Las figuritas no ganan mundiales


Se acabó el Mundial para Neymar. Se había acabado antes para Messi y para Cristiano Ronaldo. Los tres son – llevan periodistas expertos diciendo ya varios años– los mejores del mundo. Excepcionales. Insignias de una generación de futbolistas atléticos. Competencia incluso de los grandes del pasado, como Franz Beckenbauer, como Pelé, como Diego Maradona, como Johan Cruyff. Y, en estos tiempos del fútbol como empresa global, dueños de ridículos contratos millonarios con los que, por escribir algo fácil, se podrían pagar porcentajes saludables de los déficits fiscales en países como El Salvador.

Hay decenas de argumentos para apoyar esas tesis que ponen a los capitanes de Brasil, Argentina y Portugal en los pedestales del fútbol moderno, entre los que su capacidad para jugar al fútbol no es uno menor, es cierto, pero, por lo visto en el torneo ruso, no es el único ni el más importante.

Messi, Neymar y Cristiano Ronaldo son buenos jugadores que, por méritos propios pero también por obra de esa comunicación global que combina insufribles campañas de mercadeo mediático con publicidad pura, son percibidos como los mejores del mundo, cuando en realidad no lo son.

Y no me mareen con las estadísticas de lo que hicieron en sus clubes cuando está claro que sus clubes se montan en gran medida sirviéndoles para que brillen; cuando esos Madrides, Barcelonas o peeseges levitan, a punta de plata, plata y más plata, para servirles. Esa lógica, la de los clubes europeos que albergan a estas estrellas, se parece mucho al ciclismo de élite, donde todo un equipo de atletas se construye, también a fuerza de chequera, para que las grandes luminarias ganen tours de Francia o Giros de Italia.

Repito: los mejores del mundo ganan mundiales y, ya puestos, se revientan en la cancha para honrar los colores de sus países. Estos tres no: sus performances fueron irrelevantes; preocupados como estaban con sus egos, sus piruetas y sus inseguridades, nunca terminaron de dejarse en la cancha.

Y en esto soy irreductible: los mejores del mundo ganan mundiales, y cuando no lo hacen, dejan su huella imborrable en forma de goles, o de estilos de juego que marcan al deporte por décadas.

Johan Cruyff, por ejemplo, el motor y alma de la selección holandesa de los 70. No ganó un Mundial, pero fue el buque insignia de una armada que inventó una forma de entender y hacer el fútbol de la que siguen mamando clubes y países campeones del mundo, como la España de 2010. O Diego Maradona, que estallado por los estragos físicos y emocionales de la cocaína y acompañado por futbolistas más bien mediocres se ajustó el 10 de Argentina para hacerla campeona del mundo en 1986. O Ronaldo, el de verdad, el 9 de Brasil la década pasada, que con una rodilla hizo entender a una selección poco vistosa que para ganar mundiales, como él y la canariña lo hicieron en 2002, también hay que atacar el área, encarar defensas y ser más fuerte que los marcadores.

Los mejores del mundo no hacen el penoso papel de Messi contra Francia, no nos irritan con el ridículo ballet de caídas y piscinazos de Neymar, no nos marean con los truquitos baratos de Cristiano Ronaldo. Los mejores del mundo, los que quedarán después de Rusia, tienen otros nombres: Yerri Mina o Juan Cuadrado de Colombia, que dejaron hasta el último suspiro antes de caer eliminados; Kylian Mbappé, el francés de origen africano que a punta de velocidad ha dejado en ridículo a varios de los defensas mejor pagados del mundo; Thibaut Courtois, que saca balones imposibles de su meta, o Kevin DeBruyne, Axel Witsel y Marroune Fellaini, sus tres compatriotas que han hecho del medio campo belga el mejor de la copa.

A diferencia de los tres estelares, todos los arriba mencionados y otros tantos que ya no están en Rusia han jugado fútbol, buen fútbol, en gran parte porque se han portado como un onceavo del conjunto en cada partido en el que alinearon. En gran parte porque parecen entender, al menos en esta justa, que lo más importante es el país del que cantan el himno antes del pitazo inicial, y no, solo, sus nombres y caprichos. Esos, los figurines, están ya fuera. El Mundial de Rusia será de otros.

PD. También se acabó el Mundial para David DeGea, el portero de la selección española –eliminada en octavos por la mediocre Rusia– y del Manchester United. Demasiadas veces escuché al mismo coro mediático fabricante de mejores-del-mundo decir que era, junto a Manuel Neuer, el mejor portero del planeta. ¡Por favor!