De lo imposible a lo inminente (frente la presidencia de Trump)

A un mes de sus elecciones presidenciales, Estados Unidos todavía no despierta de la pesadilla. Frente los resultados inesperados de la victoria de una personalidad de la televisión reality y troll de Twitter, el liderazgo del Partido Demócrata y los medios liberales a su servicio están echando la culpa a todos: los micro-partidos alternativos, las mujeres, los jóvenes, los latinos, los negros y los pobres; hasta el FBI,  Julian Assange, Vladimir Putin y Susan Sarandon. Todos menos los verdaderamente culpables: los demócratas mismos.

Ellos, a pesar de todos los indicadores en su contra, insistieron en impulsar una campaña y una candidata impopular, poco ética, intervencionista, claramente desconectada de las realidades de una población cansada de la política élite de siempre. Como resultado, un millonario racista, machista y megalómano estará pronto en la Casa Blanca; y las dos cámaras del Congreso estarán en las manos reaccionarias de los republicanos.

Claro, hay que reconocer que la elección no representa precisamente una victoria de Trump, quien perdió el voto popular por más de 2.5 millones. Al contrario, esta elección fue una pérdida decisiva para Clinton y la clase política que representa. Los republicanos han conseguido la misma cantidad de votos en las últimas cuatro elecciones. Los demócratas, por su parte, no lograron activar a los ciudadanos movilizados en las dos elecciones anteriores por el discurso de esperanza y cambio de Obama; incluso, una parte significativa de los que votaron por Trump habían votado por Obama en las elecciones pasadas, o por Bernie Sanders en las elecciones primarias partidarias.

La población estadounidense está decepcionada de los demócratas y los republicanos, y busca alternativas: la campaña de Clinton no se las ofreció. Cuando Trump propuso “hacer [norte]América grandiosa otra vez”, Clinton respondió que “[norte]América ya es grandiosa”—una negación ciega de la exclusión, discriminación y pobreza en la que viven millones de norteamericanos.

Con lo anterior, no pretendo invisibilizar el papel insidioso del racismo, islamofobia y sexismo en la campaña de Trump, sino contextualizar la crisis actual. Desde hace muchos años, los demócratas dejaron de ser un partido al servicio de la población trabajadora. Avanzaron un discurso populista e inclusivo, mientras impulsaban privatizaciones, externalización, encarcelamiento y deportaciones masivas. Los resultados del 8 de noviembre son su fracaso, pero son las poblaciones más vulnerables las que tendrán que enfrentar las consecuencias. 

Mientras muchos liberales tienen el lujo de poder encerrarse en la negación (la primera etapa del duelo), las comunidades amenazadas se están preparando para defender los pocos logros conquistados bajo Obama, y para resistir los ataques que vienen. Para las mujeres, los LGBTI, los migrantes, los musulmanes, los sindicalistas y más, sus derechos están en peligro hoy más que nunca.

El pasado lunes, 28 de noviembre, asistí a un taller sobre los derechos de los migrantes y la coyuntura poselectoral en la escuela de derecho de New York University. Más de 700 migrantes, abogados y activistas llenaron las instalaciones de la universidad, a tal grado que fue necesario abrir dos salas adicionales en las que se transmitió el evento por internet para quienes ya no cabíamos en el auditorio.

El ambiente era tenso. Los participantes advirtieron sobre múltiples estafas migratorias que han surgido tras la elección, a través de las cuales buscan aprovecharse del pánico en la comunidad migrante ofreciéndoles falsas promesas de estatus permanente o residencias en Canadá. También denunciaron la vulnerabilidad en que se encuentran los cientos de miles de jóvenes con el estatus provisional de DACA (Deffered Action for Childhood Arrivals, por sus siglas en inglés), el cual suspende los procesos de deportación para migrantes sin antecedentes penales que llegaron como menores de 16 años al país. DACA fue implementado a través un decreto ejecutivo emitido por Obama, con el compromiso del gobierno de que los datos de estos jóvenes migrantes no-documentados no se compartirían con las autoridades de control migratorio. Con la entrada del nuevo gobierno de Trump, es más que probable que este programa se termine, y que toda la información personal de sus beneficiarios pase a las manos de la ‘migra’.

Pero el ambiente también era rebelde. Mientras Trump está llenando su propuesta de gabinete con figuras absurdamente no-aptas para los cargos o verdaderamente malvadas, decenas de ciudades y cientos de iglesias han comenzado a declararse ‘santuarios’. Las organizaciones sociales sin fines de lucro han recibido un aumento en las donaciones sin precedentes. Y, como se evidenció esa noche en Nueva York, la comunidad migrante organizada y sus aliados se están preparando para la lucha. O, más bien, están adecuando su lucha permanente a las nuevas condiciones.

Habrá mucho que analizar y debatir sobre qué se espera para los Estados Unidos y El Salvador en los próximos cuatro años, pero algunas cosas están seguras. Continúan las batallas para regularizar el estatus de millones de migrantes, desmilitarizar las fronteras, detener las deportaciones y terminar la detención de familias. Siguen las luchas para defender al medio ambiente y lograr una transición hacía la energía sostenible; para proteger los derechos reproductivos de las mujeres y los derechos de la comunidad LGBTI; para demoler el racismo institucionalizado y defender la soberanía de los pueblos originarios; para abordar la desigualdad económica y detener las guerras infinitas. En fin, como expresó el movimiento de Black Lives Matter en su declaración tras la elección de Trump:

“El trabajo será más difícil, pero el trabajo sigue siendo el mismo”.

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