En realidad, las pandillas siguen gobernando en los barrios

Un grupo de jóvenes y niños juega fútbol en una pequeña cancha de cemento de una comunidad empobrecida. El sol cae y las paredes grafiteadas comienzan a teñirse de color naranja. Los jóvenes gritan, se insultan cuando fallan, y chocan palmas entre sí cuando meten gol. Al fondo, imperioso, se mira el volcán de San Salvador con un tono azulado en el aire y unas nubes blancas que se deshacen en su copa. Una escena hermosa.

La portería es un marco improvisado hecho de varillas de hierro. Es tan pequeña que al portero le basta con pararse frente a ella para taparla toda. A los delanteros no les queda más opción que pegarle a la pelota con todas sus fuerzas para que el portero se quite por miedo y así meter un gol.

El partido lo veo desde unas gradas de cemento, a un lado de la cancha. A mi lado hay otros espectadores. Unas cuantas señoras, unas jovencitas que se pasean con bebés en los brazos y varios jóvenes y niños que repiten los insultos o gritan al unísono cuando su equipo favorito da esperanzas de un triunfo.

Uno podría pasar por alto que esta comunidad es controlada, desde hace varios años, por la facción “Revolucionarios” del Barrio 18. Uno bien podría no darse cuenta de que aquí, en esta misma cancha, se han librado guerras a plomo limpio. Aquí ha habido muertos. Es más, en estas gradas, desde donde vemos el partido, ha corrido la sangre.

Esta es una comunidad al sur de Mejicanos. No diré su nombre porque no es tan importante en este relato. Es una comunidad como muchas, muchísimas otras en El Salvador: empobrecida y controlada por una pandilla.

En esas estamos, viendo el partido de fútbol, cuando un niño de unos cinco años lo más, se me acerca corriendo. Viene agitado y solo alcanza pegarme en un brazo y a decirme cinco palabras: “¡Buzo, ahí vienen los juras!”

Veo al niño con asombro. Y él, al descubrir que mi rostro no es el que buscaba, se sorprende aún más. Se queda callado y con los ojos saltados. Esboza una pequeña sonrisa inocente y caminando hacia atrás me dice quedito “uy, perdón, lo confundí”, y sale corriendo hasta las otras gradas, al otro lado de la cancha.

Esta es una comunidad controlada por el Barrio 18. Eso lo sabe todo el mundo aquí. Desde la señora que vende tortillas cerca de la cancha, la señora de la tienda del pasaje 1, las muchachas que venden refrescos en el pasaje tres, los taxistas que se estacionan afuera, por la calle principal, hasta los niños que vienen corriendo a avisar cuando se acerca la policía. Aquí los pandilleros mandan. Ellos deciden quién entra, quién sale, quién paga renta, quien se queda, quién se va, quién vive y quién se muere.

Y esto no es nuevo. Al contrario, de eso va este relato, de cómo la facción Revolucionarios del Barrio 18 mantiene su control en esta comunidad a pesar de todos los patrullajes, operativos, redadas y demás acciones represivas que la policía pueda hacer.

La policía llega. Veo pasar a los agentes. Son tres miembros de la PNC y un soldado. Todos andan tapados los rostros con gorros navarone y portan armas largas. No hablan con nadie, pero si sus miradas fueran palabras, seguro nos estuvieran puteando. Se nos quedan viendo a los que estamos en la cancha y no sé por qué tengo el presentimiento de que me miran con especial énfasis. Quizá porque tengo apariencia diferente al resto de los jóvenes que viven acá: uso botas, un jeans, lentes y camisa de vestir. También tengo una libreta en la mano y un teléfono. Tampoco le despego la mirada a los policías que nos observan hasta que siento un codazo y escucho la voz de una señora que me dice: “deje de verlos porque se van a clavar y le van a pegar”.

Los policías avanzan por los pasajes de la colonia y a medida pasan los minutos escucho murmullos. De repente vienen niños a informar a sus madres y amigos, les dicen por cuál pasaje van los policías y a quiénes han detenido. Se siente un ambiente tenso. El partido se detuvo. Se acabó la diversión.

De a poquitos, los jóvenes se van yendo a sus casas, con las caras cabizbajas, como tratando de guardar un bajo perfil. Las madres tratan de mantenerse más tiempo en la cancha. Algunas preguntan a los niños por sus hijos: “¿No has visto a Jhonatan?”, “¿Viste si ahí estaba Marvin?”

Finalmente, un niño viene y dice que ya se fueron los policías. Extrañamente, llega al ambiente una especie de calma. Toda una paradoja.

Una señora de las que veía el partido comienza a contar que la policía le ha pegado varias veces a su hijo mientras hacen patrullajes rutinarios. “Vienen solo a molestar a la gente”, dice. Se queja de las redadas recientes que han hecho en busca de pandilleros y dice que han capturado a gente inocente.

Le pregunto a uno de los jóvenes que estaba en la cancha que qué se hicieron los pandilleros que estaban en las otras gradas. “Ya se encaletaron”, me dice. Desaparecieron. “Hoy casi ni se ven”, me dice. “Milagro que estaban hoy aquí porque solo allá arriba pasan”, dice.

Es cierto. Tengo varios meses de estar visitando esta comunidad y son contadas las veces que he visto a los pandilleros. Pocas veces hemos hablado. Pero estoy seguro de que ellos saben cada vez que vengo. De hecho, así me lo dijo uno de ellos, en una plática reciente. Igual que a los policías, mientras uno avanza por los pasajes de esta comunidad, los ojos minúsculos de la pandilla lo observan, aunque uno no se dé cuenta.

Esta comunidad controlada por pandillas no es la típica que sale en los documentales antiguos de pandillas, con decenas de homeboys en las esquinas fumando marihuana con ropas holgadas y pañoletas en la frente, rifando a cuanta cámara se les atraviese. No. Las pandillas, en esta comunidad, como en muchas otras, han pasado de ser estructuras evidentes a estructuras clandestinas. Sin embargo, su control se mantiene.

“Ahora no son ellos los que le llegan a tocar la puerta a uno, sino que a veces mandan a otra gente con un teléfono en la mano. Le dan el teléfono a uno y ahí le dicen que se tiene que ir o que tiene que pagar renta. Y uno ya sabe que si no hace caso lo van a matar, así sea la boca de un pandillero o la bocina de un teléfono el que se lo diga”, me dijo la dueña de una tienda en una visita días después del partido.

Según los relatos de la gente, no hay semana que la policía no patrulle aquí, no hay día que vengan y no golpeen a alguien; aparecen de sorpresa, por las noches, golpeando puertas y capturando a jóvenes. Pero la pandilla persiste. Su control persiste. Su presencia y su mirada está en cada pasaje. Aunque los homeboys en sí mismos no estén, siempre tienen el control. Aunque casi no se les vea, siempre están ahí, sus ojos están ahí.

En esta comunidad, como en muchas otras, la pandilla mutó a ser una sombra clandestina con igual o más control que antes. La única diferencia es que hoy ya no andan caminando con un arma o dos en las manos. Ahora observan de lejos.

Aquí toda la gente lo sabe. Y lo dicen entre dientes. Aunque no estén presentes los homeboys, la gente apenas puede decir la palabra “pandillero” en voz alta. Tiene miedo de que las paredes o alguien en algún lado los escuche hablar de ellos y piensen que estaban hablando en mal.

Las medidas extraordinarias, las medidas represivas, violentas y violadoras de derechos humanos que la policía y el gobierno salvadoreño han implantado en esta comunidad y en muchas otras no han logrado detener a las pandillas. Solo las han hecho mutar. Y lo que es peor, la gente ha optado por tenerle miedo también a la policía. Pero de eso escribiré en otra ocasión.

 

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