Fidel y las últimas cenizas de la Revolución

“Tenemos cenizas de revoluciones”,

Joaquín Sabina en “Más de cien mentiras”.

Murió Fidel Castro. Con él murió, además, la porción del siglo XX que arrancó en América Latina acaso en 1954, cuando la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (la CIA) derrocó a Jacobo Arbenz en Guatemala y  empezó ahí a destruir la idea de que democracias independientes de los grandes intereses económicos de Washington eran posibles en el continente, y terminó en octubre de 1989, cuando la inefable inercia de la Historia movió los mazos de los jóvenes alemanes que tiraron el Muro de Berlín.

Columna "Insurgentes", de Héctor Silva Ávalos.

Columna “Insurgentes”, de Héctor Silva Ávalos.

Con Fidel Castro, el comandante en jefe de la Revolución Cubana transfigurado, por su obra y gracia, en el último gran dictador del hemisferio occidental, terminaron de diluirse las últimas cenizas de la bipolaridad que alimentó la Guerra Fría, cuyo cadáver no terminaba de podrirse en el panteón del siglo pasado.

Cuba, que no es de Fidel pero de cuyas bellezas y fealdades él es sin duda el principal arquitecto, entró como una señorona ya vieja y cansada al nuevo siglo, marcada por las cicatrices implacables que le dejaron años de embargo y totalitarismo en un rostro que, cuando joven, arrancó todos los suspiros que cabían en las revoluciones latinoamericanas y del mundo.

La Habana en la que desde el viernes 25 de noviembre yace el cadáver de Fidel Castro despierta apenas a las luces de neón que  han emborrachado durante medio siglo a otras ciudades latinoamericanas. Bajo esas luces, en el resto de América Latina, han dormido juntos el despojo y la pobreza, hacinados en los barrios donde los han recluido las elites de militares, terratenientes, banqueros y tecnócratas que, enloquecidos cuando de los ruinas del Muro de Berlín surgió la estupidez aquella de que no había más camino que el neoliberalismo, proclamaron que la idea del hombre nuevo y los postulados de la Revolución Cubana eran solo eso, estupideces.

Hoy, bien entrado el siglo XXI, no es raro que en nuestras repúblicas latinoamericanas sigamos atragantados con esas ideas que parió aquello del fin de la historia que promulgó Francis Fukuyama, o con otras que son sus hijas bastardas y oportunistas, como esa de que el bienestar democrático de una nación se mide solo por la corrección con que se llevan a cabo sus jornadas electorales, que terminan haciendo circular en las sillas del poder a una camándula de corruptos, megalómanos o simples parásitos, como la mayoría de presidentes y ex presidentes que ayer corrían a las redes sociales -la versión más reciente de aquel neón que mencioné- para tratar de apropiarse de la mortaja de Fidel Castro, o de escupir sobre ella.

La América Latina -y sus sucursales en el Norte, como la calle 8 de Miami- que hoy llora o celebra la muerte de Fidel Castro, la violenta, la empobrecida, la desfalcada por sus elites políticas y económicas, la herida de muerte por el crimen organizado aliado de esas elites, es, sí, diferente a las Américas Latinas que sobrevivieron a Fidel Castro y a las que, en buena medida, él contribuyó a definir.

No es esta América la de 1959, cuando el comandante y sus barbudos entraron triunfantes a La Habana para derrocar al decrépito régimen de Fulgencio Batista, apoyados incluso por Washington. Ni la de los 60 y 70, cuando Fidel Castro ya comunista declarado hizo de Cuba un satélite económico y político de la Unión Soviética de Khrushchev y Brezhnev. Ni la de los 80, cuando Fidel se convirtió en el padrenuestro de todos los movimientos revolucionarios del continente. Ni a la de los 90, cuando postrado por el descalabro de Moscú, por el inquebrantable bloqueo de Estados Unidos y por su propia terquedad, Fidel Castro hizo navegar a Cuba por uno de los peores periodos de represión interna y precariedad económica durante los años de las jineteras del Malecón.

Rincón habanero. Foto tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

Rincón habanero. Foto tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

La América Latina de hoy, no obstante, no ha dejado de ver -de frente, sobre el hombro o en el espejo- a todas esas Cubas, y de todas se ha nutrido. Para bien y para mal. Por eso me parece que esa pátina de juicio moral que se lee hoy entre las decenas de análisis, tuits, y artículos publicados a poco de la muerte de Fidel Castro, es una impostura absurda, nacida casi siempre de la ignorancia o de ejercicios repetitivos de filia o fobia ideológicas.

Hoy todos, parece, quieren evangelizar sobre Cuba y Fidel cuando lo que cabe, acaso, es hacer algo a lo que el comandante nunca fue muy propenso: opinar y disentir, desde la experiencia propia, se vale, pero no desde el afán de hacer pasar la propia como la verdad última. Como todo, Cuba y Fidel Castro son mucho más complejos que nosotros.

Yo, como reportero y escritor -que son mis oficios- puedo hablar de la Cuba de los 90, que es la que mejor conocí. Por eso mi idea de Cuba y de Fidel Castro nunca fue el panegírico romántico que me contaron mis padres -político social-cristiano él, médico guerrillera ella- cuando vivíamos en el exilio en México y Nicaragua.

Conocí la Cuba de los 80, en 1982, cuando tenía 10 años y viajé a la isla como miembro del grupo de niños salvadoreños exiliados que se unió a la reunión anual de juventudes que el régimen de Fidel Castro celebró aquel año en Varadero. Esa vez perdí buena parte de mi inocencia: descubrí por primera vez la sexualidad inherente al cuerpo de una niña, de doce años y de nacionalidad checoslovaca, a quien por accidente vi desnuda en uno de los cuartos del gigantesco complejo habitacional donde todos vivimos por una semana. Me acuerdo de ese cuerpo; me acuerdo de que una vez me tocó izar la bandera salvadoreña en la plaza de banderas; que conocí a niños y jóvenes de todo el mundo. Pero me acuerdo, sobre todo, del cuerpo de la checa, de la que luego, durante dos días eternos, me hice amigo. Cuba, para mí, fue eso durante muchos años: la idea de una aventura infantil.

Aquella vez vi a Fidel Castro hablando. No recuerdo nada de lo que dijo, solo que todos los vitoreaban. Recuerdo que todos nos reíamos. Yo me reía. Y la checa también.

Desde finales de los 90 hasta 2013, la última vez que viaje a La Habana, he visitado la isla cuatro veces, empujado por una historia que, como otro puñado que siguen inconclusas en viejas libretas de apuntes, se me ha tornado en obsesión: la de los atentados dinamiteros que sacudieron la capital cubana en 1997, financiados por el exilio cubano de Florida y organizados por el terrorista Luis Posada Carriles con el apoyo de las más violentas derechas centroamericanas y ejecutados por mercenarios salvadoreños y guatemaltecos. (En esta edición de Factum republicó, con algunos pasajes inéditos, uno de los textos que escribí en 2009 al respecto).

Durante esos viajes conocí varios rostros de Cuba. Porque, aun con la visa de periodista con la que viajé dos veces y las restricciones que esta implica, pude moverme con bastante libertad por los barrios descascarados de La Habana vieja, donde la pobreza engendrada a golpes de autoritarismo por el régimen de Fidel Castro no admitía reparos ni explicaciones sesudas: todos, o casi todos ahí, eran pobres de solemnidad. Tenían que comer, sí, y accesos a la salud menos precarios que en buena parte de la América continental, pero eran pobres que apenas sobrevivían, desde un pequeño peldaño más arriba, a la miseria económica y al autoritarismo de ese régimen fidelista que hizo de la falta de libertades mínimas pilar de su propia sobrevivencia.

En uno de esos viajes uno de mis guías fue el periodista canadiense Jean-Guy Allard, quien me recibió en la casa que compartía con su esposa en la calle M, en el barrio El Vedado de La Habana. En muchos sentidos eran ambas, calle y casa, habaneras típicas, de clase media si se quiere -porque también es cierto que en esta ciudad siempre hubo quienes vivieron con más posibilidades que otros, y también es verdad que las brechas entre unos y otro fueron siempre menos atroces que en el resto de la América caribeña y continental-: un tanto decrépitas, entrañables por dentro, de mobiliarios sencillos sin ser espartanos.

Jean-Guy me explicó que su esposa había heredado la casa y que por eso vivían ahí. Suficiente para ambos y su pequeño hijo. Eran, me dijo, afortunados, por el espacio, por la casa y porque aun teniendo el dinero para comprar algo más, hubiese sido imposible. En Cuba, hasta hace muy poco, nadie podía vender o comprar inmuebles sin permiso especial del Estado. Ni alquilarla. La necesidad de vivienda o la menos urgente de “vivir en un lugar mejor” dependía, como todo, de la voluntad de los lugartenientes de Fidel.

Ya a principios de esta década, cuando Fidel Castro había cedido el poder a su hermano Raúl y este había emprendido un lento proceso de reformas económicas y legales que en realidad habían empezado a la fuerza durante los años de hambre de los 90, muchas casas como la de la calle M de Jean-Guy se habían convertido en hospedajes para extranjeros. Así describí una en la que me quedé en junio de 2013.

“Llego a la casa Graciela, en Línea 658, a unos dos kilómetros en línea recta desde el malecón habanero. La dueña, Graciela, tiene licencia para rentar cuartos y recibir divisas; así lo consigna una calcomanía pegada en la puerta de entrada. Desde fuera, la fachada de casa Graciela no dice mucha más que el edificio es parte de ese paisaje de La Habana formado por construcciones de principios y mediados del siglo XX.

“La sensación de que la ciudad está detenida el tiempo, al caminar por Línea y fijar la vista en esos edificios, es inevitable. Es como si San Salvador no tuviese los horribles rótulos comerciales, las enormes vallas publicitarias o los modernos complejos de apartamentos de su cuadrante sur poniente, y como si su paisaje fuese, solo, el de las viejas casonas de la colonia Flor Blanca…

En uno de aquellos viajes, ya entrada esta década, conocí a Odalys -ese no es su nombre-, una funcionaria del centro internacional de prensa que me llevó, sí, a los agentes de la seguridad del Estado cubano que infiltraron las redes de Posada Carriles en Miami y en Centro América, pero también a varios rincones de La Habana donde conocí más rostros y a más gentes.

Odalys, una mujer que hace tres años entraba en su treintena, hablaba desde el guion que podía esperarse de un funcionario de la Cuba castrista, ese en el que embargo económico de los Estados Unidos más que la terquedad y el autoritarismo propios de Fidel o del régimen eran los principales culpables de las cosas malas que pasaban en Cuba; ese en que los presos políticos, la represión y los asesinatos cometidos en nombre de la Revolución eran, acaso, una fabricación de la contrarrevolución. Pero también era Odalys, como muchos de su generación, hija de sus tiempos, y como tal no le costaba reconocer que, de a poco, Cuba tendría que administrar los cambios que exigirían las nuevas generaciones, unas más conectadas con un mundo desde el que la isla de Fidel y Raúl parecía cada vez más, aun desde dentro, un recuerdo doloroso.

 

La Habana Vieja. Foto de Angelo Domini, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

La Habana Vieja. Foto de Angelo Domini, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

También conocí a Julio, un técnico en enfermería reconvertido en motorista de ocasión luego de que Raúl Castro abriera a los cubanos la posibilidad de ganar dinero con la explotación privada de sus bienes. Julio era, en 2013, uno de los tantos “cuentapropistas” de los estertores de la Revolución. Esto escribí entonces en la página en blanco de mi libreta:

“Me recibe la lluvia. Pertinaz. Y la historia de Julio, el enfermero que decidió tomarle la palabra al régimen: dejó su salario de 27 dólares al mes como vicedirector del departamento administrativo de un instituto estatal para hacerse taxista. Cuando Raúl Castro levantó las restricciones laborales que permitían a profesionales montar sus negocios propios, Julio desempolvó su Ford 54 descapotable y se sacó su licencia de alquiler de carros, la cual le permite “subir a extranjeros” -un taxi diferente a los de línea, modelos viejos también que circulan en las avenidas de La Habana subiendo pasajeros hasta que el carro está topado. Hoy, dice Julio, puede hacer hasta $200 al día cobrando a $25 el viaje para da ‘vuelticas tranquilas’ de una hora por la ciudad vieja y Centro-Habana a los turistas.

“Del aeropuerto José Martí a Casa Graciela, Julio me adereza su lectura política de las cosas:

– “Yo amo mi profesión, pero no hay comparación. Tengo 5 hijas y lo que siempre falta es dinero. No te estoy contando ningún secreto”, me dice.

– “Pero como vos habrá muchos, ¿podría pasar que un montón de profesionales quieran hacer lo mismo?, pregunté.

– “Ya lo hacen. Es algo que se debe de estudiar bien, porque se pueden vaciar los puestos de profesionales… Y yo amo mi profesión, pero un dólar al día es muy poco.

Un día después, otra amiga cubana, nieta de un exiliado en Miami, muy respetuosa de Fidel Castro a la hora de hablar, pero crítica sin llegar a la disidencia, me confirmaba las teorías de Julio, el enfermero-taxista. “En 2013 están supuestas a entrar en vigencia otras reformas más profundas, quizá una de las más importantes es la salarial: cómo equiparar eso, lo cual tiene que ver con el cambio de moneda -en Cuba sigue funcionando el doble estándar monetario; hay un peso cubano que vale lo que el sueldo diario de un profesional, muy poco, y un nuevo peso equiparado con el dólar al que solo pueden acceder los extranjeros y algunos cubanos”, se preguntaba.

Todos los cambios, pequeños, lentos, dolorosos, abonados muchas veces con libertades truncas y la restricción absoluta de los derechos políticos más fundamentales, fueron sucediéndose a pesar de la terquedad de Fidel Castro, que sus biógrafos más amables equiparan a heroicidad y los menos amigables relacionan con su fibra de dictador.

Recorriendo las calles de La Habana siempre tuve la impresión que esos cambios empezaron a ocurrir de verdad cuando Fidel Castro dejó de ser relevante en la Revolución que, para bien o para mal, había construido a su imagen y semejanza.

“La Línea, arteria fundamental de Centro-Habana, me deja con un contraste en esta mañana de junio. Lo percibo viendo hacia el horizonte, con los ojos fijos en la línea que dibuja el Mar Caribe: La Habana se abre ante mis ojos a través de su arquitectura detenida en el tiempo. A ras de calle, la vista, el olfato, el oído, me devuelven una ciudad llena de vida, de vida difícil, pero llena. Muy temprano, antes de las 7 de la mañana, las esquinas de Línea están llenas de niños con uniforme escolar, kaki el pantalón, blanca la camisa, y una pañoleta. Más cerca del Malecón, en una placita, una fila de viejos espera, ansioso, la llegada a un quiosco de las páginas predecibles del Grama”. Lo escribía el día último de mi último viaje a Cuba, en 2013. Y hoy pienso: hace mucho que no percibo en los barrios de San Salvador que he caminado tantos destellos de vida; ahí manda el miedo.

A esa Cuba que yo empecé a recorrer a finales de los 90 quisieron matarla, a fuerza de bombazos, asesinos que acusaban a Fidel Castro de ser un asesino. Monstruos implacables que vivieron siempre de la cintura política que les dio decir que su misión era acabar con el monstruo-tirano, Fidel, para liberar a los cubanos. Asesinos, como Luis Posada Carriles, que navegando las banderas de la democracia según la entiende Washington y amparados por sus socios políticos en el continente -como la ARENA de Francisco Flores y Armando Calderón Sol en El Salvador o la Honduras de Ricardo Micheletti- entendían como sacrificables a los cubanos que se habían quedado en la isla, por convicción o porque no alcanzaron nunca la balsa que los llevaría a Miami. En El Salvador, como dije, Posada Carriles y sus matones actuaron amparados por el Estado que administró el partido ARENA, sobre todo en los dos quinquenios que van de 1994 a 2004.

Ayer, muchos de aquellos miembros de la derecha recalcitrante salvadoreña y sus acólitos pretendían dar clases de moral a propósito de la muerte de Fidel Castro. El tufo autoritario y trasnochado de esa derecha continental le sobrevive al comandante.

Y también le sobreviven, en el continente, muchos de los adefesios de la izquierda que crecieron amparados por su sombra; partidos y dirigentes -la palabra líder, que Fidel Castro usó con la aquiescencia de propios y extraños durante buena parte de su vida, les queda inmensa a estos hijos ilegítimos de aquella Revolución- como Daniel Ortega o Nicolás Maduro, o el FMLN del chanchullo político y la corrupción.

No parece casual -la inercia de la Historia es demasiado pesada- que la última aparición pública de Fidel Castro Rus haya sido este año, para la celebración de su nonagésimo aniversario junto al venezolano Nicolás Maduro, acaso el menos agraciado de esos esperpentos. (En 2013, en una casa de Miramar, en La Habana, incluso un viejo espía cubano renegaba del sucesor de Hugo Chávez: un payaso, me decía, un payaso que va a terminar con todo). Fidel retratado junto a su descendencia más nefasta.

Callejón de Hamels. La Habana, 2015. Foto de Michael Schoeneis. Tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

Callejón de Hamels. La Habana, 2015. Foto de Michael Schoeneis. Tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

Tampoco parece casual que la nueva derecha estadounidense cubano-americana, cuya horizonte político fundamental ha sido siempre derrocar a Fidel Castro, produzca, hoy, otros esperpentos, como Ted Cruz, el senador anti-inmigrante de Texas.

Y a pesar de todo, en especial a pesar del Washington pre-Obama, tampoco parece casual que Fidel Castro haya muerto en las postrimerías del mandato del primer presidente negro de los Estados Unidos. Antes de Obama, la CIA quiso matar al jefe del Estado cubano al menos una decena de veces.

Obama gustó mucho, durante su presidencia, de citar a Theodore Parker, el abolicionista de Massachusetts que también había inspirado a Abraham Lincoln y a Martin Luther King, sobre todo esta frase: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia lo justo”. Justo fue, para todo aquel que no fuese un fanático trasnochado, que Obama y Raúl Castro abriesen el camino a la normalización entra las dos naciones. Y justo fue que ocurriese cuando ya Fidel había dejado de ser trascendente: acaso con el comandante en el poder el inicio de una apertura así seguiría siendo imposible.

Pero justo también es decir que Cuba pudo acudir a esas negociaciones con dignidad gracias, en buena medida, a Fidel Castro.

Hoy Fidel está muerto. En Florida los hijos y nietos de los cubanos que han ido saliendo de la isla durante más de cinco décadas lo celebran. En Cuba, con solemnidad o incluso desde un respetuoso silencio disidente, los cubanos lloran y reflexionan. Ya su modelo de Cuba, el mismo Fidel lo había admitido, estaba muerto hace rato.

Lo que ocurra cuando cesen los pitos en la Calle 8 de Miami y se sequen las lágrimas en La Habana tendrá nuevos protagonistas. Ese modelo, el del comandante supremo de la Revolución, es ya ceniza, como -parafraseando a Joaquín Sabina- son cenizas las revoluciones latinoamericanas que pretendieron heredarlo.

Foto principal. Fidel Castro en La Habana, 1978. Por Marcelo Montecino, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

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