. No nací con privilegios. Pero me esfuerzo por tratar de comprenderte. Por eso te digo gracias. Gracias por obligarme a esforzarme más en desnudar cada día que la naturaleza de los diputados de este país cada vez más se acompaña con sustantivos como privilegios, prebendas, prerrogativas, descaro, oportunismo, ignorancia, estupidez, corrupción. Y lo tuyo: desfachatez.

Quería escribir estas pocas palabras cuando hubieran pasado un par de semanas. Pensar en frío y con calma teclear mis opiniones. Pero reflexioné y llegué a la conclusión de que si escribía hoy mismo, mañana, la próxima semana, el próximo mes o dos años más tarde, casi que iba estar escribiendo las mismas palabras. No creás, pelón, que a mis dedos los mueve la cólera ni la emoción del momento. En realidad, son pensamientos que he tenido siempre sobre vos, sobre tu clase, sobre tus colegas diputados.

La primera vez que nos vimos, pelón, yo estaba en el ascensor del edificio de oficinas de la Asamblea. Vos seguro no te acordás. Era 2015, lo recuerdo bien. Tenías apenas semanas de haber entrado como diputado a la Asamblea Legislativa. El ascensor lo ocupábamos una secretaria de algún grupo parlamentario, dos empleados de alguna otra fracción y yo. Se estaban cerrando las puertas del elevador. Apareciste. Estabas apurado. Nos viste a todos. A mí me dedicaste una mirada de pies a cabeza. Hiciste un gesto que la subjetividad me indica que quisiste decir: guácala. Y te fuiste. Quizás esperaste para que el ascensor se vaciara. O quizás querías ir acompañado de gente que más o menos llegara a tu nivel. O te acordaste de que hay un ascensor exclusivo para diputados y estabas a punto de cometer el grave error de mezclarte con personas comunes.

La segunda vez que te vi, pelón, yo estaba entrevistando diputados en el pasillo de acceso al Salón Azul. Faltaban minutos para la sesión plenaria. También era 2015. Eras nuevito. A vos te estaba entrevistando un reportero. No sé qué de revelador podían sacarte, pero bien. Una colega de televisión que estaba asignada a la Asamblea caminó de un extremo del pasillo al otro. La seguiste con la mirada. Le clavaste la mirada en las nalgas. Te vi, pelón. No la dejabas de ver mientras movías la boca como a control remoto diciendo no sé qué cosas a la grabadora del reportero. Ahora entiendo que pensás que tu trabajo sacrificado de diputado te da para hacer eso y más. Y no nos debe extrañar, ni indignar. Es más, al contrario, te doy las gracias, pelón.

La tercera, pelón, te vi en la tele. Vi como agarraste a un camarógrafo de un noticiero para apartarlo de una cobertura. Él recibió un empujón y de rebote la cámara de él te tocó la cabeza. Te emputaste. Lo agarraste y lo sacaste a la fuerza. Te aprovechaste de que era más pequeño que vos. Y eso que no sos alto. Sos un matoncito, diputado. Chiquito pero bravo.  Le dijiste después que lo ibas a acusar con su jefe. Y, claro, tenés el poder gracias a tu ardua labor como diputado. Gracias, pelón, por querer librarnos de camarógrafos agresores. Me imagino que tu vida antes de ser diputado pasaba entre las europas y las américas sin preocupaciones, con tus sombreros y trajes de manta, y no te imaginabas que ibas a estar en medio de tanta chusma en conferencias de prensa teniendo que soportar a tanta gente, como vos dijiste hace poco, que ni te da las gracias.

Después me di cuenta de que seguías vivo cuando vi fotos tuyas:  habías dibujado en tu libreta figuras y palabras al mejor estilo de Norman Bates mientras el presidente Sánchez Cerén daba un discurso en el Salón Azul. Ese mismo día, si no me equivoco, te sorprendieron las malditas cámaras cuando portabas una pistola en tu cintura dentro de la Asamblea Legislativa. Sos un loquillo, en verdad. Pero no te preocupés, que somos nosotros los que no habíamos dimensionado el extremo estrés de tu cargo que te exige, por poco, despellejarte. Y lo peor: sin que te den las gracias. Yo sí te doy las gracias, pelón.

Luego vino la campaña y te vi surfeando, te vi luego en una finca tuya o de tu familia o de algún amigo. Bien chivos los spots. Nos presentaste a todos el mundo de fantasía en el que vivís. Claro, ahora entiendo por qué tu pesar de que los diputados no ganan un salario suficiente para tener la vida que has tenido. Ha de ser indignante clavarte cada mes un poquito más de cuatro mil dólares y recibir un bono por un salario completo en junio y otro en diciembre. Más aguinaldo, por supuesto. Supongo que eso no cubre tanto esmero y tanto afán por tener el país que tenemos en las acolchonadas sillas de las comisiones y de las curules.

En medio de toda esta campaña negra y malintencionada que ahora te están haciendo, luego de tu comentario en un canal de televisión acerca de que vos, pelón, y tus secuaces son los peores pagados de Latinoamérica, vi una foto tuya en redes sociales en la que salís fumigando una casa. No dudo para nada de que fue una imagen tomada durante la campaña para diputados. Se puede ver en tu cara el ahínco y entrega total al prójimo.

No llorés más porque nadie te da las gracias luego de exigirte tanto y pagarte tan poco. Incluso te piden cosas que no son propias de tu trabajo legislativo. Perdón, en nombre de todo El Salvador, por ese abuso.

Pero, ánimos, vas por el rumbo correcto, pelón. Sos merecedor de tu cargo.

Sos diez. Sin vos, este país no fuera lo que es ahora.

Gracias.

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