El flagelo del narcotráfico en el Triángulo Norte

“Nosotros creemos que el narcotráfico, no la droga, el narcotráfico es el peor flagelo que estamos soportando recientemente en América Latina”
—José Mujica, ex presidente de Uruguay


La diversificación de las actividades de las Organizaciones de Tráfico de Drogas (OTD) en el Triángulo Norte ha llevado a los actores internacionales a comprenderla como parte y consecuencia de la debilidad de los Estados de esta región centroamericana. A ello se les suman los altos índices de impunidad, las fuerzas de seguridad corruptas e ineficientes, los altísimos índices de pobreza y una cultura de violencia impuesta, entre otros actores, por la clase política y los medios de comunicación que no permiten que los procesos de desarrollo, seguridad y gobernabilidad sean efectivos. Esto ha desencadenado una serie de acontecimientos que deberían motivar a la civilidad y a los políticos responsables a promover y elaborar políticas públicas eficientes.

Es vertiginosamente indispensable que esta retórica se consolide mediante cambios concretos en las políticas, leyes y prácticas en materia de drogas. Desde la creación de la Comisión Nacional Antidrogas (CNA), en 2003, la misma ha demostrado continuamente ser poco rigurosa e ineficaz. La evidencia académica acerca de la ineficacia de la política represiva en materia de control de drogas ha estado al alcance de las autoridades. Sin embargo, han decidido, por complicidad o negligencia, ignorar las evidencias que prueban que una política de control de drogas efectiva debe ser fundada en criterios de salud pública y de derechos humanos.

El decreto No.153 de la ley reguladora de las actividades relativas a las drogas ha resultado ser lesiva en la mayor parte de los casos, provocando efectos contraproducentes en los índices de desarrollo, la lucha contra el crimen organizado y la estabilización socioeconómica.

Las estrategias y tácticas de las fuerzas de seguridad del Estado dirigidas a combatir las OTD son medidas exclusivamente represivas, y en la mayoría de los casos son aplicadas a las Personas Que Usan Drogas (PQUD) y a personas que se dedican al micro tráfico, ya sea por amedrentamiento de grupos criminales o debido a la carencia de oportunidades y falta de servicios que el Estado debe garantizar.

Los escandalosos índices de impunidad y los cada vez más comunes escándalos de corrupción entre los funcionarios del gobierno debilitan aún más su legitimidad para implementar cualquier programa anticorrupción y de combate al crimen organizado. La crisis sistémica es cada día más evidente, y esto debería empujarnos hacia un replanteamiento de las relaciones entre la civilidad y el Estado. Pero esto no lo lograremos sin reformas profundas que dinamicen la sustentabilidad del país. Somos una sociedad donde la percepción generalizada es que las entidades creadas para garantizar la seguridad y la justicia están implicadas en actividades ilegales relacionadas con las OTD u otras expresiones del crimen organizado. Por ello, no es de extrañar que la pobreza, el miedo y la desconfianza rijan el diario acontecer.

La evidente ineficacia del Estado en la persecución y combate al gran narcotráfico y el lavado de activos es escandalosa. Por ejemplo:

  • No ha existido decomiso alguno de cantidades importantes de drogas (mayores a una tonelada) en el período 2010-2015.
  • El Estado salvadoreño ni siquiera es capaz de determinar la pureza de las sustancias que incauta, incumpliendo de esta manera el objetivo principal de las convenciones internacionales que tanto defiende el aparato del Estado. Pues, según éstas, es preciso que en cada uno de los casos se verifique la pureza de la sustancia para establecer la peligrosidad o lesividad de la falta por la ley de drogas determinada.
  • Sumado a esto, llama la atención la total ausencia de procesamientos judiciales de funcionarios de gobierno durante las dos últimas administraciones por delitos relativos a drogas (según datos de la División AntiNarcóticos (D. A. N) para el periodo 2010-2015).

La economía del miedo y de las drogas ilícitas se enraiza en el país, las instituciones públicas se socavan y la corrupción se exacerba. Los empresarios y otros que tienen éxito en la generación de capital político a través del pago de sobornos han generado también cuantiosos ingresos garantizando protección a las OTD, muchas veces proporcionada por las mismas autoridades gubernamentales.

La consolidación y la expansión de la economía de las drogas ilícitas seguirá avanzando hacia la toma de control del Estado. La prohibición y la “Guerra Contra las Drogas” han tenido un profundo impacto en el desarrollo económico y social, además de provocar graves consecuencias humanitarias. La clase política parece estar usando el tráfico de drogas para su propio beneficio y el de sus campañas electorales. Esto ha permitido que las OTD se infiltren en la economía nacional, en la sociedad (con graves consecuencias para la seguridad) y en la estabilidad del Estado.

Por último, el silencioso y sombrío aumento de apoyo a grupos de exterminio está propiciando su extensión y consolidando la ya establecida industria del sicariato. Éste constituye, junto al tráfico de armas, la explotación sexual de menores, el tráfico de personas y el tráfico de tejidos humanos, parte de graves problemas que son ignorados. Por ello, las actuales políticas de drogas en El Salvador y sus medidas prohibicionistas van en contra de los intereses de la civilidad, contra los derechos humanos, los derechos económicos y sociales de las y los salvadoreños.

En cuanto a la respuesta política necesaria para romper este círculo de la muerte, se requiere de la apertura de espacios políticos en el Triángulo Norte. Espacios en cada país donde se pueda generar y gestionar conocimiento con el fin de promover un debate más incluyente a nivel nacional y regional. El Salvador, Honduras y Guatemala se encuentran en un momento histórico debido a una situación política crítica. Esta crisis ofrece oportunidades invaluables para abordar el debate sobre políticas de drogas y su conexión con otros delitos como la corrupción, el lavado de activos, entre otros.

Es necesario que nos apartemos de la narrativa propagandística del prohibicionismo y analicemos con enfoques más integrales que nos lleven a comprender las conexiones entre el mal gobierno, la corrupción, el tráfico de drogas y los múltiples impactos que la Guerra Contra las Drogas tiene sobre la sociedad. La colaboración intergeneracional debe contribuir al debate para la mayor comprensión del impacto que las reformas a las políticas de drogas pueden ejercer sobre la construcción de una paz duradera, no de una paz que se sostiene del marketing y de vagos recuerdos del pasado reciente.


“Aquellas personas que no están dispuestas a pequeñas reformas, no estarán nunca en las filas de los hombres que apuestan a cambios trascendentales”
Mahatma Gandhi

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