“El asesinato de un santo”, la verdad legal en el caso Romero

Matt Eisenbrandt es uno de los abogados del Centro de Justicia y Responsabilidad (CJA, en inglés) que en 2004 llevó ante una corte estadounidense al capitán Álvaro Saravia, uno de los implicados en el asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, cometido el 24 de marzo de 1980. En el libro “El asesinato de un santo”, Eisenbrandt recoge de fuentes directas, testigos, reconstrucciones periodísticas y de la investigación realizada por CJA en el litigio contra Saravia los elementos para reconstruir, con mucha precisión, los pormenores del magnicidio y del encubrimiento que siguió en Washington y en San Salvador.

Foto FACTUM/Archivo


En agosto de 2004, el padre Bill Wipfler llegó a una corte de Fresno, en California, a recordar lo que había ocurrido el 23 de marzo de 1980 en la Basílica del Sagrado Corazón de San Salvador, el domingo en que Monseñor Romero pronunció su última homilía dominical, esa en la que imploró, ordenó a los soldados del régimen no seguir matando salvadoreños.

“Llegamos temprano y ya estaba lleno. La gente se aglomeraba afuera porque había parlantes en la calle en los que la gente podía escuchar el sermón”, recuerda el padre Wipfler, uno de los primeros testigos llevados por la acusación en el caso civil contra Álvaro Saravia por el asesinato de Romero, litigado en 2004 bajo el camino legal abierto en Estados Unidos por el Acta para la protección de víctimas de torturas, la cual ha permitido sentar en el banquillo a militares y ex militares de todo el mundo acusados de crímenes de guerra o de abusos a los derechos humanos.

“Eran días en que la asistencia a iglesias estaba decayendo en Estados Unidos y uno podía encontrar muchos sitios para sentarse en los templos. Pero en esta basílica no había sillas. Toda la congregación, a excepción de los más viejos, permaneció de pie…”, recordó Wipfler en el estrado.

Portada de edición en inglés de “El asesinato de un santo”.

A lo largo del testimonio, el sacerdote relata a Nico van Aelstyn, el abogado líder en el caso, como las emociones inundaron la basílica capitalina y que Monseñor llegó al que es recordado como uno de los momentos cumbres de su vida, ese en el que pronunció:
“Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo… les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión.”

Cuenta el padre Wipfler que, luego, Monseñor bajó del púlpito para dar la comunión a todos, todos los feligreses reunidos aquel día en el templo. Al seguir su relato, la voz del sacerdote se quiebra en el banquillo de testigos.

“¿Cuál era el sentimiento en la iglesia después de aquello?”, ha preguntado el abogado van Aelstyn.

“Yo no soy católico romano y no me había presentado para la comunión. Tenía los ojos cerrados. Estaba rezando cuando escuché una voz. Era el arzobispo que me preguntaba: ‘¿quisiera recibir la comunión, padre?’ Yo dije que sí y él me dio la comunión… Solo después me di cuenta que yo fui la última persona a la que el arzobispo dio la comunión, porque lo mataron en misa al día siguiente antes de que pudiera darla ahí… Y ese siempre ha sido un tesoro muy importante en mi vida”, responde el padre Wipfler.
Este recuento es parte de “La puerta de la historia”, el cuarto capítulo del libro de Eisenbrandt, publicado este año por la University of California Press.

Aun hoy, 37 años después del asesinato de Monseñor Romero y a solo dos de la celebración de su beatificación en la plaza del Salvador del Mundo en San Salvador, no son muchos los escritos que navegan con precisión sobre los hechos del 24 de marzo de 1980, el día del magnicidio. Ha habido, sí, mucho panfleto, mucha negación, mucho intento de apropiación de la figura del arzobispo mártir, pero, en realidad, poca sustancia histórica.

“El asesinato de un santo. La trama para asesinar a Óscar Romero y la búsqueda por llevar a sus asesinos a la justicia”, que es ese el título completo del libro de Eisenbrandt, llega para sumarse a un puñado de escritos que han conseguido fijar, a través de la crónica biográfica, periodística y legal, los hechos históricos que rodearon la vida, muerte y legado del beato salvadoreño. En esa lista también están, entre otros, “Así matamos a Monseñor Romero”, reportaje de Carlos Dada, y “Primero Dios”, la biografía escrita por Roberto Morozzo della Rocca en el marco del proceso de beatificación.

El libro de Eisenbrandt es, como los citados, rico en fondo y forma.
Al estar basado en la reconstrucción histórica que hizo el equipo legal de CJA y que llevó al juez Oliver Wanger a condenar civilmente a Saravia, el libro aporta la credibilidad que le da la verdad judicial establecida en la corte. O, como lo dijo el abogado van Aelstyn en el tribunal de Fresno: en “la creación del record histórico y el establecimiento de la verdad histórica”.

Eisenbrandt, como lo hizo junto al equipo de abogados en el litigio, establece o reitera con su libro, más allá de cualquier duda razonable, verdades sobre el asesinato de Romero que hoy parecen inamovibles. Quizá las tres más importantes: que Roberto d’Aubuisson, el fundador de Arena, tuvo un rol esencial en la planificación del asesinato; que los escuadrones de la muerte de la derecha, entre ellos el que dirigía d´Aubuisson, fueron financiados o apoyados en parte por empresarios salvadoreños; y que todo el Estado nacional, así como buena parte del clero y la prensa, intentaron durante tres décadas proteger a los asesinos.

“La evidencia muestra que el régimen que controlaba El Salvador funcionaba como un gobierno bajo control militar implicado en la violación sistemática y continua de los derechos humanos, lo cual servía a los propósitos de mantener los privilegios y riquezas de una oligarquía…”, se lee parte del fallo del juez Wanger contra Saravia.

Tan importante como el fondo histórico es, para el caso del libro de Eisenbrandt, la forma en que los hechos están contados. El autor combina, en inglés, un estilo sobrio y una gran habilidad en el uso de recursos más literarios de los tiempos narrativos, o del suspense que generan los hechos, para hacer de este relato histórico un potente testimonio.

En esencia, el autor nos hace navegar por tres tiempos históricos.

El primero, el comprendido entre 1977, año en que fue asesinado el sacerdote jesuita Rutilio Grande, y 1980, el año del magnicidio; pero este es solo un relato referencial sobre la figura del arzobispo, que recoge, entre otras fuentes, de la biografía escrita por Morozzo della Rocca.

A pesar de ser la más sobria durante la lectura, porque de estos hechos ha habido ya varios relatos valiosos, en esta primera línea temporal Eisenbrandt aporta sorpresas intensas, como el sentido relato del padre Wipfler con el que empieza esta reseña.

Matt Eisenbrandt, autor.

El autor. además, nos lleva por una extensa crónica judicial basada en lo que él y su equipo -formado además de por van Aelstyn por Almudena Bernabéu, la abogada española que actualmente es acusadora en el caso abierto en Madrid por la masacre de la UCA- vivieron durante la investigación para encontrar las pruebas que implicaron a Saravia en el asesinato. Esta es la segunda línea narrativa.

Acaso uno de los episodios más reveladores en la crónica de la investigación judicial es el relato sobre la búsqueda de Amado Garay, el motorista que llevó al asesino hasta la iglesia de la Divina Providencia el lunes 24 de marzo. Escrito casi en clave de “thriller” judicial, esta parte del relato nos lleva a una conclusión importante: las pistas suelen estar cerca, los indicios para llegar hasta los culpables no son inaccesibles, pero la voluntad política, estatal, para hacer de esos indicios condenas judiciales casi nunca está.

Es en esta línea narrativa donde está el corazón del libro; es aquí dónde Eisenbrandt nos explica por qué, a partir de este caso y del seguido contra los militares José Guillermo García y Eugenio Vides Casanova en Florida, ha sido posible reconstruir en cortes estadounidenses verdades históricas vedadas por la impunidad rampante que ha reinado en los tribunales salvadoreños.

Es aquí, también, donde el autor vuelve sobre la doble moral de los gobiernos estadounidenses -el de Carter, el de Reagan- que se dijeron defensores universales del bien mientras se mostraron incapaces de condenar en público a los asesinos de Romero o los apoyaron abiertamente.

Como ya lo han hecho otras crónicas periodísticas o históricas en casos como el de Romero o la masacre de la UCA, hay aquí múltiples relatos sobre la impunidad abierta, sobre la posibilidad de matar con la protección del Estado, y sobre la capacidad del Estado para encubrir a los asesinos. Ese es un mal que persiste en El Salvador de hoy.

En otra parte del fallo del juez Wanger, recogida en el libro, se lee: “Nunca ha habido una investigación judicial completa sobre el asesinato de Romero… Y el partido Arena obstruyó todos los esfuerzos de justicia… La evidencia muestra que el Gobierno (salvadoreño), incluido el sistema judicial y especialmente la Corte Suprema, hicieron todo lo posible para aniquilar su función judicial, para ignorar, para distorsionar…”

Eisenbrandt es capaz, con su prosa, de llevarnos por las dos primeras líneas de tiempo sin dificultades. Acaso en un intento demasiado ambicioso por extender la exploración del contexto histórico hay algunas distracciones.

Finalmente, en su epílogo, el autor se embarca brevemente en el tiempo presente para volver al significado actual de la figura de Romero, a los intentos por edulcorarla que siguieron al anuncio de su beatificación, pero también a la relevancia absoluta de sus palabras en un país que sigue atravesado por el sino de la violencia y la impunidad.

Este libro es especialmente relevante hoy. Eisenbrandt escribe: “Las experiencias de otros países latinoamericanos nos ha demostrado que una vez un rayo de luz emerge, las demandas por la rendición de cuentas aumentan y las autoridades encuentran el coraje y la astucia políticas para actuar”. Pero sobre Saravia y el resto de asesinos, el autor nos recuerda en la parte final de su libro: “Nunca enfrentaron a la justicia; se beneficiaron de la ofuscación de la derecha salvadoreña y de la falta de voluntad política de la izquierda”.

Los gobernantes de El Salvador siguen sin encontrar el valor para confrontar los pecados del pasado, que en este país son en muchos casos los de ellos. Por eso este libro es relevante.

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