Esa guerra

Nadie lo supo. No hubo una declaración formal, nada de ultimátums, no se convocó a la juventud a reclutarse para defender la patria. Sólo créeme que, repentinamente, estábamos contando muertos como quien cuenta monedas. De la discusión sobre quién era el culpable de aquella mortandad sin sentido, de aquella pandemia de asesinatos, pasamos a debatir públicamente sobre si bastaba con el estado de sitio en los barrios más pobres, luego en las colonias y finalmente en qué municipios y ciudades.

Y como bien se sabe en el país en el que crecí, si suspendes una de las garantías constitucionales, eventualmente las terminas perdiendo todas.

Todas las guerras son absurdas, pero esa en particular tenía un signo surrealista. Al igual que todas las guerras, era un conflicto por el poder político, por la conquista de espacios, por la sobrevivencia y por el reconocimiento de un modo de vida. Pero frente al Estado, lo que se levantó no fue otro Estado ni una facción revolucionaria, sino la expresión más violenta de la marginalidad.

Y aunque en el discurso oficial había cada vez más referencias a un ejército de delincuentes escondido en los suburbios, agazapado entre pasaje y pasaje, casi como un hormiguero concebido por el mismísimo Satán, aquella violencia era cualquier cosa menos planificada.

Algunos voceros de aquellos marginados, convertidos en poco menos que celebridades por sus delitos y por haber sobrevivido a al menos una década de criminalidad y encarcelamiento, aseguraban que una orden suya bastaba para desatar o contener aquella locura. Pero era un artificio.

Nunca se supo cuantos de aquellos crímenes fueron ordenados directamente desde los presidios, pero debieron ser pocos. La mayoría se debieron a la subversión del modo de vida, a la instauración de nuevas autoridades en la cotidianeidad, algunas de ellas matones impúberes sin otro método que el de la intolerancia.

La reproducción exponencial de ese fenómeno en las ciudades y la evidente incapacidad de sus presuntos líderes para detener la ola de asesinatos desarmó a las instituciones, y en el análisis de nuestros gobernantes un asunto que debió ser de seguridad pública se convirtió subrepticiamente en un tema de subversión contra el Estado.

Ese fue su error más grave, ¿sabes? Contagiarse del terror de los ciudadanos, renunciar al análisis del fenómeno, rendirse a la violencia como herramienta y volverse cada vez más tolerante ante los excesos de los cuerpos de seguridad.

Aquellos asesinos no eran mercenarios entrenados en el Oriente Medio ni los boinas verdes de las Américas de Reagan. Eran niños y jóvenes salvadoreños acostumbrados a una vulnerabilidad y exclusión tales que una vida al margen de la ley, en una vorágine de violencia, intimidación y muerte, no era uno de los caminos, sino el camino.

Eso sólo lo produce una sociedad enferma, incapaz de reconciliarse, inválida para escuchar, renuente a entenderse, más dispuesta a un baño de sangre que a repensarse. Y así fue, con el entusiasta apoyo del Estado.

Sé que es la excusa más larga que tu padre te ha dado. Pero, cariño, acaso torpemente sólo he querido explicarte por qué la paz que gozás tiene este hedor a crimen.

Cristian Villalta es periodista salvadoreño. Es gerente editorial de El Gráfico de Grupo Dutriz. Esta columna fue publicada originalmente en La Prensa Gráfica, y es reproducida aquí con permiso de ese periódico y del autor.

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